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EDUARDO SANTOS

¿Cómo veía Juan Lozano y Lozano al doctor Eduardo Santos y a El Tiempo en 1934? Con ocasión de los 100 años del nacimiento de Santos, SEMANA publica el siguiente polémico documento.

JUAN LOZANO Y LOZANO
26 de septiembre de 1988

Lord Northcliffe era un hombre fuerte, de escrúpulos escasos, de ojos de acero y garra poderosa. En las fotografías nos aparece con un perfil de rasgos firmes, amplia frente, recta nariz, labios inmóviles habituados al mando. Menos severo en sus rasgos faciales, Gordon Bennett nos da sin embargo en sus retratos una impresión de dominio incontestable con su ancha fisonomía, a la vez plebeya e imponente, clásica y apetecida entre los capitanes de industria americanos. Radicalmente diverso en su ánima y su aspecto de esos dos grandes zares del periodismo, el doctor Eduardo Santos rige entre nosotros un imperio menos vasto pero más efectivo, una tiranía menos complicada pero más resentida, con la mano desmayada con que Felipe IV, en los bellos versos de Manuel Machado, usaba sostener el guante de ante, en vez del cetro de los reyes de España.
Los grandes capitanes amaron las insignes empresas como canales de evasion a su energía desbordante, como medios de distinción, de servicio, de fama o de dominio. No asi el doctor Eduardo Santos, quien con ejemplar consagración, en dos décadas de labor benedictina, levantó, piedra a piedra, una fortaleza inexpugnable, con el solo objeto de guarecerse detrás de ella. Hombre modesto y tímido, enemigo del dinero, del brillo y los altos honores, catador sin pretensiones de lo más selecto en el arte y en la literatura, el doctor Santos se presenta ante quien con él converse sin conocer su historia, simplemente como un caballero letrado y distinguido. No puede imaginarse el desprevenido interlocutor. que ese hombre mesurado y sencillo disponga en su país de influencia tan vasta y decisiva.
Porque El Tiempo, sin lugar a duda, es no el cuarto, sino el primer poder de la república. En sí mismo un gran periódico por su presentación, por su información, por sus grandes recursos financieros que le permiten afrontar en un determinado día cualquier extraordinario gasto que la situación exija, goza por otra parte de un absoluto monopolio de hecho en el campo del periodismo, que lo hace incontrastable. Entre El Tiempo y todos los demás innumerables diarios del país no hay disputa, porque no hay graduación. Si en Bogotá se construyera mañana una casa de cien pisos, esa casa se destacaría sobre las demás habitaciones como se perfila El Tiempo en el horizonte del periodismo nacional.
Para la expresión del pensamiento y para la difusión de las noticias la alternativa en el país es ésta: lo que se publica en El Tiempo se lee en toda la república; lo que no se publica en El Tiempo permanece inédito. Piénsese en la influencia que semejante circunstancia ejerce en la formación de la opinión colombiana. De aqui que los políticos prefieran mil veces un agravio de El Tiempo al silencio de El Tiempo; de aquí que, conscientes de esa arma formidable, los individuos que forman el staff del diario hayan aprendido a manejar el silencio acerca de ciertos hechos y de determinados personajes, con exquisita diligencia. No figurar en las informaciones de El Tiempo es, en esta tierra nuestra de Colombia, exactamente lo mismo que estar muerto.
Y este poder de vida y muerte sobre los ciudadanos, este timón precioso, esta eficaz palanca, ¿en cuál forma han sido usados por su propietario? ¿Qué servicios ha prestado a la república tan eficiente maquinaria? ¿Qué rumbo ha marcado a los ideales y a las actividades de la ciudadania colombiana tribuna tan conspicua? Porque hay que tener en cuenta que El Tiempo, a diferencia de los grandes rotativos europeos y americanos, tiene el privilegio de gozar de una libertad de expresión absoluta. Libertad que no le proviene únicamente de la solidez de nuestras instituciones republicanas, sino de su propia constitución interna. El Tiempo pertenece únicamente a Eduardo Santos; él lo tomó en la cuna y lo ha conducido por esfuerzo propio, paso por paso, hasta su culminación en una formidable empresa. A ningún accionista, a ningún acreedor, a ninguna institución oficial o privada debe El Tiempo cuenta de sus opiniones. De aquí que la responsabilidad de ese periódico por lo que ha hecho y por lo que ha dejado de hacer resida exclusivamente en su director y propietario.
