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EL PERSONAJE DEL AÑO: EL FANTASMA PARAMILITAR

El 2006 transcurrió bajo la sombra de este flagelo

23 de diciembre de 2006

El 2006 pasará a la historia como el año en que el país conoció hasta dónde llegaron los tentáculos de los paramilitares. Aunque muchos colombianos sabían que las autodefensas controlaban a sangre y fuego varias regiones del país, e incluso que tenían alianzas con algunos políticos y militares, nadie se imaginó que este flagelo se había convertido en un cáncer que estaba carcomiendo silenciosamente los pilares de la democracia.

En 12 meses el país entendió la dimensión de su encrucijada. En el fragor de las campañas electorales el monstruo asomó la cabeza, pero los intereses políticos y la expectativa de la opinión frente a su primer Presidente reelecto opacaron las graves denuncias que empezaban a florecer.

Cinco congresistas fueron expulsados de las listas uribistas al Congreso por sus supuestos vínculos con los paramilitares -aunque luego todos resultaron elegidos-, y el hombre de mayor confianza del presidente Álvaro Uribe, el director del DAS, fue acusado de poner este organismo de inteligencia al servicio de las autodefensas del norte del país. Escándalos que no pasaron en su momento de portadas y titulares de prensa y que se ahogaron en la vorágine noticiosa que produce Colombia.

Hasta cuando apareció el computador de 'Jorge 40'.

En minuciosos archivos, la mano derecha del temido jefe paramilitar de la Costa describía cómo las autodefensas habían asesinado a más de 50 líderes sociales en Barranquilla en los últimos dos años; cómo habían tejido una alianza con varios congresistas y gobernadores; cómo decenas de alcaldes, diputados y concejales de los distintos departamentos eran sólo peones de su ajedrez político-militar; cómo trazaron una estrategia electoral para elegir más congresistas amigos; cómo estaban desangrando los recursos de las regalías del petróleo y el carbón, y cómo habían convertido los hospitales públicos en una caja menor para aceitar su maquinaria de guerra. El computador era un espejo donde se reflejaba el drama de cómo el Caribe sucumbía bajo el yugo paramilitar.

Mientras la prensa indagaba sin tregua las distintas ramificaciones del nuevo escándalo de la para-política, la opinión seguía estupefacta las revelaciones periodísticas como si se tratara de una película surrealista. El escándalo mediático le dio paso rápidamente a la actuación de la justicia y al debate político. En cuestión de semanas, la Corte Suprema de Justicia llamó a indagatoria a nueve congresistas, la Fiscalía empezó a investigar al ex director del DAS, al gobernador de Magdalena, al ex gobernador de Sucre y a varios ex parlamentarios. En el Congreso los políticos investigados, todos uribistas, le dieron munición a los opositores. El Polo Democrático, en cabeza de Gustavo Petro, fustigó la permisividad del gobierno frente al fenómeno paramilitar y criticó duramente a la justicia por su ineficacia y vulnerabilidad ante el poder corruptor de los grupos armados. El Partido Liberal, que iba por la cabeza de la Canciller, desaprovechó un debate histórico que se limitó a discursos altisonantes y argumentos anecdóticos. El terremoto político no sólo puso contra las cuerdas a la bancada uribista y tonificó a la oposición, sino que puso tras las rejas a tres congresistas y tiene a muchos otros políticos sin conciliar el sueño.

En 2006 la verdad sobre el paramilitarismo empezó a salir a flote. El escandaloso episodio de la para-política es, hasta ahora, su silueta más nítida. Pero la sombra de este flagelo se ha extendido a otros sectores de la sociedad que contribuyeron a alimentar un monstruo que puso en jaque a las instituciones en varias regiones del país. Ya el presidente de Fedegán reconoció que cientos de ganaderos financiaron grupos de autodefensa, otros más han hecho declaraciones públicas -como en el Bajo Cauca antioqueño- donde se defienden por anticipado de haber acudido a estos grupos armados para defenderse de la guerrilla ante la debilidad del Estado; y se avecinan marchas en el Magdalena Medio -seguramente presionadas- para justificar la connivencia de la población con los paramilitares.

Este año el país empezó a entender que, para acabar con el paramilitarismo, no era suficiente con desarmar a los 30.000 hombres vestidos de camuflado. Que su poder está construido sobre redes políticas, económicas y sociales mucho más difíciles de desmontar. Y que esa tarea apenas comienza.

¿Fue 2006 el gran año del destape o hemos visto apenas la punta del iceberg? ¿Cómo debe enfrentar el país un fenómeno que nació por la falta de Estado y terminó siendo una amenaza para la democracia? ¿Dónde se debe trazar la línea entre quienes participaron activamente en la expansión paramilitar y quienes lo aceptaron pasivamente por conveniencia o forzados por las circunstancias? ¿Qué hacer frente a un fenómeno militar contrainsurgente que degeneró en un ejército anarquizado al servicio del narcotráfico? ¿Conocer la verdad le permitirá al país transformar el statu quo que dio origen al paramilitarismo o estaremos condenados a repetir nuevamente la historia?

