Home

Nación

Artículo

E N T R E V I S T A

Dolor de madre

La Casa del Teatro presenta una muy breve temporada de la obra ¿Dónde están mis hijos? Una mirada muy particular al tema de la violencia y el desarraigo.

Eduardo Arias
11 de junio de 2001

En un escenario circular (como la historia de Colombia, que da vueltas y vueltas en una espiral de muerte, desarraigo y violencia) la actriz Rosario Jaramillo representa el más doloroso de los papeles de un país en guerra: el de las mujeres (madres, esposas, novias), que de acuerdo con la definición de cualquier politólogo son "sujetos no armados del conflicto armado". Ellas ponen a sus hombres, ellas sufren porque no vuelven, ellas se desgarran porque cuando los encuentran están muertos y tienen que enterrarlos.

¿Dónde están nuestros hijos? lo dirige Beatriz Camargo, lo interpreta Rosario Jaramillo y es un montaje que combina unos pocos elementos simbólicos. Rosario Jaramillo luce una falda con los colores de la bandera de Colombia. En su maquillaje se refleja el polvo de los caminos, un polvo que la hace ver vieja y que, a medida que avanza la obra y el sudor lo va limpiando genera la sensación de que a medida que avanza la obra esa mujer se vuelve cada vez más joven. Los colores desteñidos y sucios de la falda tricolor que cubre el cuerpo de esa mujer al borde de la demencia son una metáfora de la Colombia de hoy.

Una camisa que la acompaña a lo largo de los 50 minutos que dura la obra representa a los hombres que se han ido. Una mata de maíz representa la madera. Un enorme candelabro rojo con sus velas prendidas el colorido de las fiestas populares y los aspectos fetichistas de la religión pero también la alegría, el amor, el placer y la felicidad. Unas campanas que recuerdan la severidad de la muerte representan el dolor. Un círculo en el piso con una cruz blanca el cementerio, la serenidad. Un recipiente con agua, el misterio y el miedo, pero también la esperanza. La voz representa el grito.

Rosario Jaramillo intercala textos de Federico García Lorca, Jorge Luis Borges y Eduardo Galeano con cinco cantos tradicionales de Colombia. Un canto guerrero guahibo-sukani, del Vichada, pide protección y representa la tierra y el ritual de la guerra. Un canto de vaquería de las sabanas de Córdoba representa la madera, la rabia y el trabajo. Un arrullo del litoral pacífico representa el metal, el dolor y el rito funerario. Una guabina veleña representa el fuego y la fiesta. Un canto indígena que les consiguió Jorge López, integrante del grupo musical Yaqui Kandru, cuyo origen ellas desconocen, representa el agua y el miedo.

La obra comienza con una obertura en la que se presentan estos cantos y luego, como en la tragedia griega, desarrolla cinco momentos emotivos: el agón (la lucha), el pathos (la pasión), el threnos (el lamento), la anagnórisis (la develación) y la apoteosis (la dicha). Beatriz Camargo y Rosario Jaramillo cambiaron un poco el orden y su significado original. Comienza con el lamento, luego el agón (que ellas lo ven como el desasosiego), luego el pathos, la anagnórisis y la apoteosis, que para ellas significa la visión y la esperanza.

El origen de este montaje fue Voces de la tierra, un trabajo de posgrado en voz escénica que desarrolló Rosario Jaramillo junto con Beatriz Camargo. Este ejercicio, que la llevó a investigar de manera muy profunda las técnicas vocales que exige interpretar estos cantos, se convirtió en ¿Dónde están mis hijos?

SEMANA: ¿Por qué un trabajo antropológico y académico se convirtió en esta pieza teatral?

ROSARIO JARAMILLO: Sentí la necesidad de hablar de lo que pasa en Colombia y, sobre todo, de lo que sufren las mujeres involucradas en la guerra. Aproveché esta investigación, que de alguna manera representa la diversidad cultural de Colombia que está desapareciendo, para hablar del dolor de las mujeres que pierden y buscan a sus hombres.

SEMANA: ¿Cómo fue el proceso de aprendizaje de estos cantos tan alejados del concepto de una canción común y corriente?

R.J.: La tesis planteaba un método para apropiarse de estos cantos tradicionales. Cómo lo canta un actor urbano. Pero no se trataba de ver cómo los cantan ellos e imitarlos sino imaginar cómo se deben cantar. A partir de allí elaboré mi manera de interpretarlos y aprendí las técnicas vocales para hacerlo.

SEMANA: Se nota un esfuerzo vocal muy grande. Por ejemplo, cuando canta a todo pulmón con la garganta, ¿eso no la deja ronca?

R.J.: Si uno está sintonizado con la emoción del momento la voz no se daña. Cuando uno discute con alguien a grito herido no queda ronco porque es un efecto de la emoción de ese momento. Uno daña la voz cuando el esfuerzo no está conectado con una emoción.

SEMANA: ¿Cómo definiría usted esta obra?

R.J.: Ante todo esto requiere de un entrenamiento corporal y físico muy fuerte. Es algo muy energético. Yo pienso que no es teatro realista. Es más bien un trabajo emotivo, basado en emociones primarias. Aquí no hay, como en los dramas de Chejov, subtextos ni conflictos sicológicos, que se dice una cosa mientras se piensa otra. Esto es expresión al rojo vivo.

SEMANA: Es casi como un rito, una ceremonia.

R.J.: Aunque no es un teatro ritual mucha gente lo ve así.

SEMANA: ¿Se basó en alguna técnica o estilo teatral para desarrollar este montaje?

R.J.: A mí me gusta mucho el teatro oriental y hay muchas influencias del teatro hindú. De hecho cuando presenté la obra en la India les gustó mucho, se sintieron identificados con la tragedia de sus hermanos de Pakistán, que están en guerra.

SEMANA: ¿No cree que el país está un poco saturado del tema de la guerra, los desaparecidos, los desplazados?

R.J.: No. Al contrario. A la gente le gusta ver esos temas y hablar de la violencia. Esta obra, sin ser un panfleto político, plantea un tema que nos atañe a todos. De alguna manera yo grito lo que muchas madres quisieran gritar y no pueden. De pronto en Bogotá el público sale de la sala sin expresar demasiado sus emociones. Pero en las provincias la gente, cuando termina la obra, se quedan en el teatro porque sienten la necesidad de hablar, de exorcizar el dolor.

SEMANA: ¿Cuál cree usted que es el papel del teatro en las circunstancias actuales del país?

R.J.: Yo pienso que el arte no está para dar soluciones. Es más bien un espejo que nos muestra las cosas tal como son. Esta obra dice que el dolor es así. Ver la violencia de un modo artístico nos permite sublimarlo, sacarlo de ese letargo superficial de los noticieros que vuelven la violencia y el dolor algo cotidiano y a la vez muy lejano.