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El fin de la armonía

La disputa por el control de la Sierra Nevada amenaza la diversidad cultural de esta zona declarada patrimonio de la humanidad.

2 de abril de 2001

Los indigenas Kogi creen que la Sierra Nevada es el corazón del mundo y que su misión como ‘hermanos mayores’ es garantizar su equilibrio para que reine la armonía en el resto de la Tierra. Para lograrlo, los mamos, o guías espirituales, se movilizan de un lado a otro realizando pagamentos en lugares sagrados demarcados por grandes piedras. Para cada ofrenda a la naturaleza hay un lugar especial.

Sin embargo, desde que los paramilitares y la guerrilla se disputan a muerte este territorio, a los mamos les queda cada vez más difícil llegar a estos lugares. Donde antes había una casa sagrada, ahora hay un hombre haciendo valer su fusil.

Las Farc llegaron a la Sierra en los años 80 cuando el gobierno acababa de fumigar los cultivos de marihuana y estos comenzaban a ser rápidamente reemplazados por coca. Detrás de los guerrilleros y de la coca llegaron las autodefensas hace tres años. Desde entonces han sido asesinados por ambos bandos unos 50 indígenas, y las autoridades espirituales de la Sierra comienzan a temer su desaparición como pueblo no sólo por el exterminio físico, sino porque ya no pueden cumplir su misión sobre la Tierra.

Ante la mirada aterrada de la comunidad, la guerrilla recluta masivamente a los niños y jóvenes indígenas que conocen la Sierra como la palma de su mano. Los sacan incluso de las escuelas. “Matar desequilibra el universo y eso lo heredan los hijos y los nietos, afirma un líder indígena. Si esta persona vuelve a la comunidad ya viene con la cabeza enferma”. También han desplazado a los mamos como árbitros de los conflictos. Antes cuando alguien se robaba una gallina, por ejemplo, lo llevaban a donde el guía espiritual para que lo ‘aconsejara’. El mamo lo acompañaba a hacerle un pagamento a la madre de los animales y restaurar así el equilibrio. Ahora la guerrilla simplemente ordena su castigo, su exilio o su muerte.

Los paramilitares llegaron en 1998 con el plan de controlar los corredores de la Sierra que permiten la salida al mar desde el Cesar y el Magdalena y el tránsito hacia la Sierra del Perijá en la frontera venezolana, donde controlan cultivos de coca. Montaron retenes en la carretera y comenzaron a interceptar la comida que abastecía las cooperativas de los pueblos indígenas. El control fue tan estricto que desde noviembre del 99 hasta mediados de 2000, los kankuamo se vieron forzados a adobar todo con sal de ganado pues la otra se quedaba en manos paramilitares. En estos retenes también retienen a dos o tres indígenas transeúntes cada semana, la mayoría de ellos líderes. Luego aparecen en los matorrales con un tiro en la cabeza. El año pasado Atanquez y La Mina se desocuparon luego de que las autodefensas llegaron de madrugada al primer pueblo, reunieron a sus habitantes, comieron y se fueron siete horas más tarde, tras asesinar a seis personas. Pero unos meses después, las 300 familias que se habían desplazado a Valledupar volvieron. El hambre que pasaron en la ciudad fue mayor que su miedo. Que no los abandona. Algunos duermen en el monte por temor a una nueva incursión y la mayoría bebe agua de toronjil para calmar los nervios. “Es como si la gente viviera en función de la guerra —dice un indígena— esperando la muerte”.

Una misión humanitaria encabezada por la oficina del alto comisionado para los Derechos Humanos de la ONU visitó la Sierra en julio del año pasado y denunció la alarmante situación que viven los indígenas allí. Sin embargo, nada ha cambiado desde entonces. Ni Andrés Pastrana que los fue a visitar antes de posesionarse y exhibió después con orgullo una aseguranza que le regaló un mamo kogi, ni el Ministro del Medio Ambiente que dedicó la mitad de su vida a trabajar con ellos, ni el honor de haber sido declarada la Sierra patrimonio de la humanidad han servido de ‘palanca’ para que los menores se preocupen por sus hermanos mayores.