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El general (r) Jaime Humberto Uscátegui y su hijo José Jaime, en la Escuela de Infantería del Ejército. El oficial estuvo recluido allí durante varios años luego de ser señalado como coautor de la masacre perepetrada en Mapiripán (Meta) en julio de 1997. El miércoles pasado, un juez de la República lo absolvió por los mencionados hechos en los que fueron asesinadas al menos 27 personas. José Jaime se convirtió en el salvavidas de su padre

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El general ya no llora

La absolución esta semana del general Jaime Uscátegui por la masacre de Mapiripán es el fin de una historia que demuestra las debilidades y los abusos de la justicia.

1 de diciembre de 2007

Nadie sabe aún con precisión cuántas personas masacraron los paramilitares en Mapiripán. Unos hablan de 49; otros, de 27, y los menos pesimistas, de tres. Lo cierto, en todo caso, es que lo que se vivió entre el 15 y el 20 de julio de 1997 en ese municipio de Meta fue espantoso. El que en ese entonces era el juez promiscuo de esa apartada población, Leonardo Cortés Novoa, les contó en su momento a las autoridades que a él le tocó ver cuando a las víctimas se las llevaban para el matadero municipal y que desde allí sólo se escuchaban lamentos. Lamentos que duraron cinco días, ante la complicidad de las autoridades militares. Luego de la barbarie, los mapiripenses empezaron a recoger a sus muertos. Sólo encontraron tres, pero notaron que más de 40 personas no aparecían por ningún lado. Entonces rápidamente todo el mundo comprendió que las habían tirado al río y que nunca más las volverían a ver.

Apenas se supo de la magnitud de lo sucedido en Mapiripán -como es normal en Colombia-, se anunció una exhaustiva investigación para llevar a prisión a los responsables. La investigación la asumió la Unidad Nacional de Derechos de Fiscalía. Durante meses, los fiscales se dieron a la tarea de identificar a los autores intelectuales de la masacre, pues de los materiales nadie dudaba: los paramilitares. Pero de pronto apareció el juez Cortés Novoa, quien relató que entre el 15 y el 20 de julio de 1997 se comunicó en varias oportunidades con el comandante del Batallón Joaquín París en San José del Guaviare, coronel Hernán Orozco Castro, a quien en todas las conversaciones le informaba con detalle lo que estaban haciendo en el pueblo los hombres de las autodefensas.

Paralelamente a la declaración del juez Cortés, se estableció que los asesinos salieron en dos aviones desde el Urabá antioqueño (Necoclí y Apartadó) y llegaron a San José del Guaviare, para luego dirigirse a Mapiripán. Surgieron entonces dos preguntas obvias: ¿por qué si un coronel del Ejército fue alertado de lo que sucedía en Mapiripán no hizo nada para evitar la masacre, y, ¿cómo se permitió que dos aviones hubieran atravesado el país sin ningún control de las autoridades?

En consecuencia, ya era fácil empezar a buscar responsables. La Fiscalía se interesó por la responsabilidad en los hechos del coronel Hernán Orozco Castro. En marzo de 1999, este oficial les dijo a los fiscales que durante dos años había mentido por presiones de un alto oficial del Ejército. Se trataba del general Jaime Humberto Uscátegui Ramírez, quien para la época de la masacre fungía como comandante de la VII Brigada, con sede en Villavicencio. Orozco, entre sollozos, recordó que el 15 de julio de 1997 elaboró un oficio en el que, según él, describía en detalle todo lo que había narrado el juez Cortés Novoa. Según el relato del coronel Orozco, meses después de la masacre, el general Uscátegui lo presionó para que cambiara el contenido del primer oficio. Así lo hizo.

Quince días después de aquella declaración de Orozco Castro, la Fiscalía se abstuvo de enviarlo a prisión y, al mismo tiempo, llamó a indagatoria al general Uscátegui, quien el 20 de mayo de 1999 fue enviado a la cárcel como presunto responsable de los delitos de homicidio, secuestro agravado y falsedad. Ese día empezó para Uscátegui una pesadilla que terminó el miércoles pasado, cuando un juez especializado de Bogotá lo absolvió por la masacre de Mapiripán y lo condenó a 41 meses de prisión por falsedad.

