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Obama quiere dejar como legado el fin de la guerra fría en América Latina y Santos, en Colombia, quiere dejar la paz con las FARC. | Foto: A.P.

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El nuevo mejor amigo

Después de apoyar la guerra en Colombia durante medio siglo, Estados Unidos se la juega por la paz.

6 de febrero de 2016

En la aparición conjunta en Washington de los presidentes Juan Manuel Santos y Barack Obama, el jueves pasado, el presidente colombiano le dijo a su colega: “No sé si usted sabe que es el personaje más popular en las encuestas de mi país”. Y Obama se rio de sí mismo: “Pero eso mismo no ocurre en Estados Unidos”, respondió. La anécdota resalta la buena química entre dos presidentes que coinciden en que los reciben mejor por fuera de sus respectivas naciones que en los espacios internos. Ambos cosechan aplausos cuando viajan mientras las encuestas de popularidad los golpean en sus países, donde tienen una favorabilidad apenas superior al 30 por ciento. Santos y Obama también convergen en que han enfrentado radicales oposiciones desde la derecha que, tanto en Estados Unidos como en Colombia, los han puesto en dificultades.

Tantas coincidencias sirvieron para fortalecer la cercanía entre los dos mandatarios. En la rueda de prensa Santos estaba relajado y Obama visiblemente emocionado. El lenguaje corporal, los gestos y las risas de ambos resultaron más elocuentes que los anuncios formales y los discursos. Hubo más camaradería que noticias, pero desde el punto de vista político, cada uno aprovechó bien el show.

Santos fue bien recibido en todos los escenarios de Washington. La visita oficial tiene, en los códigos protocolarios de la diplomacia, un nivel superior al de las visitas de trabajo de jefes de Estado, que son cosa de todos los días. La diferencia va desde detalles anecdóticos –como haber sido invitado a quedarse en la residencia de huéspedes ilustres Blair House– hasta una agenda que incluyó no solo a la Casa Blanca sino también al vicepresidente Joe Biden, los líderes del Senado y de la Cámara, al secretario de Estado, John Kerry, una conferencia convocada por todos los think tanks de la ciudad en el nuevo auditorio Ronald Reagan y entrevistas en varios medios de comunicación. También hubo reuniones en foros relevantes desde el punto de vista de la economía. En uno de ellos, la directora del FMI, Christine Lagarde, infló el ego del ministro de Hacienda, Mauricio Cárdenas, con grandes elogios sobre su manejo macroeconómico. Como ha hecho en todas sus últimas apariciones en escenarios internacionales, Santos se concentró en explicar los alcances del proceso de paz con las Farc y en buscar apoyo. Y en Washington –al menos en los círculos oficiales– definitivamente lo consiguió.

Para Obama, la visita del presidente colombiano significó una oportunidad para poner en práctica la estrategia que adoptó para los últimos meses de su administración: dejar un legado histórico que, en política exterior, incluye haber recuperado el liderazgo de su país. En América Latina, la combinación de normalizar las relaciones con Cuba y apoyar al proceso de paz colombiano forma parte de su propósito de pasar del todo la última página de la guerra fría en el continente. Obama afirmó que Colombia pasó “del borde del colapso al borde de la paz” para reclamar que ese giro exitoso se debió a la asistencia financiera de Estados Unidos en los últimos 15 años. De hecho, no fue coincidencia que la visita de Santos a la Casa Blanca coincidiera con el aniversario número 15 del anuncio del Plan Colombia.

Cambio de fórmula

La cercanía de los dos mandatarios hizo recordar la que en su momento también tuvieron Álvaro Uribe y George W. Bush. En los tiempos de la guerra contra el terrorismo, que siguió al ataque contra las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001, y de la seguridad democrática en Colombia, que siguió a la decepción de los diálogos del Caguán, Uribe se convirtió en uno de los aliados más cercanos de Bush. Los aproximaron sus discursos, que enfatizaban la seguridad y la mano dura. En una de sus frecuentes visitas a Estados Unidos, Uribe visitó a Bush en la hacienda de este último en Texas, un hecho interpretado en su momento como una señal inequívoca de amistad. Si hoy el dueto Santos-Obama es funcional a los propósitos de los dos países en 2016, en torno al proceso de paz de Colombia, la pareja Uribe-Bush fue eficaz diez años atrás en los momentos de confrontación a la amenaza terrorista. No por coincidencia, estos dos expresidentes se excusaron de asistir a la ceremonia del jueves en la Casa Blanca. La agenda de la relación bilateral, en manos de sus sucesores, giró 180 grados y hoy gravita sobre la esperanza de paz.

