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El miedo arrinconado

En los Montes de María SEMANA encontró un modelo de seguridad que está siendo exitoso. Se ha recuperado el territorio y la confianza. Reportaje de María Teresa Ronderos.

30 de octubre de 2004

En muchos lugares de los Montes de María el miedo, que ha venido de la mano de la violencia guerrillera y paramilitar y que ha sido amo y señor de estas tierras, está arrinconado. Una primavera de libertad empieza a brotar en algunas de las poblaciones de esta serranía de colinas de verdes intensos y tierra rojiza, que se levanta entre las sabanas ganaderas de Sucre y Bolívar.

En San Jacinto, Bolívar, un municipio con 28.500 habitantes, es donde más ha florecido la tranquilidad. Las fiestas patronales de agosto, que el temor y la tristeza no dejaron hacer en 2001 y 2002, renacieron en 2003 y este año fueron un éxito. Más de 10.000 personas participaron, y los residentes del pueblo tuvieron que improvisar hoteles en sus casas para alojar a tanta gente. Hubo serenata y bailes, como hacía tiempo no se veía. Este año el municipio tuvo cero secuestros, y ni un solo muerto por arma de fuego, cuando en 2000 hubo 32. Los únicos retenes de la carretera fueron los que ideó el alcalde imitador de Antanas

Mockus, Guillermo González, retenes de baile y gaita y venta artesanal para atraer a los viajeros. Y su 'Ley Hamaca', una versión local de la Ley Zanahoria, que pretende restringir el consumo de alcohol en las parrandas y proteger a los menores, hubiera sido innecesaria hace dos años, cuando todos se encerraban temprano para evitar problemas. Geovanis Rodríguez, rectora del centro educativo Santa Lucía, que antes no se arrimaba por la alcaldía para que no creyeran que era informante de las autoridades, ahora declama emocionada en una ceremonia que convocó el alcalde: "Es bueno conocer que todo aquel que se fue ha podido retornar con confianza y valentía, y entre abrazos y alegría, lanzando gritos muy fuertes, son capaces de exclamar esta es la familia mía".

En 2004 han regresado al pueblo unas 600 personas que habían sido desplazadas. Y aun en zonas rurales han comenzado los retornos. A Las Palmas regresaron 31 familias y a Macayepos, 120 personas. En los dos corregimientos las masacres de paramilitares habían sacado despavoridas a sus gentes.

En Ovejas, Sucre, al sur de San Jacinto, hasta ahora empieza la gente a despertar de su letargo de pavor. Se notan algunos síntomas de mejoría. Son cada vez menos los homicidios asociados al conflicto: de 45 en 2001, a 32 en 2002, a 25 en 2003 y a 14 en lo que va de este año, según las cifras que lleva con sumo cuidado el secretario del personero municipal, Alejandro de la Rosa. Y aun en Chengue, un nombre que sólo le habla al país de dolor y muerte, el nuevo alcalde Álvaro González reabrió la escuela porque volvieron los niños de 20 familias.

También en la otras poblaciones la paz empieza a cuajar. Un sacerdote de Carmen de Bolívar ha dicho a los visitantes que de "uno a 10 califica la seguridad en ocho", y a Zambrano han retornado 60 familias campesinas desplazadas. Los pobladores de Morroa, Sucre, elaboraron un plan de desarrollo que por primera vez contempla hacerles frente a los problemas del conflicto, como desminar los campos o atender a los desplazados. Todos los 15 alcaldes de los montes han firmado pactos de gobernabilidad, que implican rendición pública de cuentas, entre otros compromisos. Es que ahora por lo menos pueden despachar en sus pueblos. Hace dos años muchos gobernaban a distancia.

Modelo para armar

Este cambio, tímido aún en unos parajes de los Montes, y vigoroso en otros, tiene múltiples causas. La seguridad de las carreteras ha reactivado la economía de todas las poblaciones aledañas. La Iglesia Católica ha promovido un programa de paz y desarrollo, con el respaldo de entidades como el Pnud y la Red de Solidaridad. Y hay nuevas iniciativas para ampliar la participación, como la creación de un Consejo Regional de Empleo.

