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MEMORIA

El cura valiente

El cruel asesinato del padre Cirujano cuestiona la viabilidad del diálogo que proponen los obispos con la guerrilla.

23 de agosto de 1993

Esto no se arregla con unos cuantos tiros", "la paz no es un confite que se compra en la tienda de la esquina...", "no entiendo por qué hay gente que se enfurece cuando nosotros hablamos de diálogo", "la mentira es parte de la guerra"... Estas son algunas de las múltiples frases que hace un par de semanas soltó el polémico obispo de Bucaramanga, monseñor Dario Castrillón, durante los ocho días que permaneció reunida la Conferencia Espiscopal. Lo hizo para justificar sus contactos con la guerrilla y, de paso -como así ocurrió- comprometer a los demás jerarcas de la Iglesia para iniciar diálogos con la subversión.

Y mientras monseñor Castrillón hacía lobby en los pasillos de la sede de la Conferencia reunida en Bogotá, en San Jacinto, Bolívar, sus 20 mil habitantes permanecían con el Credo en la boca, en espera de que la guerrilla no fuera a asesinar a su párroco, el padre español Javier Cirujano.

Pero las oraciones no alcanzaron. Y dos días después de que los 77 obispos lograran que el Gobierno diera su visto bueno al acercamiento de la Iglesia con los grupos subversivos, el padre Cirujano fue encontrado muerto. Su cadáver apareció enterrado en un paraje del municipio de Las Lajas, a 18 kilómetros de San Jacinto.

Las huellas que presentaba el cuerpo del sacerdote demostraron que fue brutalmente torturado. Lo mataron a palo, lo castraron y le amputaron sus miembros inferiores. Lo asesinaron como en los más tenebrosos tiempos de la violencia liberal-conservadora de los años cincuenta, cuando la barbarie llegó a sus extremos y a la gente la castraban por el solo hecho de pensar.

¿Quién lo mató? Todo parece indicar que fue el frente Francisco Garnica, que pertenece a la disidencia del Ejército Popular de Liberación (EPL) cuyo cabecilla es Francisco Caraballo. Este grupo secuestró al padre Javier Cirujano el 29 de mayo pasado. Lo hizo a las cuatro de la tarde cuando el anciano cura, de 72 años, regresaba a lomo de mula del corregimiento Las Lajas a donde dos días antes había llegado para impartir los sacramentos de bautizo y matrimonio a una docena de habitantes de esta apartada zona del departamento de Bolívar. A la altura de Loma Colorada, Cirujano y sus dos acompañantes -el fotógrafo del pueblo y su sacristán- fueron interceptados por 12 hombres encapuchados, que dijeron pertenecer a la organización de Caraballo.

"Venimos sólo por el cura. Ustedes se pueden ir y díganle al alcalde y a la gente de San Jacinto que cargamos con su párroco", contó a SEMANA uno de los dos hombres que se encontraba ese día con el sacerdote. Luego lo hicieron bajar de la mula, lo obligaron a subir a un caballo y se lo llevaron.

Desde entonces, transcurrieron 45 días y en San Jacinto lo único que se escuchaba eran rumores sobre el paradero del padre. Muchos campesinos de la región acudieron a las autoridades para informar que lo habían visto en diferentes lugares. Pero las pistas se desvanecieron entre los corregimientos y veredas de esta región. En el pueblo se celebraron misas, marchas pacíficas, se inundaron las calles con pancartas que exigían la liberación del sacerdote. Pero las súplicas de sus feligreses nunca fueron escuchadas. El padre Cirujano, de acuerdo con la necropsia realizada por los médicos legistas, fue asesinado el mismo día de su secuestro. Por eso las supuestas pistas sobre su paradero no pasaron de ser más que un rumor.

