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O R D E N    <NOBR>P U B L I C O</NOBR>

El país se endurece

Con la ilusión de ganar la guerra, empresarios y candidatos giran a la derecha. Desprestigiado, el proceso de paz se queda sin amigos. ¿Qué tanto durará esta tendencia?

8 de octubre de 2001

El pais esta girando a la derecha, si por eso se entiende volver a considerar la guerra integral como una salida al conflicto armado; optar por más mano dura y menos diálogo. La violencia que no cesa, el angustiante desempleo, la falta de liderazgo, la ‘mamadera de gallo’ de las conversaciones en el Caguán, la percepción de que las Fuerzas Armadas son más capaces, entre tantos otros factores, están agotando la paciencia de la gente. Alvaro Uribe Vélez, por ejemplo, ha subido como espuma en las encuestas, no tanto por lo que es: serio, estudioso, casi aburrido, sino por lo que representa: autoridad, orden, mano de hierro con la guerrilla. Es decir, la popularidad de Uribe no es carisma, más bien se debe a que su discurso refleja exactamente una tendencia de la opinión que se ha expresado en la últimas semanas en hechos contantes y sonantes.

El cierre de filas de los empresarios en torno a las Fuerzas Militares en el apoteósico homenaje al soldado colombiano en 24 ciudades —y al que asistió lo más insigne del Establecimiento— constituyó la primera y más explícita señal de que la clase dirigente asumió la guerra. El discurso casi dramático de Sabas Pretelt, presidente del Consejo Gremial, en el que se comprometió a “no dejar solos nunca más a los hombres que lo entregan todo por el país”, permite entrever un mea culpa histórico de la dirigencia nacional por haberle dejado solamente a las Fuerzas Armadas el destino del conflicto armado. Si bien esto obedece, en gran parte, a la tradición civilista de la sociedad colombiana y a los excesos que cometió el Ejército en el pasado, ahora la dirigencia está diciendo en voz alta que va a apoyar a sus tropas y que el conflicto no se puede mirar desde la óptica de la neutralidad.

El compromiso renovado del Establecimiento con su fuerza pública en el conflicto tiene que ver, por supuesto, con la percepción de que como dijeron los generales a SEMANA hace unos días, ellos “están ganado la guerra”. Aunque la euforia de los militares fue luego mermada, cuando se conocieron los verdaderos resultados de la ‘Operación 7 de Agosto’ en el Guaviare —exitosos, sí, en la medida en que impidieron el avance de una columna guerrillera, pero no avasalladores como lo anunciaron en su momento— sí ha mejorado la imagen de las Fuerzas Militares y de su capacidad ofensiva. Mientras en diciembre de 1998 apenas un 34 por ciento de los colombianos creían que las Fuerzas Armadas colombianas estaban en capacidad de derrotar militarmente a la guerrilla, en julio de este año un 56 por ciento de las personas así lo creen, según encuesta aleatoria telefónica de Gallup realizada en las cuatro principales ciudades (con un margen de error del 3 por ciento).

Las expectativas frente a lo que pueden hacer las Fuerzas Armadas son en realidad tan optimistas que en medio de la crisis económica se llegó al extremo de ofrecer 500.000 millones de pesos adicionales a su presupuesto del próximo año.

Y, claro está, no es extraño que una fuerza pública mejor organizada, con más recursos, el apoyo estadounidense en inteligencia y equipos y leyes que —para bien o para mal— dejan más sueltas las manos del accionar militar en combates, vuelvan a despertar en muchos colombianos las ilusiones de triunfo pero, sobre todo, de que el conflicto tendrá un pronto final. Estas ilusiones pueden, sin embargo, resultar sin fundamento, no porque en efecto no haya habido una modernización sustancial del sector militar sino porque la tarea de derrotar a una guerrilla en expansión en el enorme territorio colombiano es mayúscula. Y más aún cuando se tiene que luchar también contra el narcotráfico, las autodefensas y criminales comunes. Por eso personajes que conocen bien esta dificultad, como el ex secretario de Estado de Estados Unidos que tuvo que firmar la paz con Vietnam, Henry Kissinger, sostienen que la solución a conflictos armados internos como el colombiano sólo puede ser política.

No obstante, como otras veces antes, muchos colombianos están volviendo a creer en la guerra como solución, con la diferencia de que esta vez dicen estar dispuestos a pelearla ellos mismos. Falta ver si eso se traduce en acciones como, por ejemplo, servicio militar obligatorio para todos, incluidos los hijos de las clases altas y medias. Este nuevo compromiso de los empresarios refleja hasta qué punto la guerra metió sus tentáculos en la economía. Y cómo la paz es una condición cada vez más necesaria para que retornen la prosperidad y el buen clima de negocios.

El proceso de ‘endurecimiento’, sin embargo, puede traer una consecuencia positiva: que el mayor respaldo a las Fuerzas Armadas se traduzca en un menor apoyo a las aventuras de autodefensas y paramilitares. Es decir que hacendados y empresarios que estaban financiando grupos armados ilegales para que los protegieran de secuestros y boleteos, vean ahora en los militares un aliado más legítimo y confiable.



Los politicos

Además de Uribe Vélez, otros dos candidatos parecen estar tratando de captar esa opinión entusiasmada con los posibles resultados de la mano dura para devolverle la paz al país. Noemí Sanín, a quien le gusta el centro y ha enarbolado la tesis de la negociación con autoridad —una especie de mano tendida y pulso firme de Barco— últimamente, sin embargo, se ha amarrado la falda en materia de orden público. En el discurso ante la asamblea de la Andi en Cartagena dijo que era necesario crear una legislación permanente para enfrentar el terrorismo que permita “agilizar la judicializacion de los actores criminales y regular el desplazamiento de los ciudadanos en zonas específicas”, entre otras medidas especiales.

