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¿El Caguán de Uribe?

Insistir en una mesa única de negociación con los paramilitares puede acabar con la única tabla de salvación del proceso: hacerlo por separado, en regiones clave.

14 de marzo de 2004

El proceso de paz con los paramilitares pende de un hilo. Desde que se iniciaron los acercamientos, el gobierno ha hecho esfuerzos para diferenciar este proceso del que adelantó Andrés Pastrana con las Farc en el Caguán, y que con su estrepitoso fracaso catapultó el triunfo del presidente Álvaro Uribe. Uno de los principales aspectos en los que el alto comisionado Luis Carlos Restrepo marcó una pauta distinta ha sido en el bajo perfil y la escasa información sobre sus desarrollos.

Por eso, hasta enero de este año, el proceso parecía ir sobre ruedas. A pesar de las dificultades, el cronograma que se propusieron gobierno y Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) en Santa Fe de Ralito se estaba cumpliendo sin aparentes contratiempos. Prueba de ello fue la desmovilización en noviembre de 874 miembros del Bloque Cacique Nutibara, en un acto que dejó muchos interrogantes sin respuesta.

Días después, el 23 de enero de este año, la OEA le dio su respaldo al proceso al comprometerse con la verificación de los acuerdos. Una dosis de optimismo que llegó justo en el momento en que las dificultades se hacían inocultables y que generó una tormentilla diplomática que no pasó a mayores.

Las incongruencias del proceso afloraban por todas partes. Primero, las denuncias sobre la violación del cese del fuego se hicieron desde todas las orillas: la Comisión Colombiana de Juristas, el senador Antonio Navarro, los medios de comunicación, el Procurador y, finalmente, el propio Restrepo.

Al tiempo que esta verdad de a puño se hacía visible, el proyecto de alternatividad penal vivía una génesis que el gobierno no esperaba. Del propio seno del uribismo, en cabeza del senador Rafael Pardo, se abrió un debate público que terminó el viernes pasado con una audiencia en Montería y que deja claro que habrá que buscar fórmulas distintas a las del perdón y olvido, tal como se concibió en el proyecto, lo que de facto se convierte en una promesa de libertad para los paramilitares. Una situación que no le ahorrará disgustos a un gobierno que se equivocó al pretender encontrar primero la fórmula jurídica para el perdón, sin venderle al país con claridad la idea de los beneficios que obtendrá de este proceso de paz, y en particular a unas víctimas que lo mínimo que esperan del Estado es algo de justicia.

Y para rematar las dificultades, la OEA, en boca de su secretario general, César Gaviria, ha dicho que sin concentración de las tropas de las autodefensas no habrá verificación. Cosa que no sucederá mientras no se aclare el marco jurídico en el que se realizará el proceso. El más espinoso de ellos, sin duda, es el tema de la extradición. Cuestión que no puede garantizar el gobierno sin violar tratados internacionales. O sin abocar un proceso de negociación con varios países que no están convencidos de las bondades de esta negociación, ni del carácter político de sus actores.

En medio de todas estas contingencias, saltó otra aún más complicada y que tiene seriamente estancado el proceso: la creación de una mesa única entre los cuatro grupos de autodefensas que están dispuestos a dialogar con el gobierno; las AUC que lideran Castaño, Mancuso y Adolfo Paz; el Bloque Central Bolívar, que opera en Barrancabermeja y el sur de Bolívar; las autodefensas del Magdalena Medio y la Alianza de Oriente, que opera en los Llanos.

El gobierno insiste en que esta es una condición de la negociación, pero la realidad demuestra que esta posibilidad es inviable. A mediados de enero, cuando se suponía que se realizaría la primera reunión de una mesa única, sorpresivamente fue cancelada por las autodefensas y sólo unos días después se conocieron los cruentos combates entre dos facciones paramilitares en el Casanare. Aunque este es el episodio más grave, no es el único. Las desconfianzas y diferencias entre cada una de estas organizaciones son tan profundas, que la congresista Rocío Arias se ha dado a la tarea de interceder entre ellos y buscar que se unan para salvar el proceso. Y a estas alturas, es la única que confía plenamente en ello, pues muchos analistas consideran remota y hasta inconveniente la unidad.

"Quieren forzar en la paz algo que no logró Castaño en la guerra: hacer una sola organización", dice Otty Patiño, director del Observatorio para la Paz. Varios analistas consultados por SEMANA coinciden con él en que para salvar la negociación actual se debe buscar un modelo de mesas separadas, con mucha participación de las autoridades y la sociedad de las regiones, eso sí, con una sola y muy fuerte política nacional.

Es decir, las mesas regionales serían una metodología diferente de hacer un proceso que poco o nada tiene que ver con las anteriores negociaciones que han existido en el país. Particularmente porque muchas de estas autodefensas están en medio de una guerra de mafias, y responden a intereses económicos y políticos muy fuertes con gran arraigo regional.

Y no es que un proceso por regiones sea óptimo, sino que es la única salida viable para un proceso que carece de legitimidad internacional, que suscita desconfianza dentro del país y que ha sido duramente criticado porque se maneja resolviendo los problemas de cada día, sin revelar claramente una agenda.

Para Alfredo Rangel, director de la Fundación Seguridad y Democracia, la fragmentación del proceso se hace necesaria básicamente por la seguridad. Los grupos paramilitares no pueden concentrarse y desarmarse mientras sobre ellos descanse la protección de territorios que representan grandes intereses económicos. Es claro que el Estado no tiene la capacidad de copar todos estos espacios y eso lleva necesariamente al fraccionamiento y a la recuperación, por lo menos parcial, de territorios controlados por ellos. Peor es nada.

Pero salvar el proceso no es el objetivo, sino recuperar la legitimidad del Estado donde se ha perdido. Y eso implica no sólo el desarme de un grupo armado, como ocurrió en Medellín, sino romper el poder coercitivo que han sembrado por años en regiones y barrios. Es decir, sembrar de Estado y democracia estos territorios.

Sergio Jaramillo, director de Ideas para la Paz, considera que hacer un experimento progresivo por regiones, donde se vaya relegitimando el Estado, es el único camino para acabar de verdad con los grupos ilegales.

De hacerse así, el gobierno tendría que enfrentar de todas maneras el otro gran escollo: lo jurídico. Esta semana comenzarán los debates sobre la ley de alternatividad penal en el Congreso, donde según algunos de los ponentes se discutirán propuestas como diferenciar el tratamiento que debe darse a los combatientes rasos y a los dirigentes; se buscarán fórmulas como el sometimiento a la justicia y la extinción de dominio y se avanzará en una propuesta de reparación a las víctimas. En el tema que el Congreso no tiene nada para decir es en el de la extradición.

Por ahora, el gobierno sólo ha dicho que el proceso requiere un timonazo. No más. De parte de las autodefensas, el Bloque Central Bolívar anunció que a partir del 14 de marzo saldrán de Barrancabermeja y otras zonas urbanas. Un repliegue en el que pocos creen, pero que es un mensaje para darle aliento a un proceso moribundo.

Si el gobierno insiste tercamente en una mesa única, puede que se rompa el proceso o que entre en un tiempo de desgaste en el que no pasa nada, como ocurrió con el Caguán. Con una diferencia: mientras para Pastrana el proceso de paz era el centro de su política, para Uribe el tema de la paz es accesorio. Ante una ruptura de un proceso al que muy pocos le auguran éxito, el Presidente tiene más por ganar que por perder. Su silencio puede terminar siendo su mejor aliado, o el signo inequívoco de que el futuro no es nada prometedor y que en poco tiempo la guerra tendría que librarse en varios frentes de batalla.