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El fantasma chileno

En el durísimo pulso que ha generado la reforma a la educación superior, tanto el gobierno como los estudiantes tienen argumentos y razones de peso. ¿Por qué es tan difícil que se pongan de acuerdo?

22 de octubre de 2011

La reforma a educación superior, que tiene en paro a la mayoría de universidades públicas del país, a miles de estudiantes protestando y a más de 300.000 personas sin clases, se parece cada vez más al Álgebra de Baldor: cada hoja está llena de problemas y las soluciones no son fáciles de encontrar.

Desde que el presidente Juan Manuel Santos anunció en marzo sus postulados, en un encuentro con rectores y expertos en la Casa de Nariño, se ganó un problema tan complejo que pocos se atreven a pronosticar cómo va a terminar. Si la reforma a la justicia ha dividido a la Unidad Nacional, la de la educación superior tiene a los estudiantes alebrestados y en la calle. Tras casi siete meses, lo que llama la atención de la reforma es que todos -gobierno, rectores, profesores, estudiantes y expertos- están de acuerdo en la necesidad de que se reforme la Ley 30 de 1992 y en que se busque aumentar los recursos para financiar la universidad pública, elevar los cupos y mejorar la calidad de los programas. El problema es que para acordar cómo llegar a estas metas aparece un mar de diferencias.

El proyecto nació en gran medida por la meta oficial de crear 600.000 nuevos cupos de pregrado y 45.000 de posgrado a 2014 y permitir que buena parte de los 630.000 bachilleres que se gradúan al año en colegios públicos y privados puedan acceder a educación técnica, tecnológica o superior (eso elevaría a 50 por ciento la cobertura, que hoy es del 38 por ciento). Esa meta es tan loable como difícil de cumplir, pues significa elevar la cobertura en estos cuatro años en el mismo porcentaje que en los ocho años precedentes, o, para ponerlo en términos prácticos, sería multiplicar por 15 en menos de un lustro la Universidad Nacional, a la que le tomó 150 años llegar a ser la más grande e importante del país. Para lograr esta meta, el gobierno anunció en marzo, cuando presentó los postulados de la reforma, el aumento de recursos para las universidades públicas y planteó la necesidad de crear universidades con ánimo de lucro para traer recursos privados al sector. Ahí fue Troya.

El 'coco' de la educación superior como negocio y el hecho de que el gobierno armara el proyecto sin consultar a la comunidad universitaria unieron a rectores y estudiantes de las universidades públicas y privadas contra la iniciativa. Ante la protesta, la ministra de Educación, María Fernanda Campo, emprendió una gira nacional para socializar la reforma y escuchar propuestas, y comenzó negociaciones con los rectores. Tras meses de tire y afloje, el gobierno dio reversa al retirar la idea de las universidades con ánimo de lucro, y, el pasado 3 de octubre, radicó finalmente en la Cámara su propuesta.

Pero el texto, en lugar de calmar los ánimos, los exacerbó, en especial entre los estudiantes, quienes consideran que el proyecto no fue consultado ni construido con ellos ni con la comunidad académica. Carlos Mario Restrepo, secretario de la Asociación Colombiana de Estudiantes Universitarios, asegura que la ministra "nos engañó. Nos invitó a foros para dar a conocer la reforma, nosotros señalamos nuestras críticas e hicimos nuestras propuestas, pero no fueron incluidas". La ministra dice que el nuevo proyecto es en un 60 por ciento diferente al inicial y que fueron aceptadas muchas de las propuestas, pero el documento sigue sin convencer, y los estudiantes pasaron de la crítica verbal a la protesta callejera. Además de marchas y paros, anunciaron para el 10 de noviembre una gran toma universitaria de Bogotá. El gobierno se niega a retirarlo, dice que quienes marchan son una minoría de los estudiantes, que están infiltrados por grupos armados o que, según el presidente Santos, buscan imitar las conductas de los indignados de España o las revueltas estudiantiles de Chile.