El cambio es histórico. El papel de Estados Unidos en Colombia en el último medio siglo seguía las concepciones propias de la guerra fría: contener al comunismo y comprometer al Estado con la doctrina de seguridad diseñada en Washington y promovida en programas de cooperación con los ejércitos latinoamericanos. Hoy, el presidente que reabrió las relaciones con la Cuba de los Castro, algo imposible hasta hace muy poco, se juega por un plan –Paz Colombia– que tiene sentido en función de las negociaciones con las Farc y de las expectativas sobre un acuerdo inminente. La audacia de Obama se corrobora con el hecho de que este grupo guerrillero todavía figura en la lista de grupos terroristas del Departamento de Estado.

El discurso de Obama sobre Colombia es mayor, en magnitud, que el contenido del nuevo paquete de ayuda que intentará aprobar en el Congreso. Hasta el momento, las palabras pesan más que los números y falta ver el texto que el gobierno entregará al Capitolio el próximo martes 9 de febrero para analizar qué tan profundas serán las diferencias entre Paz Colombia y la versión tradicional del Plan Colombia. Por ahora, el mandatario estadounidense afirmó que la ayuda ascenderá a 450 millones de dólares y que se concentrará en asuntos relacionados con el posconflicto: desmovilización de guerrilleros, programas de desarrollo alternativo en municipios afectados por la violencia, atención a las víctimas y fortalecimiento de la Rama Judicial.

Más palabras que números

Ni en estos puntos nuevos, ni en los que han sido prioridad siempre –seguridad y lucha contra el narcotráfico- Obama dio detalles. Fue más concreto en el tema de un programa de desminado, por 33 millones de dólares, que tendrá como objetivo desactivar todas las minas antipersonal que hay en Colombia, en un plazo de cinco años.

La cifra de 450 millones de dólares no es descomunal ni marca un gran salto hacia adelante. Es superior a los 310 millones de dólares que el Tío Sam le giró en el último año a Colombia, pero se acerca al promedio anual del periodo total en el que el Plan Colombia ha estado vigente. Y la experiencia indica que el Congreso recorta en algún porcentaje las cuantías que solicita la Casa Blanca en el primer borrador del presupuesto de la Nación. En la versión 2016 del debate parlamentario todo indica que, a pesar del celebrado apoyo bipartidista de Estados Unidos a Colombia, el trámite del nuevo plan –Paz Colombia– no será fácil.

Se van a presentar dos tipos de obstáculos. Uno de ellos no tiene nada que ver con Colombia sino con la polarización política presente en Washington. El Legislativo –con mayoría del opositor Partido Republicano- básicamente le bloquea todo a Obama. Ni siquiera le aprueba el nombramiento de embajadores en países cruciales, como el caso de Roberta Jacobson, designada para México, y ha llegado a paralizar las oficinas del gobierno por no autorizar incrementos en el presupuesto. No hay tema fácil para la Casa Blanca en el Capitolio en estos tiempos de polarización política. Tampoco lo será la discusión del Paz Colombia.

También hay oposición

Por otro lado, algunos sectores –minoritarios pero relevantes– cuestionan el proceso de paz con las Farc. Las principales ONG de derechos humanos critican el modelo acordado de justicia transicional. José Miguel Vivanco, de Human Rights Watch, en un artículo publicado por varios medios de comunicación durante la visita de Santos, le solicitó a Obama presionar a su colega colombiano para que endurezca su posición con las Farc y garantice que no habrá impunidad por los más graves crímenes que ha cometido la guerrilla. Senadores receptivos a este tipo de argumentos, como Patrick Leahy, de Vermont, ya anunciaron que condicionarán su apoyo a los desembolsos a que se aplique justicia a los miembros de las Farc. Y Leahy ya impuso condiciones en materia de derechos humanos cuando se aprobó el Plan Colombia en el Capitolio hace 15 años.

En un año electoral, como el actual, la embajada colombiana y la Casa Blanca tendrán que hacer un fuerte lobby para sacar adelante la nueva fase del apoyo a Colombia. Los debates serán duros, y surgirán temas críticos como la impunidad de los falsos positivos, el reciente incremento en la producción de hoja de coca, y el fin de las fumigaciones aéreas.

Santos, en fin, encontró audiencias receptivas en la capital estadounidense. Desde allí, Colombia se ve muy bien en un vecindario que, por el contrario, está cubierto de oscuros nubarrones. De Venezuela no se esperan sino peores tiempos y para sus aliados del Alba no hay mejores perspectivas. Brasil y México son dos grandes en momentos críticos. La economía, en general, va para abajo. Chile ya no está en su cuarto de hora y el problema de seguridad en Centroamérica –de la mano del narcotráfico- ya preocupa a todo el continente.

En un panorama tan sombrío, Colombia -que hace 15 años sobresalía por sus problemas- hoy se ve como una luz de esperanza. Así lo ven el presidente estadounidense y las mayorías en los círculos del poder, con focos pequeños de oposición. Y eso ayuda a que Obama, en la recta final de su gobierno, sea el nuevo mejor amigo de Juan Manuel Santos, que está en vísperas de llegar a un acuerdo de paz con las Farc.