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Por estas lagunas, que realmente son agua empozada desde el invierno de 2002, las empresas mineras tienen demandado al Distrito por 400.000 millones de pesos.

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El cráter de la discordia

La explotación de tres canteras en el sur de Bogotá tiene en un pulso a muerte al Distrito, la empresa privada, la Iglesia y hasta los militares.

16 de julio de 2011

¿Minería en Bogotá? Mientras todo el mundo cree que los escándalos en torno a la explotación del subsuelo solo tienen lugar en remotas zonas de Colombia, un agujero del tamaño de tres parques Simón Bolívar y de cuarenta metros de profundidad, excavado en medio de la capital del país, lleva años convertido en un drama legal y ambiental que involucra a la gran empresa, la Iglesia, los militares, la población y el gobierno distrital.

En Bogotá, minería es sinónimo de canteras. Y, a diferencia del resto del país, el gran problema no es tanto con las ilegales, sino con algunas de las pocas legales. En la capital, de las 107 canteras, solo siete están autorizadas. Este cráter de la discordia pertenece a tres de ellas y, desde 2002, es objeto de un monumental enredo judicial que ha abierto el debate sobre prohibir la minería en la ciudad.

Del campo al pleito

Esta explotación de grava y arena de 319 hectáreas está enclavada en el sur de Bogotá, en Tunjuelito, en una zona en la que viven alrededor de dos millones de personas. El agujero es resultado de medio siglo de extracción de materiales para la construcción, que empezó cuando el lugar era tan alejado que los bogotanos iban a hacer paseo de olla y a pescar al río Tunjuelo -que originalmente atravesaba el terreno de la explotación-. Con la urbanización, lo que era una cantera apartada quedó en medio de barrios piratas que se fueron legalizando y de curtiembres, aguas residuales y basuras que convirtieron al río, una vez orgullo de los muiscas, en una serpiente fétida cuyo cauce, desviado por las mineras, se alebresta desde entonces provocando inundaciones feroces.

Cementos Samper inició la explotación en 1945. Por esa época, la Arquidiócesis compró un terreno aledaño, para montar un colegio rural de educación técnica, que, dos décadas después, rodeado por la cantera, se mudó para otro lado. "Tuvimos la suerte de comprar unos terrenos que resultaran una minita", afirma Eduardo González, director ejecutivo de la Fundación San Antonio, de la Iglesia, dueña del colegio y de parte de la cantera, al explicar que decidieron meterse en el negocio de la extracción para financiar sus obras sociales. Dos grandes empresas, Cemex y Holcim, adquirieron luego predios allí para obtener materiales para la construcción.

Para poder sacarle la grava y la arena a la tierra, se ha desviado el cauce del río Tunjuelo tres veces. Una decisión que se tomó en contra de las leyes de la naturaleza, pero no de las del hombre, pues la CAR las autorizó, y le ha salido muy cara a la ciudad: el río, con cada invierno fuerte, se rebelaba contra el cauce artificial impuesto por la minería.

En 2002, cuando en una de esas inundaciones el Tunjuelo cubrió con sus aguas más de seiscientas casas, el Acueducto, para prevenir una tragedia mayor, rompió los jarillones y desvió 25.000 millones de metros cúbicos hacia las cárcavas de las mineras. "Esos huecos que tanto daño le han hecho al río nos salvaron la vida. Si no, Tunjuelito sería hoy recordado como otro Armero", dice Álvaro Castillo, presidente de la Junta de Acción Comunal de la época. El problema es que esa decisión de emergencia -que el Acueducto nunca ha reconocido- generó un lío jurídico y ambiental que no se ha resuelto hasta hoy.

Las empresas y la Fundación entablaron una demanda por 400.000 millones de pesos contra el Distrito, pues las lagunas de aguas putrefactas que se formaron al desviar el agua para evitar que inundaran más casas las obligaron a suspender sus actividades y, luego, a trabajar a media marcha por años. Para colmo, el Acueducto nunca logró extraer toda el agua. El terreno de la Fundación San Antonio sigue inundado. Lo que hoy parece de lejos unas hermosas lagunas en pleno Tunjuelito es en realidad agua empozada por años, que genera olores putrefactos y atrae ratas y moscas en medio de una zona densamente poblada. "No tiene presentación que no se solucione esto después de diez años", afirma Victoria Vargas, directora de asuntos corporativos de Holcim.