Esta naciente primavera, sin embargo, tiene un motor central. Es el modelo de seguridad democrática que está poniendo en práctica, al pie de la letra, dos postulados de la política del gobierno: que la seguridad es asunto de todos y no sólo de las Fuerzas Armadas y que por lo tanto, estas últimas no son un actor más de la guerra, sino el poder legítimo que tiene la gente para que proteja su vida y libertad. Vale la pena mirar en detalle el modelo de los Montes porque aporta nuevas claves de cómo ganarles la guerra a los violentos, y que en el proceso eso signifique hacer sociedades más inmunes a la violencia y a la ilegalidad.

Cuando el 21 de septiembre de 2002, el gobierno decretó los municipios de los Montes de María y otros al sur de Sucre como zona de rehabilitación, enfrentó a la Armada Nacional, la fuerza militar con jurisdicción en esta zona, con un reto mayúsculo. Esta región, que había sido escenario de varias desmovilizaciones guerrilleras, estaba sufriendo ahora el azote de unas guerrillas, principalmente de las Farc y el ERP, más descompuestas y criminalizadas, pero todavía con influencia ideológica. Se solía decir que "lo que sucedía en los Montes de María se pensaba en San Jacinto", y allí fue donde primero los guerrilleros "cachacos", venidos de afuera, convencieron a muchos jóvenes, desempleados y desencantados, con "hambre de oídos", como dijo un profesor, de que su único futuro era un fusil.

Además, con acciones militares relativamente simples, como los retenes en la vía o ataques con cilindros, muchos secuestros y despiadados asesinatos selectivos doblegaron a las poblaciones a su antojo. En San Jacinto les bastó una toma en 1996 para que la gente viviera aterrada por los siguientes cinco años pensando que en cualquier momento otra iba a ocurrir. Los habitantes sentían los ojos acusadores de los guerrilleros por doquier. Antonio, un viejo campesino, aún hoy baja la voz para contar que le mataron a sus tres primos, y al preguntarle quiénes, susurra "unos tipos invisibles". En Ovejas, "la guerrilla logró silenciar a muchos porque nadie quería morirse mañana", dijo un funcionario.

Las autodefensas respondieron con una macabra pero bien pensada estrategia. Para proteger las valiosas tierras ganaderas de las partes bajas de los municipios y confinar a la guerrilla a los cerros, trazaron un círculo de masacres en las veredas y caseríos alrededor de los Montes de María. El Salado, Chengue, Macapeyos, todas carnicerías que conoció el país por su crueldad. Y ha habido otras que no fueron noticia nacional, como la de Bajogrande. "Empezaron a matar y se perdía mucha gente inocente, dice Juan, de 20 años, desplazado de allí. Tuvimos que salir y mi papá vendió sus 50 reses por apenas dos millones de pesos. Cuando llegamos teníamos mucho rencor".

Para que nadie escapara de su terror, los paras también se pasearon por los cascos urbanos con su mensaje de advertencia. En San Jacinto todavía recuerdan con escalofrío 'la ultima lágrima', una camioneta siniestra que repartía panfletos anunciando muerte para quien no se guardara temprano.

¿Por dónde empezar ante tanta desolación? El miedo, cabalgando sobre el rumor bien alimentado por guerrilleros y paramilitares, se convirtió en un monstruo que disolvió los vínculos entre la gente. Eran muchos más, pero se sintieron pequeños e indefensos. Eran más no sólo en número, sino en una cultura fuerte y diversa llena de alegría y arte, en una riqueza natural enorme que sólo en Carmen de Bolívar produce 40 millones de frutas cada año. Aquello no era Arauca, una tierra de colonos de arraigos frágiles y de escasa presencia estatal. En los Montes de María hay raíces profundas y nunca faltó la presencia del Estado; incluso siempre hubo patrullaje de las Fuerzas Armadas. Si pueblos tan consolidados habían sucumbido al terror, ¿qué hacer para restaurar la seguridad?

Con esa pregunta en mente y la orientación de la Política de Defensa y Seguridad Democrática del presidente Álvaro Uribe, la Armada, bajo el liderazgo del almirante Guillermo Barrera, comandante de la Fuerza Naval del Caribe, comenzó a metérsele al problema.