De Herodes a Pilatos

Desde cuando fue detenido, el general Jaime Humberto Uscátegui pasó por todos los recovecos de la justicia colombiana. Por orden del Consejo Superior de la Judicatura, su caso fue enviado de la Fiscalía a la Justicia Penal Militar. A principios de 2001, esta instancia judicial lo condenó por falsedad y lo absolvió por los delitos relacionados con la masacre. Pero en noviembre de ese mismo año, la Corte Constitucional anuló la sentencia que había proferido la Justicia Penal Militar y ordenó que el conocimiento del caso Mapiripán debía volver a la justicia ordinaria, es decir, a la Fiscalía.

En marzo de 2003, la Unidad de Derechos Humanos envió de nuevo a prisión al general Uscátegui como presunto responsable de delitos de lesa humanidad. Cuatro meses después, un fiscal de segunda instancia confirmó todo lo que se había dicho en la acusación contra Uscátegui y, de paso, quitó todo el tratamiento benigno a que durante años había sido sometido el coronel Hernán Orozco Castro. Este oficial, en consecuencia, terminó en la misma balanza de delitos en que había sido puesto el general Uscátegui. Vendría entonces para los dos una publicitada audiencia pública.

Cuando el general Uscátegui terminó en prisión, su hijo José Jaime tenía 18 años y estaba terminando el bachillerato. En enero de 2005, apenas se inició la audiencia pública contra su padre, José Jaime les pidió a dos de sus mejores amigos que le dieran una mano y que le ayudaran a demostrar la inocencia de su padre. Los tres muchachos, sin ser abogados, empezaron a leer cuanto papel tenía el voluminoso expediente por la masacre de Mapiripán. Según José Jaime, como por arte de magia empezaron a aparecer pruebas que no habían sido tenidas en cuenta durante todo el proceso. Algunas de esas pruebas fueron llevadas a la audiencia pública en la que el país presenció la imagen de un general Uscátegui tirado en el suelo y llorando.

Como producto de la investigación de José Jaime Uscátegui y sus dos amigos, a mediados de 2006 se produjo un documental titulado "¿Por qué lloró el general?". Era un trabajo de 75 minutos, realizado con mínimos recursos económicos, que pretendía demostrar algo complicado: que para julio de 1997, el control militar de Mapiripán correspondía al Batallón Joaquín París y a la Brigada Móvil N° 2, y no a la VII Brigada, que en ese momento comandaba su padre. José Jaime Uscátegui empezó a tocar las puertas de todos los medios de comunicación de Bogotá. En casi todos lo recibieron; en otros pocos le tiraron el teléfono. "No era fácil impulsar el documental porque, con todo respeto, a mí me parece que en Colombia la noticia de que hay un general inocente en la cárcel no vende", le dijo el viernes pasado José Jaime Uscátegui a SEMANA. Pero había para José Jaime una tarea más difícil que las visitas a la prensa: convencer al senador Gustavo Petro de que su padre era inocente. Después de mirar el documental, Petro -habitual crítico de los militares- empezó a pregonar la inocencia del general Uscátegui y a pedirle a la justicia que orientara la investigación por otro lado: al Urabá antioqueño, desde donde partieron los aviones con los paramilitares.

El miércoles pasado, el trabajo de José Jaime arrojó resultados: el general Uscátegui fue absuelto por la masacre de Mapiripán y el coronel Hernán Orozco Castro -quien goza en el exterior de la protección de Organizaciones No Gubernamentales-, condenado a 40 años de prisión porque, según el juez noveno penal especializado de Bogotá, él era el responsable del control militar de Mapiripán para julio de 1997. La verdad es que pocos esperaban la decisión del juez Óscar Gustavo Jaimes, máxime cuando la Corte Interamericana de Derechos Humanos ya había condenado al Estado colombiano por el caso Mapiripán. También se hacía complicada la decisión por la postura que en su momento asumió la Corte Constitucional y que prácticamente pedía condena para el general Uscátegui. Pero las decisiones de los jueces son para respetarlas, acatarlas y cumplirlas. De toda esta novela jurídica y de sangre, finalmente, sólo hay un gran perdedor: el Estado colombiano, que acabó con la vida de un general del Ejército, y los familiares de las víctimas de Mapiripán, que siguen pidiendo justicia.