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John Barros | Foto: John Barros

SOCIEDAD

El joven paisa que rescató la fotografía tradicional de Filandia

Nicolás Spath, un joven bogotano de 32 años, con marcadas raíces paisas, retrata a blanco y negro a los turistas que visitan el parque del municipio quindiano.

John Barros
18 de septiembre de 2017

El parque central de Filandia, municipio ubicado en el norte del departamento del Quindío, es uno de los pocos lugares de Colombia que aún permanece estancado en el tiempo.

Las casas que lo rodean mantienen intacta esa arraigada tradición paisa de los pueblos cafeteros: grandes portones y ventanales, materas con coloridas flores que se desbordan por los balcones, techos de zinc y unas fachadas en donde los colores ácidos y pasteles se mezclan en una acuarela digna de fotografiar.

Las bancas de cemento continúan siendo los sitios preferidos por sus habitantes para mantener largas tertulias a la sombra de los árboles, mientras que los locales comerciales se niegan a utilizar jaladores o megáfonos para promocionar sus artesanías tejidas, como cestos, bolsos y lámparas, o las frijoladas, cervezas y carajillos.

En una de las esquinas del parque, diagonal a la iglesia María Inmaculada y al lado de los pequeños carros que pasean a los niños, la tradición se niega a desvanecer por la acelerada llegada de la tecnología.

Desde hace más de dos años, Nicolás Spath, un joven bogotano de 32 años con marcadas raíces antioqueñas, decidió abandonar ‘la nevera’ para irse a vivir a una finca en Filandia que le quedó como herencia y así continuar con el legado cafetero y fotográfico de su familia.

Además de cultivar café y plátano, Nicolás, graduado en artes visuales en la Universidad Javeriana, llegó a este pintoresco municipio con el propósito de no dejar morir la técnica fotográfica que le enseñó desde niño su abuelo: la Foto Agüita, Foto al Parque o Poncherazo, la cual consiste en sacar fotografías antiguas a blanco y negro en menos de 10 minutos.

Todos los sábados, domingos y festivos, Nicolás sale de su finca a las nueve de la mañana para acudir a su cita con la fotografía en el parque central de Filandia, una técnica que ha pasado de generación en generación y que cautiva a los cientos de turistas que visitan el pueblo.

Luego de despedirse de sus dos perros, sus únicos compañeros de vida, se monta en su jeep Willys con La Bruja, la antigua cámara que le heredó su abuelo, y que está conformada por un cajón de madera, una larga manga por donde introduce la mano para darle vida a las fotografías y un trípode.

También alista las poncheras donde van los líquidos necesarios para las fotos, como reveladores, fijadores y mucha agua, además de las copias de sus mejores registros, las cuales cuelga como trofeo en una de las extremidades de la cámara.

No tiene necesidad de ofrecer a gritos su producto. Al ver su herramienta arcaica, los clientes, motivados por la curiosidad, llegan por sí solos, como si fueran abejas atraídas por el olor de la miel.

“Esta es la foto agüita, la fotografía de los abuelos. Somos pocos los pueblos que mantenemos esta tradición, la cual es un patrimonio de la cultura del Eje Cafetero”, relata Nicolás con un marcado acento paisa mientras acomoda su sombrero de copa color café.

Para los que están acostumbrados a fotografiar con celulares o cámaras en las que solo se necesita enfocar y oprimir un botón, la técnica de la foto agüita es un jeroglífico, una ecuación difícil de resolver.

Cada foto demora aproximadamente 10 minutos y necesita un proceso que contiene cerca de 20 pasos, entre los cuales está encuadrar, tomar la foto, bañarla en químicos, revelar el negativo, lavar la imagen y volverla a fotografiar.

Con el paisaje de la iglesia como fondo, La Bruja y Nicolás se vuelven uno solo. Primero se pone un guante azul de látex en su mano derecha y con unas pinzas coge el papel fotográfico y lo introduce por la larga manga para sostenerlo en el respaldo de la cámara.

“Voy a contar hasta cinco. Por favor no se vaya a mover”, advierte el joven. De inmediato, con su mano izquierda retira la tapa del lente por dos segundos y la vuelve a poner. “Así se absorbe la imagen”.

En ese momento empieza un proceso casi fantástico dentro de la caja oscura. El papel fotográfico, con su imagen ya absorbida y aún sostenido por las pinzas en su mano derecha, pasa por un baño en dos poncheritas ubicadas al interior de la cámara, las cuales contienen revelador y fijador.

Este baño dura unos cinco minutos y arroja como resultado un negativo en papel fotográfico, con profundos colores negros, blancos y grises, el cual es arrojado de inmediato en un balde lleno de agua, que está justo al lado de La Bruja.

“Por eso le llaman foto agüita, por esos baños en las poncheras. Ahora vamos a convertir el negativo en positivo”, dice el joven fotógrafo antes de secarlo y fijarlo con un gancho de ropa justo al frente del lente. “Tenemos que repetir todo el procedimiento, pero esta vez fotografiando al negativo”.

Tras un nuevo revelado, fijado y lavado, Nicolás se acerca al cliente con una sonrisa de oreja a oreja y hace entrega de la fotografía a blanco y negro, la cual cuesta 12.000 pesos.

Nicolás se describe como un nómada y uno de los fotógrafos de la vieja escuela que ya casi no se ven, “de esos que somos sensibles al ojo y a la luz, que aprendimos y nos untamos de la química, que en sí es la esencia de la fotografía”.

Su propósito no solo es continuar con el legado que le enseñó su abuelo antioqueño en los años ochenta, y que fue foto agüita en Cali, sino que cada persona que visite Filandia se lleve a sus hogares un recuerdo de esos pueblos familiares y pintorescos que solo sobreviven en el Eje Cafetero.