Su obra


Javier Cirujano había nacido en Jaray de la Vega, Palencia, España. A los 15 años ingresó a la comunidad jesuita y poco tiempo después se ordenó como sacerdote. Y antes de emprender su viaje a América para iniciar su labor de misionero, se graduó de arquitecto, filósofo y psicólogo. Pero pudo más su espíritu de aventurero y prefirió cerrar los libros y emprender un largo viaje para dedicar su vida sacerdotal a la ayuda de los desprotegidos al otro lado del océano.

Llegó en diciembre de 1961 a Cartagena de Indias. Allí permaneció apenas dos meses en la comunidad jesuita para luego instalarse de por vida en San Jacinto. Cuando llegó a este pueblo ardiente y famoso por sus hamacas multicolores, sólo encontró pobreza y analfabetismo. A la vuelta de 32 años, San Jacinto y sus 18 veredas tienen otra cara. Allí, el padre Javier Cirujano construyó ocho colegios para bachillerato. Y en cada vereda una escuela. Cerca de cinco mil niños y jóvenes asisten a estos establecimientos. El colegio Pio XII, el primero que construyó, ha recibido en tres oportunidades la medalla de oro Andrés Bello. Diez de sus bachilleres de los tres últimos años han logrado ubicarse entre los mejores estudiantes del país. Y como premio a varios de ellos, el padre Cirujano les consiguió becas en Europa para que continuaran sus estudios universitarios.

Pero su obra no paró ahí. La construcción de los colegios la hizo con plata de su bolsillo. Cada vez que necesitaba comprar materiales y los bazares y fiestas que organizaba en el pueblo no daban el dinero suficiente, llamaba a su hermana Pilar a España para que le enviara sus ahorros. Como era arquitecto, la iglesia de San Jacinto, como la de las 18 veredas, las diseñó y construyó a su gusto. "Era un hombre que no paraba de trabajar. Eso sí, muy temperamental y no tenía pelos en la lengua para llamar las cosas por su nombre", señaló a SEMANA José Tanú Arrieta, alcalde de San Jacinto.

Y fue desde el púlpito de donde llamó las cosas por su nombre. Todos los días denunciaba los atropellos de los grupos subversivos que operan en los alrededores de San Jacinto. Cada vez que sabía que uno de sus feligreses simpatizaba con las ideas de la guerrilla, lo llamaba al orden. Su enemistad con la subversión llegó a su límite cuando uno de sus más cercanos amigos fue asesinado por los sediciosos. Ese día, el sermón lo remató diciendo: "Si tengo que jugarme mi vida contra esa manada de bandoleros, pues me la juego".

Desde entonces, las amenazas contra su vida se multiplicaron. A tal punto que debió suspender sus correrías por las veredas. Sólo logró limar esas asperezas cuando, en 1991, el EPL anunció su desmovilización. En el corregimiento de Arenas se montó uno de los cuatro campamentos de paz donde se reunió la gente del EPL. El padre Cirujano participó en las mesas de negociaciones y a la vuelta de unos meses terminó en una cruzada en busca de ropa y alimentos para los hombres que habían dejado las armas. Les organizó la Navidad de ese año y, a muchos de ellos, como a sus hijos, los bautizó. Entonces el padre Cirujano pudo volver otra vez a su trabajo y emprendió de nuevo sus viajes por las veredas y corregimientos de San Jacinto.

¿Por qué lo mataron?

Los habitantes de San Jacinto se hicieron esa pregunta desde el mismo día en que encontraron su cadáver. Y la respuesta saltó pronto a la vista: lo que los terroristas del ala disidente del EPL nunca le perdonaron fue que protegiera a sus excompañeros de guerrilla que aceptaron en 1990 desmovilizarse e integrarse a la vida civil. La crueldad de esta ala disidente dirigida por Francisco Caraballo se ha convertido ya en una triste leyenda. Como si se tratara de un enfermo mental apenas comparable con el psicópata de Tacueyó, en el Cauca que asesinó a más de 120 de sus seguidores a mediados de la década pasada, Caraballo y sus hombres -bajo la protección del cura Manuel Pérez y de las FARC-
ha hecho del terror y de la crueldad una verdadera profesión. Más de un centenar de sus excompañeros del EPL desmovilizados han caído bajo las balas del odio ciego de Caraballo. Ahora, con el asesinato del padre Cirujano, este grupo parece notificarle a todo el que desee ayudar a los desmovilizados del EPL, que pueden pagar esa audacia con su vida.

