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Dogmas, dogmáticos y lunáticos.

El cine vive desde hace varias décadas una profunda crisis creativa. Fenómeno que se manifiesta en todas las instancias por las que transita el llamado arte del siglo XX.

Gilberto Bello
4 de septiembre de 2000

El cine vive desde hace varias décadas una profunda crisis creativa. Fenómeno que se manifiesta en todas las instancias por las que transita el llamado arte del siglo XX. Con una maquinaria bien aceitada, consagrada integralmente a golpear la mediocridad, las películas han llegado a ser alimento cotidiano del neurótico hombre de finales de siglo.



La identificación de los públicos con “los dioses de la peste” -otros llaman a estos sujetos héroes creados -, la codicia y la ganancia conforman el núcleo de la realidad de la producción y constituyen el reflejo por el que el hombre atisba las imágenes más recurrentes de una época.



Atrás quedaron los rebeldes underground, aquellos jóvenes de los sesenta y los escasos directores que se impusieron como lema decapitar la acumulativa persistencia de la exactitud y la eficiencia.



Aunque el cine es luz, ha ingresado en la larga noche de la oscuridad y del olvido. Los encargados de conducir la pesada carreta de la llamada opinión pública echan mano de su recurrente superficialidad para proyectar una narrativa de análisis común y de admiración por lo fastuoso. Huyen de los argumentos intelectuales y sesudos. Productores y directores, atrapados en la red de la ganancia, sacrifican sus ilusiones, en busca de un acartonado paraíso donde el fetiche franquea la puerta de la ilusión masiva.



A pesar de tantas fórmulas y hornos en los que se cuece el pan de cada película con los mismos ingredientes algunos arriesgados, desde la segunda década del siglo XX, no han entregado las “lastas” en su empeño de mirar al cine como arte de las imágenes en movimiento.



Andrei Tarkovski, regala un auténtico valor cinematográfico en cada una de sus películas, Warhol afirmó que el cine, aún en sus términos más abstractos e ideales, sigue siendo en esencia concreto, sigue siendo arte de la luz, del movimiento y del color. Bajo estos principios extraños personajes y algunos grupos se dan, de cuando en cuando, maña apara que el cine no desaparezca en las falaces operaciones de los ejércitos y en los juegos patriotas, cuando no en las bombas sexuales y en las alquimias desbordadas de los efectos especiales.



Contra la amenaza del Jedi de neón y de la castración visual masiva, fenómenos cinematográficos de ruptura, cuyo común denominador es la búsqueda de respuestas a las inquietudes , contradicciones, retos técnicos y narrativos han surgido tendencias y maneras de entender el cine cuya estructura deja respirar al arte y a las fuerzas de oposición dentro del cine del siglo XXI.



El centro de todo esto es el hombre, su sensibilidad y sus conflictos. Tenemos entonces en esta lucha desigual a los cines nuevos (desde la década del 50 del siglo XX), los cines underground y “off . off”, los cines independientes y los llamados nuevos cines europeos, asiáticos y africanos. Lo nuevo siempre es una explosión. Sus películas desaparecen muy rápido de las carteleras pero, como paradoja extraña, sigue existiendo en la conciencia de hombres y en los anales más persistentes de la historia del séptimo arte.



Estamos lunáticos, dogmáticos (en cuanto persisten en mirar el cine, no como un registro sino desde la ruptura, estructura narrativa despojada de implícitos acuerdos , estética novedosa), aparecen de cuando en cuando y siempre en luna llena, a plena luz, en el momento en que las sombras se reconocen y no todos lo gatos pardos viven a la espera de ordenes.



Los más recientes, o quizá los más publicitados, se agrupan bajo “Dogma 95”. Directores daneses (Von Trier, Kaurismaky, Hallströem y Vintenberg) cansados de tanta “belleza americana” y de sus mayordomos europeos, sorprenden a los soñolientos espectadores con una cámara que rescata los planos secuencias, los movimientos pendulares y arrítmicos que parecen “sacar de eje” y de paciencia a los maestros clásicos tan empeñados en reiterar la matemática del movimiento y la ética plana de los encuadres.



Reconocidos en casi todo el mundo y herederos de la nada de la nada, asesinan la nostalgia con historias reales (Celebración, mifune, los idiotas), personajes cotidianos e historias en las que el hombre recupera su dimensión de ambigüedad, deseos frustrados y alteraciones de cara a un orden mentiroso e inmoral.



Con estos lunáticos el cine recupera, por lo menos con un ojo, algo de la luz perdida en los inmensos estudios en los que el cine ha llegado a ser una prolongación de las mentiras mediadoras de un hombre que ve el siglo nuevo con ojos de engaño y desconcierto.