Ganar confianza

A fines de 2002 ser de los Montes de María era sinónimo de ser guerrillero. Los habitantes de la región trataban de explicar inútilmente que ellos no eran violentos.

"Yo no sé si eso es un pecado ser hijo de esta tierra pero todo el mundo vive señalando al que diga que es de Ovejas; nos difaman, nos apodan, nos tildan como hombres guerrilleros y por mucho que rechace esa mentira para ellos somos unos violentos.
No señor eso no es así.
Y por eso este canto es pa' aclararle que la gente de mi pueblo no se porta así; que si en unas montañas se esconden unos hombres descontentos, se lo juro a usted compadre que no son de aquí. Porque el ovejero es sano de nacimiento y si dicen que carga un fusil, seguro que es una gaita de cinco huecos"
(Canción de Gerson Vargas, ganadora en el Festival Nacional de Gaitas en Ovejas como mejor canción inédita)

A diferencia de la lógica tras las capturas masivas que parte de la base de que medio pueblo ha sido colaborador de la guerrilla (y en los Montes no fue diferente y la mayoría quedó luego en libertad por falta de pruebas), la estrategia de la Armada consistió en hacer caso omiso del estigma. "Resolvimos creer en la gente, no tratarla como guerrillera, dice el suboficial Juan Elías Padilla, uno de los marinos que llegaron a San Jacinto bajo el mando del capitán Guillermo Laverde. Les decíamos que no podían dejar que cualquiera enlodara su nombre, que tenían una tradición qué cuidar". Su cuartel era una casona del pueblo que la gente llama la Casa del Almirante.

Al tiempo que realizaban labores convencionales de 'acción integral' militar, como llevar a los barrios brigadas médicas y odontológicas o invitar por radio a la gente a cooperar o a los guerrilleros a desmovilizarse, resolvieron dar clases a los jóvenes de 10 y 11 grado de una cátedra que llamaron 'principios y valores'. En estos cursos pusieron a los muchachos a reflexionar sobre lo que era valioso para ellos, su folclor, su artesanía, y en la importancia de creer en sí mismos y en lo que son capaces de hacer. Además de las clases, el suboficial Jorge Andrés Mariño, un joven pereirano de 24 años, graduado en filosofía y ética de la Universidad Nacional, se dedicó a promover competencias deportivas y actividades culturales. "¡Cómo está Mariño!", lo saluda la gente, mientras él camina por el pueblo y cuenta que está convencido de que sin arraigo, la gente se presta para todo, sin confianza en sí mismas, no salen adelante. "Les enseño que no hay dos bandos, que los militares y la policía hacen parte de la sociedad", dice.

El capitán Laverde, y ahora el capitán Fabio Cárdenas que lo reemplazó, y los demás militares han realizado además labores de gestión comunitaria. Quizá por las carencias de otras entidades, no es raro ver a los oficiales de la Armada, desde el de más alto rango, convenciendo a los hoteleros de Cartagena de que compren aguacates de Carmen de Bolívar o acudiendo a algún ministerio para que reciba a un alcalde. Se han unido con gobernantes locales, sacerdotes y organizaciones comunitarias para estimular el desarrollo e incentivar la solidaridad. "Seguridad no es más que solidaridad", dice el teniente Mariño.

La gente ha empezado a asumir la seguridad como cosa propia. El alcalde González dijo hace poco a sus pobladores: "Por San Jacinto entró la violencia a los Montes de María y por aquí mismo la vamos a desterrar". Más que los ciudadanos de bien, ahora quienes deben temer son los violentos que entren al pueblo, pues es muy probable que alguien alerte a las autoridades, en las que confían. "Los niños van a hacer tareas por la tarde a la Casa del Almirante. Si se ganaron la confianza de los niños, es porque todo el mundo les cree", dice una matrona de San Jacinto, señalando a los oficiales que pasan por ahí. "El respaldo de la Armada le quitó el temor a la gente, dice Carlos Vásquez, un comerciante. Tienen autoridad, enseñan cosas buenas y dan buen ejemplo. Por eso en las últimas fiestas no peleas".

