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POLÍTICA INTERNACIONAL

El retorno de la diplomacia

Se dieron los primeros pasos para normalizar las relaciones entre Colombia y Venezuela. Pero seguramente nada volverá a ser lo mismo.

23 de enero de 2005

EL JUEVES EN LA NOCHE el canciller de Venezuela Alí Rodríguez recibió en la Casa Amarilla, sede diplomática de ese país, al embajador colombiano Enrique Vargas, quien tenía la misión de entregarle un sobre rigurosamente sellado. Adentro estaba la información de inteligencia que Colombia les había prometido a sus vecinos como prueba de que por lo menos siete jefes guerrilleros de las Farc y el ELN viven o se pasean sin problema por Venezuela. Con este sencillo gesto volvieron a los canales diplomáticos las relaciones de los dos países, que en las últimas semanas se acusaron mutuamente a través de los micrófonos y las cámaras de televisión.

Tanto para Colombia como para Venezuela la crisis desatada por la captura de Rodrigo Granda pasó de lo policivo a lo político. Y en ambos casos mostró que una cosa es la política nacional y otra muy distinta, lo que está pasando en el plano internacional. Colombia logró torcer el debate a su favor, demostrando no sólo que Granda se movía a su antojo en Venezuela, con protección de funcionarios venezolanos, sino que el suyo no era el único caso. Raúl Reyes, Iván Márquez, Grannobles y otros tres jefes de frentes de las Farc, y Nicolás Rodríguez Bautista 'Gabino', del ELN, son algunos de los que tienen en el país vecino su retaguardia.

También recibió respaldo de otros gobiernos. En un pronunciamiento el embajador de Estados Unidos, William Wood, le dio un espaldarazo a Colombia e increpó a Chávez a definirse sobre el tema de las Farc. Y como para que no quedaran dudas, el miércoles pasado la secretaria de Estado, Condoleezza Rice, le echó más leña al fuego cuando dijo en Washington, ante el Comité de Relaciones Exteriores del Senado, que "Chávez es una fuerza negativa en la región". En estas dos intervenciones, innecesarias por decir lo menos, el gobierno estadounidense dejó claro su respaldo a Uribe y acrecentó las dudas que tienen los chavistas sobre el papel que representó el país del norte en el episodio Granda. Y sobre las cartas que se están jugando en la política hemisférica.

En contraste con estas declaraciones, varios países ofrecieron su ayuda para lograr un acercamiento rápido entre Colombia y Venezuela. México y Perú se ofrecieron como mediadores. Pero la mayor expectativa se centró en la reunión que por más de tres horas sostuvo Uribe con el presidente de Brasil, Luis Inácio Lula Da Silva, el miércoles pasado en Leticia, Amazonas. Al final del encuentro, Lula consideró que el conflicto debía ser resuelto por la vía diplomática entre Colombia y Venezuela. Por eso no ofreció una mediación, sino sus buenos oficios para llamar a Chávez y buscar un acercamiento. Esa misma noche la gestión de Lula rindió sus frutos. Desde Bogotá salió en valija diplomática un sobre sellado con la lista de guerrilleros que se ocultan en Venezuela. El mismo que recibió al día siguiente Alí Rodríguez y que le abrió nuevamente la puerta a la diplomacia.

URIBE, ENTRE DOS AGUAS

A pesar de que con ese sobre sellado se puso la primera piedra para el fin del affaire Granda, la crisis de estas dos semanas reveló que en Suramérica se mueven dos corrientes que conciben de manera distinta el tema de la seguridad. Y que los argumentos de Colombia para internacionalizar su lucha contra los grupos insurgentes no son tan convincentes por fuera como sí lo han sido en la política colombiana.

Es un hecho que el conflicto colombiano se ha convertido en un peligro latente para los países de la región. En septiembre del año pasado Internacional Crisis Group publicó un documento que llamaba a las fronteras el "eslabón débil de la política de seguridad de Uribe". El texto llama la atención sobre cómo la ofensiva militar contra las guerrillas en Colombia, en particular el Plan Colombia y el Plan Patriota, están empujando a los insurgentes (y narcotraficantes) hacia los países vecinos. Especialmente hacia Venezuela y Ecuador. Pero no exclusivamente. Brasil tuvo que reforzar su presencia militar en la Amazonía con 70 aeronaves supertucano y 24.000 efectivos, y en Perú se tiene información, según la Fundación Seguridad y Democracia, de que "las Farc tienen campamentos de descanso en el departamento peruano de Loreto, en los cuales mantienen a 25 secuestrados". En la frontera con Panamá se duplicaron en 2004 las incautaciones de droga, aunque disminuyó aparentemente el ingreso de armas. El caso de Ecuador es especial, pues la frontera con el Putumayo, donde se desarrolla el Plan Patriota, es especialmente neurálgica. El flujo de guerrilleros es constante y se sabe que Quito es un paso frecuente de guerrilleros. De hecho, la captura de Simón Trinidad se produjo allí y Granda estuvo a punto de ser detenido en esa capital el año pasado.