Es justo adelantar en favor de El Tiempo aquella fiche de consolation que dejaba el genio sarcástico de Brantome para lo último; si no reparadora, suave mano de unguento sobre la herida abierta. Y es que la primera impresión que produce El Tiempo en las gentes ecuánimes es la de un desinterés perfecto, la de una moderación caballerosa, la de un sensato patriotismo, la de una generosa amplitud de criterio. Nadie niega que Eduardo Santos está en capacidad de hacer un sayo de su capa; y que si ataca a este gobierno o defiende a aquel otro, de ninguna de las dos actitudes deriva en particular beneficio personal alguno. Todos sabemos que, a excepción de breves períodos durante los cuales ha estado ausente el doctor Santos, nunca contravino El Tiempo, con respecto a las personas, las reglas de la más exigente caballerosidad política; la contumelia y la calumnia no prosperan en los predios de El Tiempo. Igualmente es por todos aceptada la buena intención en el servicio de la patria que preside las campañas de ese diario; y se acepta también que, mal que bien, dicho periódico ha contribuido en los últimos tiempos al estable implantamiento, si no precisamente de las ideas liberales, si del Partido Liberal en el gobierno. Se reconoce finalmente que con generosidad equitativa El Tiempo ha creado sin distinción de partidos ni de ideas, casi todos los grandes y pequeños prestigios de nuestra actual vida política. Poca cosa, por ejemplo, sería en este país el doctor Laureano Gómez sin la publicidad, primero favorable y luego adversa, que le ha prestado El Tiempo.
Pero en lo que se refiere a la orientación de los asuntos públicos, de las cuestiones de interés patriótico, de los ideales de vida colectiva, ¿ha cumplido El Tiempo la gran misión que su prominente puesto en el panorama nacional parece señalarle? No, en manera alguna; que antes bien El Tiempo ha realizado la vocación contraria de ser el supremo desorientador de la vida colombiana. La anímula blándula, vágula, trémula del doctor Santos se ve pasear por las almenas de la temida fortaleza, y hay una desproporción profunda entre la autoridad externa del periódico, que le deriva de su circulación y su formato, y el temperamento por excelencia indeciso de quien lo dirige. Así que hoy el periódico proclama una cosa y mañana la contraria, para volver más tarde sobre la idea primitiva. Los hombres para El Tiempo son un día geniales, mediocres al siguiente, después cadáveres indignos de figurar en letras de molde. Así que el lector de un lejano municipio, en quien los papeles impresos ejercen influencia decisiva, piensa que causas superiores a su alcance o vedadas a su conocimiento han determinado los continuos cambios de frente del periódico, y sigue ciegamente el derrotero en ziz-zag que le marcan sus editoriales. De aqui que en Colombia, en un momento dado de grave conflicto, no se pueda contar con una opinión pública atendible.
Y lo grave es que esta vacilación, que este proceso de inconfesadas rectificaciones, no se refiere únicamente a las cosas y a los hombres de poca monta de la diaria política, sino también a los problemas fundamentales de la vida nacional. ¿Conviene a este país, conviene en general a la América hispana un amistoso acercamiento a los Estados Unidos, o bien una política de prevención y altaneria contra verosímiles abusos de la fuerza? Para formar una opinión sobre este asunto, consúltese El Tiempo de 1928, en los días de la Conferencia de La Habana; El Tiempo de 1930, en los días del contrato Chaux-Folson; El Tiempo de 1934, a raíz de las conferencias del doctor López en su cátedra de Economía. Y trátese luego de optar por una política internacional en consonancia. ¿Representan un beneficio o un perjuicio para la economía de un pueblo pobre los grandes empréstitos externos? Véase lo que decía El Tiempo a mediados de la administración Ospina, y en el ocaso del gobierno del doctor Abadía. ¿Debe un pueblo afrentado e invadido oponer la fuerza a la violencia, o debe someter a disputa y arbitraje su derecho perfecto? Recuérdese lo que enseñaba El Tiempo cuando el Perú propuso que debatiéramos el caso de Leticia ante la Unión Panamericana, y lo que, con diferencia de pocos meses, sostuvo con relación al mismo debate en Ginebra y en Río Janeiro.