Y lo asesinaron al igual que los distintos grupos guerrilleros han dado muerte a la mitad de los 50 sacerdotes muertos en Colombia en los últimos diez años en el marco del conflicto con los grupos subversivos. El único pecado de esos curas misioneros fue el de defender los intereses de los indígenas, de los pobres, de no permitir que la guerrilla se tomara los pueblos, arrasara con las carreteras y puentes, y minara los campos con las tristemente famosas 'quiebrapatas'. Como le dijo a SEMANA un indignado fiel que, al igual que muchos otros en este pueblo, "lo increible es que los señores obispos se mueren de ganas de hablar con el cura Pérez y con los amigos de este que mataron al padre Cirujano, y nada hicieron por evitar que la guerrilla le arrancara la vida".

Los que se fueron

En la última década fueron asesinados cerca de 50 sacerdotes. Y, según las estadísticas del Episcopado Colombiano, más de la mitad de los casos se le atribuyen a grupos guerrilleros. También los grupos paramilitares y la delincuencia común han tenido cartas en el asunto. Por eso, el asesinato del sacerdote Javier Cirujano es apenas un eslabón de esa violencia indiscriminada contra la Iglesia.

De hecho, no es necesario ir muy lejos para encontrar otros ejemplos.

El caso de Alvaro Ulclé Chocué, sacerdote indígena del Cauca, es uno de ellos. El 10 de noviembre de 1984, dos hombres dispararon contra el párroco cuando se dirigía a un bautizo. Como el asesinato se llevó a cabo en la plaza del pueblo. Los criminales fueron acribillados por la gente y, de no ser por la intervención de la policía, los desastres hubieran sido peores. Se trataba del más grave episodio en la lucha por la tierra que en ese momento enfrentaba a los indígenas con los terratenientes.

El 2 de octubre de 1989, un nuevo asesinato se presentó en el país. Tres hombres, que dijeron pertenecer a la comisión Omaira del ELN secuestraron al obispo de Arauca, Jesus Emilio Jaramillo y, días después, lo abandonaron entre la maleza con varios disparos en el rostro. Otra de las víctimas de la violencia fue el sacerdote Tiberio de Jesús Fernández. Los autores del crimen mutilaron al párroco: la orden era torturarlo antes de morir. El 17 de abril de 1990, las autoridades encontraron el cuerpo y lograron la identificación por la platina en la pierna izquierda y varias cicatrices en los hombros del sacerdote. Los crímenes continuaron. El 12 de octubre de 1992, las autoridades ecuatorianas detuvieron a los implicados en el asesinato del sacerdote Juan Bautista Rocha Púa, quien fue torturado y asesinado en Guayaquil. Los feligreses aseguraron que las denuncias hechas desde el púlpito contra los narcotraficantes fueron la causa de su asesinato.

Y en lo que va corrido de este año, tres muertes más se han sumado a la lista. Ricardo Enrique Hernández, párroco del municipio de Ortega, en el Tolima, fue asesinado en el interior de la casa cural cuando trató de oponerse a que dos hombres se robaran su campero y algunas de sus pertenencias. El sacerdote Guillermo Vivanco Pinedo, colaborador del Tribunal Eclesiástico del Atlántico, murió en la Clínica del Caribe después de haber recibido graves heridas cuando un grupo de delincuentes intentaba saquear la sacristía. Y el último caso que se conoció, y tal vez uno de los más duros golpes para la Iglesia, fue el atroz asesinato del sacerdote Javier Cirujano.