Pero aunque el caso de Venezuela no es exclusivo, ni siquiera el que tiene mayor significado logístico para la guerrilla, es sin duda el que más riesgo político representa para Colombia. "El caso Granda es la punta del iceberg", dijo a SEMANA Julio Montoya, ex presidente de la comisión de política exterior de la Asamblea venezolana y jefe de la fracción parlamentaria del Movimiento al Socialismo (MAS). "Venezuela desde hace muchos años ha servido como aliviadero para estos grupos. La diferencia entre el gobierno de Chávez y los anteriores es que tiene una doble diplomacia. Una hacia el gobierno de Colombia y otra hacia los grupos insurgentes". Sin embargo para el diputado, experto en temas fronterizos, la presencia del narcotráfico en Venezuela es un tema igualmente neurálgico: "El 45 por ciento de la droga decomisada en Europa sale de las fronteras venezolanas. Si no se mejoran las relaciones entre Colombia y Venezuela, el narcotráfico seguirá siendo un fantasma, y aumentarán las implicaciones que tiene este problema en el continente y el mundo". Guerrilleros, narcotraficantes y paramilitares se vieron beneficiados con la laxa política de nacionalizaciones del gobierno de Chávez el año pasado. Documentos de inteligencia establecen que capos de la talla de Wílber Varela alias 'Jabón', uno de los jefes del cartel del norte del Valle, estarían instalados en Caracas. De hecho, la captura de Luis Hernando Gómez Bustamante 'Rasguño' en Cuba podría indicar que los narcotraficantes encuentran más que atractivos los dos países del Caribe que no giran en la órbita de Estados Unidos.

Por esa tozudez de los hechos, la opinión pública de Colombia terminó aplaudiendo la actuación de su gobierno en el caso Granda y hasta los críticos más conspicuos del Presidente lo rodearon. Así ocurrió el jueves pasado, cuando los ex presidentes se sentaron en una misma mesa en el Palacio de Nariño y respaldaron la actuación de Uribe.

Pero ¿justifican estos hechos un distanciamiento de Venezuela?

De ninguna manera. Es cierto que la 'revolución' bolivariana de Chávez puede ser como un imán para unos guerrilleros de las Farc sin referentes ideológicos y un ideario que no va más allá de sus fusiles humeantes. Y que, en su alejamiento de Estados Unidos, Venezuela corre el riesgo de convertirse en un oasis para los criminales acosados en nuestro territorio. Sin embargo, la importancia económica de la relación de los dos países se impone por encima de otros argumentos. De eso parecen tener conciencia los gobernantes de ambas naciones. En la actual coyuntura, para Colombia es crucial el comercio de combustible y alimentos. Para Venezuela, la construcción del poliducto del Pacífico.

Por eso, el incidente Granda será superado seguramente en los próximos días. Y como toda crisis, tendrá que dejar una situación nueva. Esta vez, la comprensión de que una relación bilateral no sólo se construye por la conveniencia económica. Se necesita un diálogo político que, dada la realidad que vive Colombia, pasa por el tema de la seguridad. Y en este terreno Suramérica se debate entre dos agendas.

Por un lado, la agenda del eje Estados Unidos-Colombia, que busca darle un tratamiento militar al conflicto de las drogas y la guerrilla partiendo de la base de que se trata de un asunto regional. Pero estos argumentos no convencen a sus vecinos. En noviembre pasado se reunieron en Quito todos los ministros de Defensa del continente. Allí el ministro de Defensa de Colombia, Jorge Alberto Uribe, propuso dos asuntos cruciales para Colombia: crear una fuerza militar multinacional para combatir el terrorismo en la región y que la OEA aprobara una lista de organizaciones terroristas del continente. En ambas propuestas salió derrotado, muy a pesar de que el secretario de Defensa de Estados Unidos, Donald Rumsfeld, y varios países centroamericanos apoyaron vigorosamente estas ideas.

Brasil lideró un grupo mayoritario (conocido como grupo emergente) del que hacen parte Venezuela, Argentina, Chile, Ecuador y Canadá, que se opuso a estas iniciativas con el argumento de que cada país debe combatir a sus enemigos internos. En el fondo prima la visión de que el conflicto colombiano es un asunto doméstico y no un tema regional, como pretende Washington. Colombia tuvo que conformarse en esta reunión con un lánguido pronunciamiento de que los países del continente "expresan su solidaridad con el pueblo de Colombia y reiteran el apoyo al gobierno por los esfuerzos contra el terrorismo".

En la práctica, los gobiernos de izquierda del continente, liderados por Brasil, han demostrado que, a diferencia de Colombia, no siguen al pie de la letra la doctrina del tío Sam. Sin guerrillas en sus territorios, no necesitan ese respaldo militar. Por el contrario, ven a Colombia como una dócil punta de lanza de los gringos en el continente. El jueves pasado el ministro del Interior de Venezuela, Jesse Chacón, lo dijo de manera directa ante un grupo de parlamentarios: "La política de guerra preventiva aplicada por Estados Unidos en Irak y que ha sido asumida por Colombia es la denominada 'Seguridad Democrática' y (...) nos la quieren imponer en Latinoamérica".

En nuestro país la percepción es diferente. La convulsionada guerra interna, los tentáculos del narcotráfico y la fragilidad de las finanzas públicas han hecho que la alianza con Estados Unidos sea crucial para doblegar a los grupos armados. Pero esa alianza no puede marcar la pauta de comportamiento con los vecinos, cuyos gobiernos piensan de manera tan distinta al colombiano en términos de integración. Y tienen otras prioridades en la agenda que no pasan necesariamente por poner en el centro de sus esfuerzos una cruzada antiterrorista regional.

Por eso, ahora que se han apaciguado los ánimos, Uribe tiene que moverse con habilidad entre estas dos aguas. Con un renovado baño de popularidad en el país, podrá profundizar sus relaciones con Estados Unidos para asestarle una derrota estratégica a la guerrilla. Pero tendrá que ganarse la cooperación de sus vecinos -en particular de Venezuela- en materia de seguridad, con una agenda propia, acorde con la realidad y los intereses de la región, donde Colombia está más sola de lo que piensa.