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La educación es uno de los ámbitos privilegiados de discusión política y uno de los asuntos más sensibles para los ciudadanos. | Foto: Semana

ANÁLISIS

Colombia desconoce la educación sexual y sus leyes

Las políticas de género no buscan que todos sean homosexuales. Buscan que el que es gay esté protegido y pueda desarrollar, contrario a lo que ha dicho Salazar, su humanidad.

Andrés Caro Borrero
15 de agosto de 2016

El hecho que la Iglesia católica, en cabeza de su máximo jerarca en Colombia, invite a los ciudadanos para que protesten en contra de la política de inclusión en la educación sexual en los colegios, habla del desconocimiento que hay tanto del contenido de la educación sexual como de la jurisprudencia de la Corte Constitucional. Es un testimonio, también, del desconocimiento de los fines del Estado Social de Derecho y de las expectativas sociales que plasmó la Constitución Política. El cardenal Salazar dijo en su declaración de prensa que “nosotros rechazamos la implantación de la ideología de género en la educación en Colombia. Y eso es perfectamente claro. Y las marchas de mañana van a ser en ese sentido también sumamente claras. Se rechaza la ideología de género. ¿Por qué? Porque es una ideología destructora. Destruye al ser humano: al ser humano varón y mujer. Lo destruye. Le quita el contenido fundamental de la relación complementaria entre varón y mujer”. El cardenal también criticó la postura de la Corte Constitucional porque “ha tomado el puesto del Congreso (…) La Corte Constitucional tiene un papel muy concreto: determinar la constitucionalidad o la no constitucionalidad de una ley”.

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La ‘Ideología de género‘ a la que acude el cardenal Salazar para arengar a los posibles marchantes parece ser una terrible creación contemporánea que busca convencer a todos de que las mujeres no son mujeres y de que los hombres no son hombres, y que son, más bien, algo vago –vacío, en la insinuación del cardenal, y carente de sustancia humana–. Eso en la menos extrema de las interpretaciones de la ‘ideología de género’. Una postura más radical, y muy repetida en estos días, establece que la ideología de género es simplemente una estrategia del lobby gay –encabezado, naturalmente, por la ministra de Educación– para hacer de nuestros niños y niñas unos maricas o unas lesbianas.

La palabra ‘ideología‘ parece indicar algo irracional, irrazonable y que busca implementar agendas ocultas, cuando no, sencillamente, adoctrinar. Sin embargo, y esto lo debería saber el cardenal –y quizá lo sabe y por eso utiliza la palabra–, la ideología es un sistema de creencias y valores que sirve para preservar el status quo y para evitar la emancipación. El cardenal debería saber esto porque la iglesia católica ha sido acusada, con razón, de ser uno de los principales instrumentos ideológicos para el mantenimiento del status quo.

En aporte a la discusión del término ‘ideología‘ puede ver "Los marchantes, o el oscurantismo"

Las políticas de género y de diversidad no buscan hacer que todos sean iguales. Precisamente buscan lo contrario: buscan celebrar las diferencias y defender a quienes son diferentes. Son instrumentos de cambio que permiten a las minorías acceder a los derechos, y ejercerlos, de forma tal que estén seguros y que sean protegidos por el Estado y las instituciones. Las políticas de género no buscan que todos sean gays. Buscan que el que es gay –o lesbiana, o trans o mujer– esté protegido y pueda desarrollar, contrario a lo que ha dicho Salazar, su humanidad: una humanidad particular, propia, quizá lejana a los estereotipos siempre tan excluyentes y siempre tan limitados que dictan lo que es “varón” y lo que es “mujer”. Y estas políticas, desarrolladas a pulso por la jurisprudencia de la Corte Constitucional, por leyes de la República y por políticas públicas motivadas por reclamos privados y movimientos sociales hacen parte ya de nuestro ordenamiento jurídico y de la forma particular como en Colombia hemos imaginado y construido el Estado Social de Derecho. Parece repetitivo pero es necesario volver a decir que nuestro Estado, y los derechos fundamentales que este protege y que emanan tanto de la Constitución Política como de los tratados internacionales, se funda, también, en la protección de las minorías de los posibles abusos, acosos de las mayorías, de su matoneo. Así que cuando una asambleísta dice cosas como que la “mayoría de los colombianos no creemos en la ideología de género” o cuando una senadora y su esposo quieren someter a votación los derechos de una minoría, ellos, precisamente quienes son garantes de la Constitución, desconocen uno de los fundamentos básicos de nuestra democracia que es también uno de sus límites: aquel que, y lo repetimos, tienen las mayorías de interferir con los derechos fundamentales de las minorías.

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El hecho de que este debate se destape en medio de una discusión sobre la educación no nos debería sorprender. La educación es uno de los ámbitos privilegiados de discusión política y uno de los asuntos más sensibles para los ciudadanos. No en vano parte importante de la discusión sobre los derechos civiles en Estados Unidos se intensificó gracias al debate sobre la segregación racial de los colegios y gracias a la decisión de la Corte Suprema de Justicia de Estados Unidos (acusada, como aquí se acusa a la Corte Constitucional, de no ser elegida por elección popular, profundizando la confusión entre la democracia y la elección directa de funcionarios públicos) en el caso de Brown v. Board of Education of Topeka (Brown contra la junta de educación de Topeka). En esta decisión, la Corte Suprema estableció que las políticas de segregación en los colegios de todo ese país eran inconstitucionales y contrarias no sólo la voluntad de algunos sureños sino su misma jurisprudencia al considerar que la doctrina de “separados pero iguales” era también inconstitucional. Los gobernadores de los estados sureños, blancos todos ellos, se opusieron con firmeza a esta decisión y dijeron cosas como las siguientes: “un racista es alguien que desprecia a otro por su color, pero un segregacionista de Alabama es alguien que cree que la educación separada y un distinto orden social es lo mejor para los negros y para los blancos” (dijo George Wallace, gobernador de Alabama), o “que venga el cielo o el infierno, pero las razas no se van a mezclar en los colegios de Georgia” (dijo Marvin Griffin, gobernador de Georgia), o, también, “No hay ningún precedente en la historia en que la raza caucásica haya sobrevivido a la integración social (…) No beberemos de la copa del genocidio” (dijo Ross Barnett, gobernador de Mississippi. Al final, y por órdenes del presidente Eisenhower, fueron los militares quieres escoltaron a los primeros nueve jóvenes afroamericanos (los “nueve de Little Rock”) mientras entraban a una escuela que antes había sido segregada y ante la mirada atónita del gobernador de Arkansas, Orval Faubus.

Estas frases de líderes políticos sureños muestran las ansiedades que surgen en los debates sobre la educación. Pero la historia enseña que al final tienen razón no los que piensan que el mundo se va a acabar porque en una escuela van a entrar otros que nunca antes habían podido entrar, sino, por el contrario, quienes defienden que es precisamente en las escuelas donde todos tienen un lugar. El aprendizaje, dirían los segundos, no sólo se da en la casa gracias a los padres y en las escuelas gracias a los profesores, sino también, y sobre todo, gracias a la diversidad que se ve en los recreos, en nuestros compañeros y compañeras a quienes, a pesar de nuestros prejuicios, debemos respetar y podremos, con seguridad, querer.