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El infierno

Aumenta la crueldad de los paramilitares y los guerrilleros contra sus víctimas. Matar ya no parece suficiente estrategia para dominar.

21 de mayo de 2001

En la brumosa mañana del pasado Viernes Santo, cuando el mundo católico conmemoraba el día en que Jesús fue crucificado, un grupo del Cuerpo Técnico de Investigaciones, CTI, encontró entre la vegetación el cuerpo de una niña de 16 años que había muerto desangrada: sus asesinos le habían amputado las manos con una sierra eléctrica.

La pequeña es una de las víctimas de la masacre de la región del Naya, un exuberante paisaje natural que se extiende entre los departamentos del Cauca y Nariño. Pese al tiempo transcurrido, el número de muertos es incierto por la dificultad de las autoridades para acceder a lo profundo de su geografía. Aunque hay una lista oficial con 40 muertos, el saldo del Cabildo de los Paeces, que se apoya en el testimonio de los líderes de las 25 veredas de la zona, supera los 100.

Dos de los dirigentes narraron que los autores de la matanza además de la amputación de las manos de la niña, utilizaron la sierra para abrirle el estómago a otra mujer mientras que a un joven lo lanzaron vivo a un precipicio. “Díganle a la guerrilla que por aquí pasó Bocanegra”, sentenció el hombre que daba las órdenes. Luego escribieron en las paredes de varias casas: “Ya llegamos: AUC”. Antes de partir descorcharon varias botellas de champaña y brindaron.

También en Semana Santa, al otro extremo del país, en La Caucana, municipio de Tarazá, Antioquia, unos 300 guerrilleros de las Farc mataron a 12 personas y quemaron 20 establecimientos comerciales. Según el hospital local, se atendieron tres casos de degollamiento y uno de incineración.

La sevicia escenificada en ambos casos muestra el grado de deterioro del conflicto armado que vive el país con el agravante de que la ferocidad impacta a las víctimas y a algunas pocas autoridades pero no provoca ninguna reacción de envergadura en el resto de una sociedad anestesiada. El fiscal general de la Nación, Alfonso Gómez Méndez, recuerda que a raíz de la Masacre de las Bananeras, en 1928, por poco se cae el gobierno “en cambio ahora ocurre toda esta barbarie y ningún dirigente político sale a rechazarla”.

Es probable que en un intento por negar lo que ocurre, para poder seguir viviendo, muchos colombianos opten por creer que la barbarie es producto de la imaginación o del sensacionalismo mediático. Pero la cuidadosa documentación de los hechos demuestra lo contrario: la ferocidad con la que actúan los guerreros puede ser peor en la realidad que en la noticia.

Por ejemplo, los paramilitares de la masacre de El Salado, Bolívar, en el mes de febrero del año pasado, bailaron vallenato y tomaron ron mientras asesinaron a sus víctimas en la cancha del parque del pueblo. El informe de Mary Robinson, alta comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, recordó este episodio en su informe presentado la semana pasada en Ginebra: “Según las necropsias, los muertos presentaban mutilaciones, heridas de armas cortopunzantes y destrucción del cráneo. Entre los masacrados figuraba una niña de 6 años, quien había sido atada a un palo con el rostro cubierto con una bolsa plástica hasta que murió”.

En el mismo informe que leyó la alta comisionada, ante un auditorio con delegados de todos los países de las Naciones Unidas dice: “En mayo, en el municipio de Mapiripán, Meta, un comandante de las Farc dio muerte a un guerrillero indígena guahíbo, quien iba a desertar con dos fusiles. Este fue atado a un palo y torturado con una navaja, mientras le decían que así se castigaba a los traidores de la revolución”.



La locura

Aunque no hay certeza de cuántas víctimas del conflicto son sometidas a vejámenes bien porque en muchos casos como en el Naya es difícil levantar todos los cuerpos o en otros como en Trujillo, Valle, los paramilitares tiraron sus cuerpos al río Cauca, o en otros son sepultados en fosas comunes, cada vez son más frecuentes los relatos de actos que bordean la locura.

“Vimos cosas espantosas”, dijo un médico forense que trabaja para el Instituto Nacional de Medicina Legal y que prefirió mantener su nombre en reserva al referirse a la forma como perdieron la vida algunos de los 25.505 colombianos que fueron asesinados el año pasado. “Son alarmantes”, calificó el fiscal Gómez Méndez las estadísticas sobre las matanzas en Colombia. “En los últimos tres años ha habido 861 masacres que han dejado 4.175 muertos”, agregó. Además de la sevicia, el funcionario dice que le aterra el crecimiento del número de masacres y que no “haya una responsabilidad política”.