Vuelve y juega

En 2008, a este lío se sumó un protagonista inesperado. La Escuela de Artillería del Ejército, cuyo predio es aledaño, vio la oportunidad de trasladarse lo que permitió a Holcim, que tiene allí un titulo minero, explotar su terreno. El entonces ministro de Defensa, Juan Manuel Santos, y el alcalde Samuel Moreno anunciaron un acuerdo para mudar la Escuela de Artillería y emprender un nuevo proyecto minero que incluiría recuperar el río y construir un parque. "Este proyecto es muy importante para el desarrollo del sur de Bogotá y el bienestar de sus habitantes, tal vez lo mejor que se va a realizar allí en los próximos años", aseguró Santos entonces.

La perspectiva de usar el predio de los militares abrió una posibilidad de conciliar el pleito, que llevaba años en el Tribunal de Cundinamarca. Se llegó a considerar que las empresas y la Fundación renunciaran o conciliaran su demanda por 400.000 millones de pesos a cambio de que el gobierno capitalino les permitiera ampliar la explotación a casi cien hectáreas en ese terreno. Sin embargo, nunca lograron llegar a un acuerdo final. Y año y medio más tarde, una súbita decisión del Distrito alborotó de nuevo el viejo avispero.

A mediados de 2010, la Secretaría de Medio Ambiente ordenó el cierre temporal de las tres explotaciones por usar el recurso hídrico subterráneo sin permiso, no respetar la ronda del río y causar su desviación. "El daño ambiental producto del desarrollo irresponsable y desordenado de la minería es irreparable. Arreglarlo tomará muchos años y grandes inversiones, que deben ser asumidas por quienes explotaron los recursos naturales sin conciencia", dijo el secretario de Ambiente, Juan Antonio Nieto.

Las empresas y la Fundación alegan que todas las intervenciones al río fueron legales, y que no necesitan permiso para tomar las aguas subterráneas. En los seis meses que duró el cierre, interpusieron una veintena de tutelas y otros recursos jurídicos. Hoy no solo enfrentan la posibilidad de una clausura definitiva, sino sanciones hasta de 2.500 millones de pesos diarios. Si, como dice Nieto, "deben responder por un daño de más de cincuenta años", la cifra sería astronómica.

En este momento, los protagonistas están más agarrados que nunca. Con el tsunami político del Distrito y la suspensión del alcalde Moreno, la perspectiva de llegar a un acuerdo se ve más lejos que antes -con la complicación de que trasladar la explotación minera al predio de los militares depende de un cambio en el Plan de Ordenamiento Territorial de la ciudad-. En el enfrentamiento no hay poder del país que no se sienta afectado y que no tenga un argumento. La Iglesia reclama que con los ingresos de esa mina financia la educación de 3.500 niños pobres (y que debió suspender la atención a seiscientos de ellos a raíz del cierre en 2010), los gremios advierten que sacar las canteras de la capital encarecería los materiales de construcción, algunos concejales denuncian que las regalías que recibe la ciudad son irrisorias y hasta los militares tienen frenada su mudanza.

Mientras tanto, los dos millones de bogotanos que se calcula viven en los alrededores esperan una solución a los problemas de salubridad y al riesgo que representa tener esa herida abierta. Por eso es urgente poner fin a la discordia en torno a ese hueco gigante en el sur de Bogotá. Y no parece haber solución posible distinta a una salida negociada. El cierre definitivo de las empresas puede ser una medida simbólica sin antecedentes, pero prolongaría el pleito por las demandas y apelaciones millonarias que estas interpondrían. Dejar las cosas como vienen sería condenar al río Tunjuelo y a sus habitantes al progresivo e irreparable daño ambiental de las canteras. Y, en cualquier caso, el impacto que generan el hueco y las aguas estancadas debe ser atendido.

La situación debe llevar a discutir, incluso, si debe existir minería dentro de Bogotá, como han propuesto algunos concejales. Sin embargo, lo más lamentable es que el lío lleve casi una década sin solución. Basta imaginar esa piscina gigante y putrefacta y tres canteras en medio del Chicó para entenderlo. Como dice Álvaro Castillo, el líder de Tunjuelito: "Durante muchos años solo nos han caído las aguas sucias y ahora estamos esperando que las aguas políticas vuelvan a su cauce. Si este problema estuviera en los barrios de los que toman las decisiones, ya se habría resuelto".