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EL CAÑAZO DE SAMPER

Las amenazas de replantear el papel de la DEA tienen un valor más simbólico que real., 24022

7 de noviembre de 1994

CUANDO EL MIERCOLES DE la semana pasada un confidencial de RCN anunció que el gobierno colombiano se proponía modificar los convenios existentes con la agencia antinarcóticos de Estados Unidos, DEA, la interpretación fue sencilla: era la respuesta a las explosivas declaraciones de Joe Toft, quien después de seis años como director de ese organismo en Colombia, se despidió del cargo con una andanada sin precedentes contra las autoridades y la sociedad colombianas, sin que tales afirmaciones hubieran merecido un claro desmentido de la agencia antidrogas.

La verdad es que desde los primeros episodios de la narcoguerra, la DEA nunca ha tenido muy buena imagen en Colombia y siempre se ha discutido la posible desviación de los objetivos que cumplen en Colombia los más de 50 agentes norteamericanos que tienen como sede central, en principio, el tercer piso, ala norte, de la embajada de Estados Unidos en Bogotá, pero que pocas veces limitan sus actuaciones a esas oficinas.

La presencia de la DEA en Colombia fue aceptada en junio de 1977 por el entonces presidente Alfonso López Michelsen y formalizada tres años más tarde. En un documento suscrito de gobierno a gobierno, se estableció que la Drug Enforcement Administration cumpliría cinco tareas básicas: asistencia logística, apoyo técnico, sustitución de cultivos, intercambio de pruebas y protección de dignatarios. También hubo claridad sobre la prohibición de que los agentes de la DEA participaran directamente en las operaciones antidrogas en territorio colombiano, así como en la elaboración de documentos de inteligencia estratégica.

Estos límites fueron pronto rebasados. Aunque las autoridades colombianas han sido tradicionalmente reacias a reconocerlo, la vinculación directa de agentes de la DEA en actividades de la Policía Antinarcóticos fue cada vez más frecuente desde mediados de la década pasada. Con el paso del tiempo se volvió imposible negar la participación personal de agentes de esa agencia en la muerte de Gonzalo Rodríguez Gacha y Pablo Escobar, así como en las operaciones de persecución a la cúpula del cartel de Cali.

Se hizo tan natural esta actividad de los agentes norteamericanos, que proliferaron leyendas y especulaciones sobre el papel que podía haber jugado la DEA en algunos de los magnicidios de los últimos años, o en la instigación de la guerra entre carteles. Cuando mataron a Rodrigo Lara, Escobar y sus amigos dijeron que había sido la DEA, y muchos colombianos les creyeron. Cuando un carro-bomba colocado por gente del cartel de Cali estalló frente al edificio Mónaco -residencia de la familia de Escobar en Medellín-, se sostuvo de modo insistente que la DEA había colaborado en el atentado.

Esas historias nunca fueron probadas y la indefinición sólo desapareció con las declaraciones de Toft. Y no porque hayan confirmado lo que se especulaba, sino porque fueron una especie de florero de Llorente que llevó al gobierno de Ernesto Samper a jugarse la carta de amenazar a Washington con el retiro de la DEA de Colombia.

La amenaza ha llegado a tomar forma en tres propuestas concretas que podían ser planteadas a Estados Unidos para limitar el papel que juega la DEA en el país. La primera es eliminar el pasaporte diplomático para sus agentes. La segunda, establecer rígidos controles para que éstos no salgan de Bogotá salvo cuando estén acompañados por un oficial del Ejército o de la Policía. Y la tercera, que la DEA designe un solo interlocutor para entenderse con las autoridades colombianas sobre todos los temas.
Pero todo esto puede ser más formal que real, y responder más bien a una estrategia de imagen interna de las autoridades colombianas, en un acto de dignidad nacional para responder a las declaraciones de Toft. Entre otras cosas porque como la mayoría de los agentes de la DEA trabajan de manera encubierta, inclusive para las autoridades colombianas, estos acuerdos pueden ser simplemente un saludo a la bandera. El propio director de la DEA, Thomas Constantino parece haber entendido el mensaje, y por ello visitó el viernes pasado al ministro de Defensa Fernando Botero en la sede de la embajada colombiana en Washington. Allí brindó, al final del encuentro, unas amistosas declaraciones, tras las cuales es fácil deducir que las cargas se están arreglando y que, como debe necesariamente suceder entre el primer productor y el primer consumidor de cocaína en el mundo, a Colombia y a Estados Unidos no les queda más remedio que seguir colaborando en esta materia.