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El año que volvió la esperanza

Análisis del primer año de gobierno de Alvaro Uribe.

Alejandro Santos.
27 de julio de 2003

Alvaro Uribe es el único presidente de América Latina que no lo quieren tumbar sino reelegir. Colombia es, hasta ahora, en esta materia la excepción del continente. El rechazo de los países latinoamericanos a los sistemas partidistas tradicionales desembocó con el nuevo siglo en alternativas políticas improvisadas que tienen a casi todos nuestros vecinos al borde del abismo. En Venezuela, el ascenso de un populista locuaz y de boina produjo la ruina del país. En México quedó claro que no se puede cambiar al PRI por el gerente de Coca-Cola. En Perú Toledo no puedo contener la ira popular y arden sus calles. En Ecuador conocieron a Lucio Guttiérrez y ya tambalea. Y en Brasil y Argentina están por experimentarse Lula y Kirchner. Ya todos los otros se midieron. El único país que tuvo la suerte de que esa frustración se canalizara hacia algo serio fue Colombia. Hacia un hombre puritano, trabajador y conocedor del sistema político. Un sistema que ha explorado al detalle como concejal, senador, alcalde y gobernador. Y a pesar de ser un hijo de la clase política, Uribe se presentó como un disidente y coronó. Y eso es un milagro. En Colombia fue elegido, como símbolo de renovación política, un antipolítico que conoce como nadie la política. Al cabo de un año es evidente que a Uribe le ha ido bien. La popularidad por encima de 70 por ciento demuestra que la gente está feliz, y en política esa es la mejor manera de probar a un gobierno. Se siente que hay Presidente. Después de ocho años de desgobierno, en los que Samper acabó con la política y Pastrana con la paz, los colombianos sienten que alguien cogió las riendas del país. Sin embargo los políticos -y Uribe es uno de ellos- saben que no hay nada más volátil y traicionero que la opinión. Al año de gobierno Samper estaba festejando su 63 por ciento de favorabilidad. Un año después convocaba reuniones en Palacio para no caerse. El gobierno de Pastrana, en cambio, nació muerto. Al año tenía sólo 24 por ciento de popularidad, y así terminó. El caso de Uribe parece ser distinto a los demás. Por una razón fundamental: logró sembrarles la semilla del optimismo a los colombianos. Un país que se había acostumbrado a la imposibilidad de resolver los grandes problemas nacionales, y que se sumió en la desesperanza y la frustración, encontró en Uribe una luz al final del túnel. ¿Por qué? ¿Qué tiene acaso el presidente Uribe para que lo vean como un Mesías? Es cierto que no duerme, no toma trago, carga gotas homeopáticas y hace yoga. Pero su secreto no está en lo ascético o esotérico sino en lo político y mundano. Y concretamente en dos cosas: su estilo y su capacidad de gestión. Su estilo ha revolucionado la manera de hacer política. Y no es producto de una estrategia sino de todo lo contrario: de su espontaneidad. Uribe, el hombre, personifica los valores de la gran mayoría de los colombianos que no son noticia: el trabajo y el sacrificio. Con ese aire de campesino, de ruana y sombrero, y recorriendo los lugares más recónditos del país, el Presidente está ahí a la mano. Se siente cerca. Uribe, el hombre, es el secreto del éxito de Uribe el político. Este Presidente encarna como pocos la tesis de Mac Luhan que revolucionó la teoría de la comunicación: el medio es el mensaje. Y los mensajes son los que el país esperaba ver. En una cultura del dinero fácil y de los atajos el Presidente reivindica la ética del trabajo. Luego del guayabo de los festines y del despilfarro un mandatario impone la austeridad. Y cuando el poder presidencial no salía de los tapetes rojos de Palacio o de la ciudad amurallada de Cartagena, Uribe acerca el poder a la gente y traslada la sede de gobierno a tierra caliente o ¡qué tal! a las narices de las Farc, en Arauca. Y todo eso gusta. No tanto por