En efecto, en el Informe Anual de Derechos Humanos y Derecho Internacional Humanitario de 2000 del Ministerio de Defensa se destaca el incremento de las acciones cometidas por los paramilitares: “El número de personas masacradas se multiplicó por cinco entre 1998 y 2000, 111 en el primero a 577 víctimas en el último”. En total, en la última década han sido masacrados 10.935 colombianos.

Cientos de estos fueron descuartizados, mutilados o quemados porque en concepto de un investigador social de la Universidad de los Andes no sólo se busca eliminar al adversario físicamente “sino negarle su existencia de cadáver, de sujeto”. En el caso del Naya, “toman a una niña porque quieren ir más allá y mandar un mensaje a todo el grupo social que dice: ‘Aquí estamos, llegamos y nosotros somos capaces de cualquier cosa’. Es un símbolo de omnipotencia”.

El estudioso cree que este símbolo además representa la tierra conquistada “porque cada parte busca ganar posiciones”. Sin embargo, es posible que en un corto tiempo el adversario regrese y haga acciones similares como ha ocurrido en varias poblaciones que son atacadas con frecuencia. El informe del Ministerio de Defensa dice: “En muchas ocasiones el dominio adquirido por el terror, es interrumpido bruscamente por una nueva masacre, realizada en el mismo sitio por el otro bando con el fin de expulsar a su adversario y recobrar el control de la zona”.

Con el objetivo de que el poder sea fugaz, los autores actúan con contundencia: “Con la sevicia se busca tener mayor impacto, alzar la voz. Es un efecto colateral para influenciar más”, dijo Juan Guillermo Jaramillo, director del Instituto Popular de Capacitación de Medellín.

La sevicia y la crueldad además representan con claridad la paulatina degradación del contenido político de los actores. “Muchos entran a las filas de las AUC por un acto de venganza contra la guerrilla y viceversa. De este modo, se crece esa espiral de mutuas venganzas que van conduciendo el conflicto a niveles muy primarios, haciendo que el horizonte político que lo inspira se pierda cada vez más ya que los hombres están dispuestos a causar cualquier tipo de daño para no dejar ni siquiera la semilla. Es una política de exterminio total”, dijo Darío Acevedo, investigador de conflictos violentos en el país e historiador de la Universidad Nacional.

“El verdugo debe tener predisposición sicológica y hasta patológica para hacer su trabajo”, aseguró un médico del Hospital San Ignacio de Bogotá. “Después de la masacre varios de los autores se bañaron con la sangre de sus víctimas”, dice un informe del Ministerio Público sobre un hecho realizado el año pasado por un grupo paramilitar en el norte del Valle. En algunos de los casos, los autores han ingerido grandes cantidades de alcohol como certificó la Fiscalía en la masacre de El Salado.

Para una investigadora social, es posible que exclusivamente el líder vaya sobrio para tener la claridad necesaria al iniciar la retirada. “Los demás han confundido los dos extremos: el jolgorio con la atrocidad. Ese muro impenetrable para todas las personas normales para ellos no existe”, agregó. Esto lo retrató en forma cruda el comandante de la III Brigada del Ejército, general Francisco René Pedraza, al calificar la masacre del Naya: “El orgasmo de esas personas es cuando asesinan”.

El historial del país en este sentido es aterrador. Tulio Varón se hizo tristemente célebre con su escuadrón de macheteros del Tolima a principios de siglo XX, luego a mediados saltaron a la fama ‘Sangrenegra’, ‘Desquite’, ‘Chispas’, entre otros, como lo describe el libro de María Victoria Uribe, Matar, rematar y contramatar. Sus métodos eran similares a los utilizados en los días santos por los actores de un conflicto que no da tregua y en el que el terror llega con anuncios previos. “El Estado no debe actuar de manera reactiva sino permanente, dijo el defensor nacional del Pueblo, Eduardo Cifuentes, pues la mayoría de las masacres son anunciadas”.

Pero para lograr que el Estado actúe, es necesario primero que la sociedad entera, pero sobre todo sus dirigentes, despierten de la alienación en la que han caído, negando la dimensión de la catástrofe humanitaria colombiana y rechazando a todos aquellos que la denuncian. En su lugar, es hora de que empiecen a creer que hace rato en este país hay infierno y hay demonios.