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EL CONGRESO Y EL ESTOMAGO

Lo peor es la forma olímpica como los parlamentarios desinflaron las espectativas de la opinión

María Isabel Rueda
7 de diciembre de 1992

VARIAS VECES HE ESCUCHADO EL mismo comentario: que la Constituyente fracasó porque el nuevo Congreso es igual o peor que el viejo. Ante la posibilidad de que este juicio constituyera una tremenda injusticia, me dediqué a investigar la verdad. Y la verdad es que es peor, pero de lejos. Primero, porque los pará metros con los que los parlamentarios están acostumbrados a que les exijamos eficiencia son equivocados. El mejor parlamentario no es, ni muchísimo menos, el que asiste a todas las sesiones, ni el que habla de todos los temas, ni el que cita a sus debates la mayor cantidad de ministros, tres crite rios que por desgracia priman entre nuestros congresistas.
La tendencia de los parlamentos modernos es la de que los parlamentarios sean especialistas en pocos temas, que deben manejar con interés y con profundidad. Que tengan una participación importante en los debates que toquen sus temas, absolviéndolos de la obligación de asistir mecánicamente a otros en los que se discutan asuntos que no sean de su especialidad. Que produzcan la menor cantidad posible de leyes, porque el exceso de las mismas conduce a que no se cumpla ninguna. Y que asuman de una vez por todas que no es la presencia de los ministros, sino el tema escogido, el que hace importante un debate parlamentario.
Aclarado el perfil del congresista ideal, pasemos a analizar por qué el actual Congreso es peor que el anterior, comenzando por las pocas cosas que son mejores.
Desgraciadamente el nuevo Congreso es mejor que el viejo en los aspectos que son más aburridos para la opinión. Por ejemplo, en casi todo lo relacionado con el funcionamiento interno. Las reformas de la Constituyente acabaron con la dictadura de las comisiones primera y tercera, que antes eran las únicas que trataban temas importantes. Ahora hay pelota para todos los parlamentarios. Por otro lado, el nuevo mecanísmo de las comisiones accidentales le ha permitido al Congreso tener una presencia ágil y veloz en temas de candente interés nacional como los actuales del racionamiento, la crisis cafetera y la fuga de Escobar. También es cierto que la burocracia del Congreso se ha reducido efectivamente, y a cambio ca da congresista puede tener ahora un pequeño pero sustancioso staff de asesores de cuya categoría dependerá en buena medida el desempeño del parlamentario respectivo. En cuanto a las cosas buenas del nuevo Congreso, pare de contar.
En lo demás es peor que su antecesor. Irónicamente, al haber perdido el Congreso los auxilios, se volvió más subordinado del Ejecutivo, en lugar de independizarse de él. A cambio de los auxilios de repartición personal, que existían antes, ahora hay los auxilios que se manejan a discreción del Presidente y de los Ministros, a través de las partidas globales del presupuesto. Con ese botín la moderna función parlamentaria del control político que los congresistas deben ejercer frente al Gobierno, ha resultado nula. Nunca antes en la historia un presupuesto había sido aprobado más fácil que el reciente. Y quienes sueñan con que la Comisión Accidental por la fuga de Pablo Escobar produzca una moción de censura contra algún ministro se quedarán soñando.
También ha resultado muy malo el sistema de la circunscripción nacional, que aunque ha permitido la llegada de las minorías al Congreso ha alejado peligrosamente al elegido del elector.
Malísimo ha salido el aumento a nueve meses de las sesiones parlamentarias. No sólo no hay tema legislativo para tanto tiempo del Congreso, sino que ahora a los ministros ya no los dejan trabajar: o están citados todo el año al Congreso, o se están preparando para la próxima citación.
Pero quizás lo peor del nuevo Congreso sea la forma olímpica como los parlamentarios han desinflado en la gente las expectativas de sanear los vicios que más odiaban del viejo Congreso, como el clientelismo y los viajes parlamentarios.
Los mayores clientelistas del viejo régimen fueron reelegidos. La diferencia es que ya no ejercen su clientelismo con las alcaldías y gobernaciones, que se volvieron de elección popular sino con los cargos gubernamentales del nivel nacional. Y en cuanto a los viajes, no hay ninguna esperanza de erradicarlos, pues ahora no los aprueba la mitad más uno sino las tres cuartas partes de cada Cámara, lo que significa que a viaje aprobado se le encarama el cociente de aspirantes. Aunque el actual presidente del Senado, José Blackburn, ha intentado restringir los viajes parlamentarios en el Senado, en la Cámara la frecuencia y los mecanismos con los que se aprueban son aberrantes.
Hasta dicen que su presidente, César Pérez, fue elegido por las promesas de viaje que sembró. Y las malas lenguas sostienen que hasta las comisiones de dichos viajes... se negocian.
Si el actual Congreso es subordinado del Gobierno, clientelista y viajero como siempre, no se le puede pedir a la opinión que con el viejo Congreso sentía dolor de estómago, que no sienta náuseas con el nuevo.