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EL GRAN GARROTE

EL LENGUAJE HOSTIL DE LOS ESTADOS UNIDOS HACIA COLOMBIA NO OBEDECE A UN CAPRICHO DEL EMBAJADOR SINO A UNA POLITICA DEL DEPARTAMENTO DE ESTADO

29 de abril de 1996

Las declaraciones del embajador estadounidense Myles Frechette la semana pasada al semanario económico Portafolio, en las que descalificaba a la Comisión de Acusación de la Cámara y con ella a la clase política colombiana hicieron pensar a muchos que definitivamente al extrovertido embajador se le estaba yendo la mano. Teniendo en cuenta además que la semana anterior el representante de la diplomacia norteamericana había afirmado en una conferencia ante los altos mandos militares que "eso de que cada Estado es soberano ya se acabó", era fácil concluir que definitivamente Frechette se había convertido en un diplomático impertinente y lenguaraz.Esa interpretación de las palabras del embajador, que llevó al Congreso a pedir ingenuamente que se solicitara su cambio es, sin embargo, la más benigna para Colombia. La verdad es que Frechette no está actuando por cuenta propia y a quien se le está yendo la mano es al gobierno de Estados Unidos. Las declaraciones de Frechette tenían por propósito, según fuentes bien informadas, rectificar al secretario de Comercio Ron Brown, quien en la Cumbre de Ministros de Comercio Exterior en Cartagena había dicho que no habría sanciones comerciales contra Colombia por cuenta de la descertificación, y dejar en claro que cuando los funcionarios norteamericanos descalifican a la Comisión de Acusación no lo hacen por imprudencia sino para enviar el mensaje de que Estados Unidos no ve con buenos ojos una eventual exoneración del Presidente, la cual podría complicar aún más las deterioradas relaciones entre los dos países.Considerados aisladamente los episodios de los últimos días podrían verse simplemente como una manifestación más de que definitivamente para Estados Unidos el gobierno de Colombia no es santo de su devoción. Sin embargo, si se analizan dentro del contexto de lo que ha venido sucediendo recientemente con la política norteamericana hacia Colombia, es evidente que cada movimiento corresponde a una política premeditada y calculada, cuya estrategia es ir avanzando cada vez más en una espiral intervencionista que parece conducir hacia la norieguización de las relaciones con Colombia.Las primeras sospechas de que algo grande se avecinaba surgieron cuando el saliente director de la DEA, Joe Toft, calificó a Colombia de narcodemocracia en septiembre de 1994. Sin embargo, el alcance de la nueva política de Estados Unidos hacia Colombia solo empezó a hacerse evidente un año más tarde cuando en su discurso ante las Naciones Unidas en octubre del año pasado, el presidente Bill Clinton anunció una nueva ofensiva antinarcóticos que incluía cortar las fuentes de supervivencia económica a la cadena de traficantes de drogas más grande del mundo: el cartel de Cali. Las palabras de Clinton tomaron forma al día siguiente cuando invocando la necesidad de defender la seguridad nacional, la política exterior y la economía de los Estados Unidos "inusual y extraordinariamente amenazadas por el narcotráfico emanado de Colombia", el mandatario estadounidense expidió una orden ejecutiva para dar instrucciones de atacar lo que denominó "la base material" del cartel de Cali. Esa orden, en cuyo cumplimiento Estados Unidos ha bloqueado los negocios y cuentas de más de 400 empresas y entidades colombianas en ese país, constituyó la primera vez que el gobierno norteamericano señaló a Colombia como un objetivo estratégico de su política exterior.Para terminar de despejar dudas, Clinton nombró en enero de este año al general Barry McCaffrey como zar antidrogas. La hoja de vida de McCaffrey, héroe de la Guerra del Golfo y jefe del Comando Sur con base en Panamá, resultaba perfecta para películas de Tom Clancy sobre las hazañas de Estados Unidos en la lucha contra las drogas al estilo de Peligro inminente. Aunque hasta ahora el currículo de McCaffrey ha resultado más asustador que sus acciones, la llegada de un general experto en estrategia bélica para la defensa de la seguridad nacional de Estados Unidos le imprimió a la lucha antidrogas un sello militarista que hasta entonces no había tenido. Para completar el panorama, en medio de la incredulidad de buena parte de los colombianos, Estados Unidos cumplió a comienzos de marzo su advertencia de descertificar a Colombia, convirtiéndola en un paria internacional al lado de países como Afganistán, Irán y Siria y creando para el país en el terreno de sus relaciones con los norteamericanos un escenario verdaderamente inquietante e impensable hasta hace un par de años, cuando Estados Unidos no se atrevía a desplegar ante Colombia el arsenal de recursos diplomáticos que hoy emplea agresiva y ostensiblemente. Según el análisis del internacionalista Juan Tokatlián, los cambios en la política de Estados Unidos hacia Colombia son evidentes. Hasta 1993 la descertificación era un instrumento político de poca trascendencia, la prohibición constitucional de extraditar colombianos era respetada, la posibilidad de que Estados Unidos secuestrara narcotraficantes en territorio colombiano era impensable y los embajadores norteamericanos mantenían un perfil más bien bajo en las cuestiones internas de Colombia. Hoy todo ha cambiado. La descertificación se convirtió en un verdadero garrote económico, ha revivido la presión de Estados Unidos para que Colombia extradite a los narcotraficantes, ha crecido la amenaza de recurrir a procedimientos como el secuestro de narcotraficantes considerados prófugos de la justicia norteamericana y se ha elevado el perfil intervencionista de los funcionarios estadounidenses, empezando por el embajador, en los asuntos internos de Colombia. Estos nuevos instrumentos de la política norteamericana, sumados a la actual crisis política del país, han colocado a Colombia en una clara posición de desventaja en el manejo de las relaciones con Estados Unidos. Sin embargo, aunque todos estos hechos inducen a pensar fácilmente en la posibilidad de una norieguización de las relaciones, es poco probable que en la práctica los Estados Unidos se atrevan a llegar tan lejos, pues ellos saben que la presión y el fantasma de la amenaza del uso de la fuerza resultan mucho más efectivos que las propias acciones desestabilizadoras. Según el politólogo Eduardo Pizarro, "es seguro que el garrote continuará por lo menos hasta que pasen las elecciones norteamericanas en noviembre, pero una vez reelegido Clinton, como parece que sucederá, muy seguramente el tono cambiará".Cuánto lo haga dependerá sin embargo de qué tan bien entienda Colombia las señas que desde hace rato le está haciendo el gobierno norteamericano en el sentido de que si quiere dejar de recibir garrote tiene que propiciar una rápida y adecuada solución a la crisis, o de lo contrario resignarse a seguir sintiendo el garrote sobre su cabeza.