No se trata en estos tres casos, que por brevedad he citado, de opiniones modificables a causa de una modificación en las circunstancias exteriores, sino de contradicciones flagrantes en la consideración de disyuntivas eternas. Pero no es sólo eso. Sino que el sostenimiento de causas difíciles de sostener, implica todo un cortejo de procedimientos reprochables, cuyo empleo mancilla y rebaja el carácter del pueblo. No puede atribuirse personalmente a ese perfecto caballero que es Eduardo Santos la comisión directa de infracciones a la ética periodistica, pero es lo cierto que el vaivén de sus opiniones impone a sus colaboradores el empleo de una elaborada táctica de adulteraciones y omisiones. Tal la inflación deliberada de ciertas noticias, y la consuntiva deflación de otras; tales el silencio pasivo acerca del lado flaco de lo que se defiende y el silencio activo enfocado contra quienes peligrosamente sostienen causa opuesta; tal es el desusado encumbramiento de figuras mediocres y el derribo inusitado de sólidos prestigios. Frescos están en la memoria de los testigos presenciales dos famosas invenciones de El Tiempo: la marcha de la paz, deliberada falsificación de valores morales; el formidable triunfo parlamentario de un ministro balbuciente, deliberada falsificación de valores mentales.
El periodista debe a sus lectores una información completa e imparcial de los hechos y una opinion parcial sobre ellos. No es posible que quien dirige y tiene una responsabilidad reconozca la razón un día a los unos y otro a los otros. Bien está la tribuna libre en los órganos de publicidad; pero una cosa es la opinión eventual de un articulista, y otra cosa es la opinión del periódico, que debe manifestarse en la labor orgánica y coherente de los editoriales. Bien se ha dicho, con frase tan manoseada como bella, que un periódico debe ser como una antorcha.

Es el doctor Santos uno de aquellos temperamentos menos adaptados y menos adaptables a la vida de la política; y sin embargo, por una frecuente jugada del destino, no sólo en la política le ha tocado agitarse al través de la vida, sino que en ese campo ha conquistado numerosos laureles y uno de los puestos más elevados que puede ambicionar un ciudadano. Efectivamente, el doctor Santos es casi un presidente de la República, si él hubiera tenido un poco más de coraje o un poco menos de delicadeza personal, muy fácil habria hallado escalar ese puesto en cualquiera de las dos últimas campañas electorales para la primera magistratura. Y el país ve como cosa muy verosímil y corriente que recaiga en hombros del director de El Tiempo la sucesión del doctor López.
Pésimo mandatario seria o será Eduardo Santos. No por falta de luces, no por falta de rectas intenciones de servir a la patria, no por falta de interés por los asuntos públicos; sino a causa de un defecto incorregible y gravísimo, que es consubstancial con su naturaleza e incompatible con las funciones de director de un pueblo. Eduardo Santos es demasiado generoso y bueno.
Ningún espíritu más hospitalario, ningún corazón más desprendido ninguna mano más larga y más abierta que el espíritu, el corazón y la mano de Eduardo Santos. Sus deficiencias como político derivan de sus excelencias como señor de la vida y de la inteligencia. Su inmensa capacidad para hacerse cargo de las razones y de los dolores de los otros lo imposibilitan para la afirmación definitiva y para la aplicación de las sanciones penales. Santos es de los que piensan que si se examinan las cosas en su íntimo fondo, todos los argumentos y todas las actitudes tienen una razón de ser humana. Bella disposición del individuo, que conduce a la impunidad y a la anarquía social.
Nota predominante en el carácter del doctor Santos es su incapacidad para la acción enérgica que no toma en cuenta los deseos, las aspiraciones los sentimientos de los otros. No puede Santos dejar de conceder beligerancia en la formación de sus determinaciones a aquellos individuos a quienes esas determinaciones habrán de afectar directa o indirectamente. Está convencido de que aun en el fondo del cerebro más oscuro y del corazón más depravado arde una pequeña lucecilla de bondad, de verdad o de belleza, y es su especial cuidado no ir a aplastarla con la planta brutal de los conquistadores. Como el viejo maestro cuyas obras formaron su espíritu, ha ido Eduardo Santos por la vida inseparablemente, de la mano de dos diosas: la ironía y la piedad. La primera alegra las horas con su sonrisa; la segunda las santifica con sus lágrimas. No es cruel deidad la ironía que Anatole France invocaba, no hace ella mofa de las cosas buenas y bellas; enseña sólo a convivir sonrientemente con tantos necios y con tantos pícaros como encontramos por el camino, y a quienes, si no fuera por ella tendríamos la debilidad de odiar o despreciar.