Horacio Serpa, que por su talante y trayectoria siempre se ha sido visto como el hombre de la salida negociada, se está mostrando también como el presidente que puede enfrentar la guerra. “Si los grupos violentos quieren la paz tendrán en mí a un magnífico interlocutor, pero si quieren guerra me tendrán como el mejor y más decidido de sus adversarios”, dijo en el lanzamiento de su campaña en el Puente de Boyacá.

Paradójicamente Uribe Vélez, en alza en la opinión por sus posturas radicales en materia de paz y guerra principalmente, se ha visto en la necesidad de suavizar su discurso pues quiere parecer más tolerante e incluyente. Uribe tiene la ventaja de que la gente sabe que es un candidato duro y se puede dar el lujo de matizar sus posturas. Los otros aspirantes tienen que apretarles clavijas a sus propuestas para mostrar que no les temblaría el pulso en situaciones en las que haya que irse por el camino del garrote.

En el Caguán ya percibieron sus mensajes y varios dirigentes de las Farc están diciendo que —contrario a lo que se cree— les da lo mismo que cualquiera gane pues no ven diferencias entre ellos.

¿Se mantendrá este discurso ‘duro’ de los candidatos, que intentan todos diferenciarse de un gobierno débil como el de Andrés Pastrana? Puede ser. Ya sucedió en 1986, después de los tropiezos de la paz belisarista, los candidatos Virgilio Barco y Alvaro Gómez lo más que ofrecieron fue el pulso firme y la mano tendida del primero. Pero las condiciones del país no son las mismas. La recuperación económica de entonces estaba mejor encaminada que la de ahora y el narcotráfico ha contaminado y alimentado el fuego de todas las partes.

Por eso, si arrecia el terrorismo de guerrillas y autodefensas, o si los diálogos del Caguán muestran algún avance significativo, los discursos pueden dar giros de 180 grados y se puede volver a quedar en la situación de 1998, con los aspirantes compitiendo a ver quién les ofrece más garantías a los actores armados para que no rompan el diálogo.

En el recinto del Congreso las posiciones también se están endureciendo y el gobierno fue objeto, esta semana que pasó, de uno de los debates más encendidos en torno al manejo del proceso de paz. Los congresistas le pidieron al Alto Comisionado elaborar una estrategia, fijar tiempos de negociación y explicar si existen o no límites éticos en el proceso. “El debate del Congreso fue patético. El gobierno regalándoles la prórroga de la zona de distensión a las Farc y por lo tanto perdiendo ese gran instrumento como una basa fuerte de negociación”, dijo uno de los senadores críticos de la política de Pastrana.

Los asesinatos de dos presidentes de la comisión de paz de la Cámara, Diego Turbay en enero pasado y Jairo Rojas la semana anterior; el secuestro de por lo menos otros tres parlamentarios y la presión enorme que los grupos armados están ejerciendo sobre los candidatos al Congreso también han templado los ánimos entre los políticos, quienes buscan garantías rápidas y concretas que les permitan continuar sus campañas.



El pendulo

En 1998 el país, como Teresa Batista, el personaje de la novela de Jorge Amado, se cansó de la guerra y por eso respaldó la iniciativa de Pastrana, incluyendo la enorme cuota mínima para iniciar el diálogo de 42.000 kilómetros cuadrados. Ahora el país más bien está cansado de hablar de paz. No es claro si en el Caguán alguien habla en serio de paz: el gobierno sin estrategia visible; las Farc, que no logran salir de su autismo político, herméticamente selladas en un mundo autárquico que no reconoce siquiera su propio desprestigio. El único lenguaje que la gente ha visto en estos ‘tiempos de paz’ es el de las armas, la destrucción, las pipetas, las bombas, los recuentos de muertos, las masacres.

Por eso no es de sorprenderse que la dirigencia colombiana, asfixiada por la crisis, y la gente corriente, asustada por una paz que no avanza y un desempleo que no cede, clame por autoridad, orden y garrote, inclusive, si eso pone fin a la pesadilla. Mañana el péndulo quizá regrese, como ha sido lo usual, luego de que corra quién sabe cuánta sangre. Lo que hay detrás de este ir y venir de la opinión es en realidad la percepción de un Estado inútil, débil, que no es capaz de hacer la guerra, ni la paz.

Por eso hay que contextualizar este nuevo movimiento del péndulo hacia la derecha como uno que puede o no durar. ¿Qué sucederá, por ejemplo, si la guerra llega a las ciudades a través de actos de terrorismo? ¿Se vuelve a ablandar la opinión y el péndulo vuelve a girar? ¿Qué, si las Fuerzas Armadas siguen mostrando avances o si la estrategia de perseguir y golpear las finanzas de los grupos armados ilegales resulta fructífera? ¿Se endurecerá aún más el país pidiendo a los cuatro vientos más garrote y autoridad? ¿Hasta dónde llegará esta vez? ¿Hasta cerrar el Congreso o incluso quebrar la democracia?

No es poco lo que está en juego. El Estado colombiano tiene mucho por fortalecerse y el único territorio para lograrlo no es la guerra. Los dirigentes políticos, como los militares, y sobre todo los aspirantes presidenciales, tienen en sus manos la enorme responsabilidad de no crear falsas expectativas de soluciones fáciles, pero también de hacer valer la democracia que se ha construido y perfeccionado con mucho esfuerzo, a pesar de todas sus dificultades, y no ponerla a rifar entre los postores más violentos. Si no corre el país el riesgo de que no quede en Colombia sociedad alguna que pueda volver siquiera a protestar con sus pañuelos blancos.



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