Lo bueno, lo malo y lo feo

Aunque el articulado de la reforma no arroja completa claridad sobre lo que el Estado busca frente a la universidad pública, el proyecto contempla elementos positivos. La reforma tiene varios aspectos que generan consenso, pues busca organizar la educación superior como un solo sistema, aspira a mejorar la calidad y la cobertura, quiere internacionalizar de las instituciones y pretende fortalecer la cooperación con otros países, además de darles mayor peso al Icetex y al acceso a créditos a cero interés para personas de escasos recursos que les permitan pagar sus matrículas o su sostenimiento.

Lo malo se concentra en dos puntos: el complejo problema de la financiación y el hecho de que la privatización de la educación superior sigue flotando en el ambiente. Si bien los artículos que hacían referencia a la posibilidad de crear universidades con ánimo de lucro fueron borrados, se introduce la posibilidad de crear instituciones mixtas en las que las gobernaciones y los distritos especiales podrían asociarse con los privados para darles vida. Los estudiantes y algunos rectores advierten que este híbrido, que seguramente requerirá otra ley o una nueva reglamentación, es la puerta para privatizar la educación pública. La bancada de senadores del Polo, que apoya las protestas estudiantiles, ha advertido que en el Capítulo 11 del TLC con Estados Unidos se permite que haya centros de educación con ánimo de lucro.

A esto se suma el encendido y complejo debate en torno a los recursos nuevos para las instituciones públicas. En el primer texto, el gobierno había propuesto un aumento, calculado sobre el Índice de Precios al Consumidor (IPC), entre 2012 y 2019 y una suma adicional para ser repartida entre todas las universidades. Luego de las negociaciones con los rectores, se cambió la fórmula y se amplió el tiempo hasta 2022, cuando el gobierno aspira a tener índices de cobertura similares a los de la OCDE. Esto ha generado polémica: según estudios del Centro de Investigaciones y Consultorías de la Universidad de Antioquia, con el cambio, las universidades dejarían de recibir 4,1 billones de pesos adicionales en los próximos diez años. Los rectores, sin embargo, están de acuerdo con la nueva fórmula.

El gobierno afirma que llegarán 6 billones adicionales al sector. No obstante, no hay claridad de cuánto le va a tocar a cada universidad pública y cuánto a las técnicas y tecnológicas, que también entrarán a pelear por los nuevos recursos. Los cálculos del Centro de la Universidad de Antioquia demuestran que estos recursos no servirán ni siquiera para tapar su creciente desfinanciamiento, que solo este año será de 10.000 millones de pesos. Lo mismo podría pasar en la mayoría de universidades. Mientras el senador del Polo Jorge Robledo sostiene que las universidades tienen un déficit de 700.000 millones, el Ministerio de Educación dice que el año pasado hubo excedentes por 480.000 millones de pesos. Tal contradicción en las cifras muestra que uno de los temas urgentes es una revisión a fondo de las finanzas para saber claramente a qué atenerse.

Lo feo de la reforma está, por una parte, en la redacción ambigua y confusa de algunos artículos, como los que fijan las funciones de vigilancia y control del Ministerio, la autonomía universitaria, sus órganos de control o la forma como se unificarán las instituciones tecnológicas con las universidades. Por otra parte, está el radicalismo en que han caído gobierno y estudiantes, los cuales han convertido en un punto de honor mantener o retirar el proyecto del Congreso.

En esto hay un debate de fondo. Parte de los estudiantes, profesores y expertos plantean que el Estado, tal y como hizo con la guerra, debe aumentar sus aportes a la educación universitaria para volverla gratuita. El gobierno, con los estragos del invierno, la ambiciosa Ley de Víctimas y un conflicto armado aún sin resolver, entre muchos otros problemas, dice que no hay plata para tanto. La pregunta ahora es si el Senado, donde la Unidad Nacional tiene mayorías aplastantes, es el escenario ideal para dar esa discusión o si se debería hacer en otros escenarios.

Los 'indignados' protestan en el mundo desarrollado ante el apretón de la crisis financiera y, más cerca, en Chile, los estudiantes tienen contra las cuerdas a un presidente que hace año y medio tenía los índices de popularidad de Santos. En lugar de estigmatizar al movimiento estudiantil que se ha tomado las calles y aplicar su aplastante mayoría legislativa para pasar una reforma a la educación superior que dista de despertar un amplio consenso, el gobierno colombiano debería, quizá, prestar oído a un descontento en las aulas en el que es evidente que flota el fantasma chileno.