mérito de Uribe, en cuyas decisiones hay cierto barniz populista, sino porque hacía muchos años que no había un Presidente que sirviera de ejemplo y que trazara una clara línea entre lo público y lo privado. Lo que en política debe ser una condición en Colombia es virtud. Por eso Uribe sigue en la cresta de la ola. Mano dura Su capacidad de gestión también le ha ayudado. Uribe fue elegido con dos mandatos: derrotar a la guerrilla y combatir a los corruptos. Es decir, para ganarles a los malos y salir de los ladrones. Y en los dos frentes ha tratado de coger el toro por los cuernos. Doce meses después se siente un país más seguro. Nadie cree que la guerrilla esté derrotada y muchos analistas piensan más bien que se encuentra en un repliegue táctico, como bien lo enseñó Mao Ze Dong, cuando las ofensivas del gobierno son fuertes. Pero en materia de seguridad se han visto resultados concretos. Durante este año se crearon dos brigadas móviles, tres nuevos Gaula y dos batallones de Alta Montaña en Los Farallones (Valle) y Chiscas (Boyacá). Entraron 10.000 nuevos policías y se vincularon 15.000 soldados campesinos. Con estos refuerzos, según datos del Ministerio de Defensa, la Policía volvió a hacer presencia en 79 municipios, la mitad de los que estaban desprotegidos antes de que asumiera el mando. Según la Federación Colombiana de Municipios, alrededor de 120 alcaldes amenazados volvieron a gobernar a sus pueblos y disminuyeron varios índices de violencia: el secuestro se redujo en una tercera parte, los retenes ilegales en más de la mitad, los ataques a las poblaciones en 78 por ciento y el homicidio en 16 por ciento. El tránsito por las carreteras se multiplicó por tres con las Caravanas Vive Colombia. Los colombianos, que se habían resignado a sentirse rehenes en sus propias ciudades, han comenzado a experimentar por primera vez en muchos años la posibilidad de poder reconquistar el país. Por eso quizás el mayor logro de Uribe en su primer año de gobierno es haber definido una estrategia de seguridad cuyo objetivo central no es perseguir un enemigo sino proteger al ciudadano. Esto plantea un viraje radical de mentalidad en la cúpula militar pues supone un enfoque más de seguridad individual que de defensa. Pero también supone un cambio de actitud de la sociedad, acostumbrada como ha estado siempre a pensar que acabar con el conflicto armado es un asunto de soldados y no un propósito de todos los colombianos. Es clave, sin embargo, que en esta política los territorios recuperados no vayan a terminar siendo consolidados por los paramilitares, como en efecto está sucediendo en las comunas de Medellín y en otras regiones del país, sino por la legitimidad del Estado. Su capacidad de gestión también se ha visto en la transformación del Estado, que es su forma de luchar contra la corrupción y la politiquería. En primer lugar, ha impuesto un nuevo modelo de gobernabilidad. No compra voluntades en el Congreso ni entre las directivas sindicales con puestos y contratos para el primero y prebendas y privilegios para las segundas. Esto ha generado fuertes tensiones internas pero tiene felices a las galerías. Uribe es un obsesionado con la reestructuración del Estado: cuando fue gobernador de Antioquia uno de sus mayores orgullos es haber disminuido a la mitad la burocracia paisa. Ahora, como Presidente, se le ha medido a resolver problemas de muchísimos años en su primer año. Liquidó Telecom, Carbocol, el DRI y el Inurbe, fusionó siete ministerios, escindió Ecopetrol y el Seguro Social y negoció personalmente la convención colectiva de Emcali. Un récord difícilmente igualado por alguno de sus predecesores. No necesariamente todo cambio es para mejorar. Es verdad que algunas de estas empresas estaban quebradas hace rato y se habían convertido en venas abiertas del Estado. Pero también lo es que ordenar su liquidación no las termina y sólo una gestión admirable de largo plazo, sin