En 20 años el país pudo constatar que las autodefensas fueron la encarnación de tres grandes flagelos: guerrilla, narcotráfico y fragilidad del Estado.

Lo que empezó a mediados de los 80 como un proyecto contrainsurgente para defenderse de las extorsiones y los secuestros de la guerrilla en el Magdalena Medio terminó como la expresión más sofisticada que ha tenido el narcotráfico en toda su historia. En los 80, la mafia trató de penetrar al Estado, pero se encontró con la firmeza de muchos colombianos que dieron su vida para defender la democracia. Ante la muralla moral que se había erigido, el cartel de Medellín, en cabeza de Pablo Escobar, intentó doblegar al país con terrorismo y, a pesar del baño de sangre, no lo logró. En los 90, el narcotráfico trató de mimetizarse en la política para capturar al Estado a través del poder corruptor del cartel de Cali. Y en la última década, el narcotráfico encontró su forma más perfecta: los grupos paramilitares.

En 20 años se pasó de carteles urbanos con grandes capos y sicarios en moto, a campamentos rurales y poderosos ejércitos que consolidaron regiones enteras al servicio del narcotráfico. Aprendieron de Escobar el uso del terror, y de los hermanos Rodríguez Orejuela, la capacidad de comprar conciencias. Combinaron con macabra eficiencia las masacres y los asesinatos selectivos, con una ambiciosa estrategia para consolidar su hegemonía. Masacres como Macayepo y Chengue (Sucre), El Salado (Bolívar), Nueva Venecia (Magdalena), El Aro (Antioquia) y Mapiripán (Meta), a finales de los 90, eran el telón de fondo de una ofensiva política que les permitió adueñarse de concejos, asambleas, alcaldías, gobernaciones e, incluso, representación en el Congreso. Sin reparar en lo que estaba ocurriendo, muchos políticos, ganaderos y militares fueron a las reuniones con los jefes paramilitares, e hicieron pactos con ellos, mientras cientos de familias lloraban a sus muertos y miles de campesinos deambulaban en las ciudades porque habían sido expulsados de sus tierras.

La ausencia de instituciones fuertes en varias regiones del país se convirtió en el caldo de cultivo para que los paramilitares dieran su zarpazo. En seguridad, con un Estado incapaz de proteger a la gente y de combatir el crimen. En justicia, una impunidad que mandaba el mensaje de que la ilegalidad es la mejor manera de ascenso social. Y en política, unas elites con una tradición mafiosa de clientelismo y saqueo que encajaban muy bien con el proyecto político de los paramilitares. La segmentación de los votos y las candidaturas únicas en Cesar y Magdalena; el asalto a la salud en La Guajira y Atlántico; el desangre de las regalías en Sucre; la apropiación de los juegos de azar en Bolívar; la legalización irregular de tierras robadas en Córdoba, y la extorsión a la contratación pública en todos los departamentos, son la expresión más clara de esa alianza mafiosa entre narcotráfico, paramilitarismo y clase política.

Todos estos ingredientes se fueron incubando en las dos últimas décadas, pero hicieron explosión este año. Lo que muchos colombianos se preguntan hoy es si esta crisis es el comienzo del fin de los paramilitares. Con los 58 jefes paramilitares detenidos en la cárcel de Itagüí y los 30.000 combatientes desmovilizados, estamos, sin duda, frente al fin de una era de las autodefensas tal y como las conocimos. Y el escándalo de la para-política es apenas el comienzo de la verdad -tormentosa pero necesaria- que requiere el país para cerrar definitivamente este cruento capítulo.

El año 2007 debería ser el de la verdad. No sólo es necesario que Salvatore Mancuso y sus secuaces le den la cara al país y cuenten qué pasó, así duela, sino que todos los políticos, ganaderos, militares y empresarios reconozcan su grado de responsabilidad en el desbordamiento de este fenómeno. Ante la magnitud del problema, y la cantidad de gente involucrada, la justicia tiene el reto de saber quiénes tienen que ser castigados con dureza por haber alimentado esta máquina criminal, y quiénes no ameritan cárcel, pero cargarán en sus conciencias el haber tolerado un proyecto que dejó tras de sí una estela de sangre.

Para dejar atrás esta historia no basta con la verdad histórica y una justicia sabia. La sociedad necesita trazar unos límites morales infranqueables, y el Estado, cortar de raíz la cultura mafiosa que se ha enquistado en varias regiones. Colombia se debate entre un centro que mira hacia el siglo XXI, con instituciones fuertes, y una periferia anclada en un pasado medieval. En fin, un país que lucha por modernizarse.

Dentro de unos años, cuando las nuevas generaciones estudien la historia de Colombia, posiblemente vean 2006 como un año de ruptura: como el año en el que empezó el derrumbe del paramilitarismo. De cómo se enfrente este problema dependerá que las nuevas generaciones no tengan que leer estas páginas, como nuestra generación lee hoy las de Guillermo Cano, con la frustración de no haber sido capaces de enfrentar a las mafias. Por eso el Personaje del Año es el fantasma del paramilitarismo. Un fantasma que encarna al narcotráfico que sigue acechando al país, a pesar de los anuncios premonitorios de Guillermo Cano, quien entregó su vida por ello.