Nacido en Tunja, estudió Santos en Bogotá la carrera del derecho, que jamás ha ejercido, y vivió luego en París algunos años. A su regreso a Bogotá compró a Alfonso Villegas Restrepo la incipiente empresa de El Tiempo, que aquel acerado periodista había creado y sostenido con ejemplar denuedo. Durante muchos años, ya en poder de Santos, El Tiempo continuó siendo un periodiquillo sin información, de precario formato, puesto al servicio del gobierno republicano del doctor Restrepo. Entonces El Nuevo Tiempo del maestro Arciniegas mandaba la parada en asuntos políticos; y mucho más importantes que el modesto diario semioficial del joven periodista eran sus contemporáneos El Liberal, del general Uribe y El Republicano de Tirado Macías. Luis Cano había dado grande impulso a la Gaceta Republicana, y por el año de 1915 Olaya Herrera transformaba el periodismo nacional con la introducción de la primera semirrotativa y de material moderno para su diario. Más tarde El Espectador de Medellín hizo su aparición en Bogotá, dirigido por Cano y Nieto Caballero. El Tiempo no pesaba mucho en la vida colombiana.
Pero un proceso de eliminación se fue cumpliendo, por obra de las cosas, y del formidable administrador de El Tiempo, don Fabio Restrepo. A tiempo que las demas empresas iban muriendo o decaían, el periódico de Santos, sustraído al ambiente romántico del diarismo circundante, en donde no se cobraban suscripciones ni avisos a los copartidarios, pero en cambio las deficiencias de presupuesto se cubrían con cuotas voluntarias, ese periódico se regía por métodos estrictamente comerciales, introducidos por don Fabio Restrepo. Todo esto es historia contemporánea, y parece sin embargo tan lejano. El republicanismo se liquidó antes del año veinte; y con diferente rótulo pero con idéntico temperamento los periódicosrepublicanos hicieron oposición tranquila a los gobiernos de entonces en nombre del liberalismo. Luego El Tiempo adquirió un equipo moderno y fue creciendo en calidad y en preponderancia como espuma, hasta hacerse no sólo la primera empresa politica sino la más sólida empresa industrial de la república.
He aquí cómo, acaso sin ambicionarlo, acaso sin pensarlo siquiera, pasó un día el doctor Santos de gentil dilettante de la política y las letras, a personaje de primerísima importancia en la política, dueño de la opinión ciudadana, hacedor y desfacedor de presidentes. Del 8 de junio de 1929 para acá, sobre todo, día en que empezó el derrumbe de la oligarquía conservadora, el doctor Santos es la figura por excelencia presidenciable de la república. Su actuación reciente en Ginebra, el más desinteresado, noble y funesto de los errores colombianos, ha sacado el nombre del doctor Santos fuera de los linderos de la patria, a tiempo que los peruanos estaban instalados dentro de esos linderos.
Largo y difícil aprendizaje para el doctor Santos éste de caudillo, para el cual empieza por traicionarlo su fisonomia. Ninguna expresión mas comedida ni pacífica que la de esta faz regular de hombre de sociedad, de hogar y de biblioteca. Elegante y sencillo, agradable en su trato como pocos señores, apóstol de la moderación y ajeno a la ambición, a la vanidad, a la intriga, al sindicato, al comité y la junta, sólo su bella voz timbrada le presta una similitud con los políticos activos.
Ninguna tentación de la fortuna o de la fama ni lecturas prolijas ni viajes dilatados, ni ninguna de las cosas que anhelamos los hombres y que Santos recibió de la vida a manos llenas, ha distraído a este hidalgo de su modestia laboriosa y sonriente. Su casa, modelo de perfectos hogares, es el reino en donde resplandecen, mejor que en el de la lucha política, sus insignes virtudes. Allí, junto a la juvenil figura enlutada de una mujer cuya cabeza espiritual y fina hubiera servido de modelo para las testas de ángel de Lorenzo di Gredi, comparte Santos su corazón y su bolsa muníficos con todo aquel que, de donde quiera que viniere, haya de ellos menester; y su discreción es tan grande como su benevolencia. Yo sé que Eduardo Santos me perdonará los reparos que atrás hice a la labor de El Tiempo; lo que sí no habrá de perdonarme es la revelación de su caridad ardiente y silenciosa.