clientelismo, garantizará que la historia no se repita. Eso plantea un desafío grande al Congreso, acostumbrado por muchos años a funcionar a punta de puestos y contratos que le da el Ejecutivo. Si el gobierno se mantiene firme en no transar se arriesga a un bloqueo legislativo. Eso puede poner a tambalear muchas de las reformas al Estado que aún no ha consolidado Uribe. Peor aún es que puede poner en la cuerda floja las reformas económicas, que de nuevo se hicieron urgentes, con el descubrimiento reciente de que hay un inmenso iceberg a la vista: el hueco fiscal, y que sigue siendo tan peligroso como hace un año. Vuelve el iceberg Uribe arrancó su gobierno a bordo de un Titanic, aunque sólo se dio cuenta cuando el oleaje se puso bravo. Se posesionó justo en el momento de mayor turbulencia en los mercados financieros internacionales y cuando el crédito externo estaba cerrado para Colombia. A esto se sumaba una devaluación desbocada y una pérdida de confianza de los inversionistas en el país. Tan grave era la cosa que el director de Planeación Nacional, Santiago Montenegro, el Leonardo Di Caprio del gobierno, fue quien primero vio el iceberg y sonó las campanas. La deuda pública era un hueco negro. El timonazo se sintió en todo el barco. En cuestión de tres meses el Presidente creó el impuesto al patrimonio y pasó en el Congreso las reformas pensional, tributaria y laboral. Era tal la sensación de pánico que el Congreso, que suele peluquear los proyectos tributarios, aprobó prácticamente todo lo que el gobierno quiso, incluyendo el cobro del IVA para todos los productos de la canasta familiar a partir de 2005. En materia de pensiones Uribe no logró todo lo que propuso, pero la reforma sí incluyó los puntos más importantes para desactivar la 'bomba' pensional. Pero todo esto no bastó y el gobierno concluyó que era imposible tapar el hueco fiscal sin cambiar la Constitución. Por eso incluyó en el referendo preguntas para recortar aún más el gasto y para desmontar los regímenes pensionales privilegiados. De referendo político para cambiar las viejas costumbres pasó a ser un salvavidas económico para estabilizar el país. En el primer trimestre de este año se vio que todas estas medidas no tuvieron un efecto recesivo, como muchos temían. Antes, por el contrario, la economía creció al 3,8 por ciento, la tasa más alta de los últimos cinco años, impulsada por la mayor confianza de los inversionistas y de los propios colombianos, que empezaron a percibir una mejor seguridad. El desempleo bajó de 16 por ciento en agosto de 2002 a 13 por ciento en mayo de este año; un descenso insuficiente, pero esperanzador en todo caso. Hace dos meses se retiró Roberto Junguito del Ministerio de Hacienda en medio de serpentinas y aplausos, y en su reemplazo Uribe nombró a Alberto Carrasquilla. Este último no había terminado de instalarse en su puesto cuando tuvo que hacer un anuncio desconcertante: que el hueco era de cerca de tres billones de pesos, que el presupuesto de 2004 está desfinanciado y que se necesitan más impuestos, otra reforma pensional y más cambios a la Constitución para recortar el gasto. El anuncio es tan absurdo que hay quienes se resisten a creer que sea cierto y desearían oír que se trata de un mal chiste. Pero lo grave es que el Ministro habla en serio. Y lo más preocupante es que, políticamente, el discurso del hueco fiscal a estas alturas no tiene ninguna presentación. El gobierno dice que necesita más plata para sostener el ritmo del gasto en seguridad democrática. Eso se sabía perfectamente desde el momento en que se decretó el impuesto al patrimonio. Plantea también que le tocará gastar una fortuna en pensiones. Nuevamente, era algo previsible y para eso se hizo la reforma pensional. Por último, afirma Uribe, que necesita modificar otra vez la Constitución para frenar algunos gastos y transferencias que están amarrados en la Carta. Pero, ¿no fue eso lo que dijo cuando introdujo las