El capitán Adrián Ivanot Dávila, nacido en Barrancabermeja, infante de marina que hizo cursos en el exterior en cooperación civil-militar, tiene una perspectiva privilegiada de lo que ha sucedido. Recuerda que hace unos años viajaba por la carretera que de Cartagena va a Sincelejo y tenía que pasar a las 3 de la madrugada, armado hasta los dientes, rezando para que no hubiera una emboscada. Entonces los infantes de marina patrullaban los pueblos, pero la violencia no amainaba. Ahora, en su misión de desterrar el miedo de Ovejas, ha vivido todo lo contrario. De una clase de liderazgo que dio a los presidentes de acción comunal nació un concurso del mejor barrio. El día de la premiación, el capitán se paseó por cada calle, admiró la nueva pintura de las casas, las actividades deportivas, las marchas de paz, fue bien recibido y todo el tiempo iba desarmado.

Pero no es fácil lograr que confíen. Por ejemplo, los jóvenes se rehúsan a ir a la sede de la Brigada de Infantería a tomar un curso del Sena para mecánica de motos porque "uno no quiere que lo señalen de informante", como dijo uno de ellos. Y un dirigente comunal, que vio desde lejos cómo unos guerrilleros de las Farc preparaban un cilindro para arrojárselo a la Fuerza Pública y 'celebrar' sus 40 años, no quiso volver a los cursos porque teme por su vida.

Es que todavía hay demasiada violencia. Por eso la estrategia de seguridad basada en incentivar la confianza y restablecer la solidaridad social se complementa con un esfuerzo de vigilancia, protección a los ciudadanos y de combates e inteligencia.

Según la Infantería de Marina, responsable de las operaciones militares en la zona, si antes allí las Farc tenían cerca de 500 hombres, hoy no les quedan más de 220. Los demás han muerto, están presos o se han desmovilizado. Han bajado los secuestros este año de 131 en 2002 a 30. Si bien aún no pescan a los jefes de los frentes 37 y 35 'Martín Caballero' y 'Mañi', se han hecho capturas importantes como la de 'Tobías', subjefe político del Bloque de Bolívar de las Farc. Ha sido una guerra ingrata porque las guerrillas han puesto más de 1.000 minas que han dejado decenas de uniformados y civiles lisiados. Y la labor permanente de desminar es lenta y peligrosa.

La batalla contra los paramilitares es igualmente dura. Es difícil encontrar otro lugar en donde los paras tengan tanta presión. Según la Armada, los máximos jefes allí, 'Cadena' y 'Juancho', se han dedicado sobre todo al tráfico de cocaína -la sacan por el golfo de Morrosquillo-, y aunque les han incautado toneladas de droga, su poder de intimidación es grande.

Los obstáculos

El modelo de seguridad que se está desarrollando en los Montes de María está sin duda en construcción. Hay muchos obstáculos en el camino, algunos de los cuales no son menores. Aún falta mucho para que la carrera militar dé mayor peso a los logros más intangibles, pero contundentes, para la seguridad de los ciudadanos. Restaurar la fe de la gente implica no sólo persistir en la original tarea de incentivar su autoestima, sino también protegerlos mejor de los violentos de todos los pelambres. Esto último se torna difícil cuando algunos grupos ilegales han transformado su poder de terror en capacidad corruptora y control político local. La justicia podría respaldar el esfuerzo de seguridad con mayor decisión.

Otro escollo es el desempleo, que según calculó un estudio del Pnud, es mayor de lo que reflejan las cifras oficiales. No más en Sincelejo hay 12.000 mototaxistas, un disfraz de empleo que hace evidente la desocupación. En Ovejas, con la crisis de las empresas tabacaleras, este año hay cientos de familias que no tendrán de qué vivir. Cientos de muchachos sin nada qué hacer son presa fácil de la violencia y la ilegalidad.

Es importante y más efectivo construir la seguridad sobre la base de la confianza recíproca entre ciudadanía y Fuerzas Armadas. Si el modelo persiste aquí y se amplía y ensaya en otros centros del conflicto colombiano, no sólo las gentes buenas de los Montes de María, sino del país, podrían dedicarse por fin, con tranquilidad, a la enorme tarea de desarrollo económico y social que les espera.