preguntas de ajuste fiscal en el referendo? ¿Por qué no aprovechó para desamarrar gastos en el cambio constitucional de la reforma política que se aprobó hace dos meses? De otro lado, la economía está creciendo más de lo previsto. ¿Cómo justificar, entonces, las nuevas reformas y nuevos impuestos? Es bien difícil, pues todas las razones del descuadre presupuestal eran perfectamente previsibles desde el año pasado, cuando se tramitaron las primeras reformas. Por mucho que intenten disimularlo lo que hubo fue un error gigantesco de planeación financiera. De manera que en el primer año de Uribe el primer timonazo evitó el iceberg pero la neblina se levantó y volvió a aparecer sorpresivamente. ¿Qué va a pasar ahora? Es posible que con la aprobación del referendo se logren algunos ahorros, incluso superiores a los que ha anunciado el gobierno. Pero la situación económica en general es todavía muy delicada. Aunque la economía va por buen camino, en un país en guerra nunca se sabe. La incertidumbre en las finanzas públicas es sin duda el mayor lunar que muestra hasta ahora el gobierno de Alvaro Uribe. Sin comodín Las apuestas de Uribe son entonces muy altas. En el momento más crítico de su historia el Presidente está frente a un póker sin comodín y sin posibilidad de cambio de cartas. Ha hecho seis grandes apuestas y, como dicen en los casinos, está 'resteado'. La primera apuesta es la sostenibilidad de la guerra. ¿Se puede mantener la financiación de la guerra a este ritmo? El Plan Colombia no es eterno y está financiado hasta septiembre de 2004. Aunque la mayor parte de la inversión de las Fuerzas Militares está financiada por el presupuesto nacional, la ayuda de los gringos es definitiva para presionar militarmente una salida negociada. La segunda apuesta es la sostenibilidad del ajuste económico. ¿Cuándo será suficiente? Después de todas las reformas e impuestos el hueco fiscal sigue ahí. Gigantesco. Y todos los intentos por taparlo son ínfimos desde lo fiscal pero enormes desde lo social. ¿Hasta cuándo aguantará el apretón del Fondo Monetario cuando 60 por ciento de los colombianos viven en la pobreza? La tercera apuesta es la sostenibilidad del modelo económico. ¿Se puede reactivar la economía con semejante hueco fiscal de un lado y la guerra del otro? La cuarta apuesta es la sostenibilidad de la recuperación del territorio. ¿Logrará hacer presencia la legitimidad del Estado en las zonas de conflicto a través de maestros y fiscales y no sólo de militares? ¿Con qué plata? La quinta apuesta es la sostenibilidad de su nuevo modelo de gobernabilidad. ¿Aguantará la política de cero puestos con el Congreso? ¿Qué pasará cuando caiga la popularidad del Presidente? La sexta apuesta es la sostenibilidad de la dependencia externa. ¿Podrá el país sobrevivir sin la mano de Estados Unidos? Son apuestas que se definirán en el transcurso de los próximos tres años de gobierno y que medirán qué tan buen jugador es Uribe en el arte de gobernar. Lo cierto hasta ahora es que Uribe logró poner al país frente a sus problemas fundamentales, algo que pocos presidentes habían hecho. Y lo ha hecho porque sencillamente no tiene otra opción: está al filo del caos. A pesar de que va en la dirección correcta los resultados no pueden ser espectaculares en 12 meses. Pero los colombianos han recuperado la confianza de que con Uribe es posible llegar a la otra orilla. Quizá la situación de orden público no haya mejorado sustancialmente y Colombia siga siendo uno de los países más peligrosos del mundo pero existe la sensación de que las cosas están cambiando. Y esa percepción colectiva de que el país puede salir adelante es el primer paso para reactivar la economía y transformar la política. El pesimismo es el peor enemigo del progreso. Y Colombia, a pesar de la magnitud de los problemas, es hoy un país que ha recuperado la esperanza. Y eso se lo debemos a Uribe. ¿Cuánto durará ese romance? Más de lo que muchos creen.