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El revolcón

En los últimos meses ha habido una verdadera revolución en las Fuerzas Armadas. Nunca habían estado tan capacitadas para enfrentar la guerra. El desafío del nuevo ministro de Defensa es afianzar ese proceso.

2 de julio de 2001

”Estamos en guerra y estamos ganando”, dicen carteles pegados en las paredes de unidades militares de todo el país.

Es el lema de las nuevas Fuerzas Armadas y simboliza la revolución silenciosa que han vivido en los últimos dos años y que ahora deberá continuar el nuevo ministro de Defensa, el vicepresidente de la Nación, Gustavo Bell. Tres claves tiene este revolcón: asumir la guerra, que los civiles se sumen al esfuerzo y combatir en forma legítima.

La primera clave implicó dejar atrás la idea de que en Colombia hay problemas de orden público que se enfrentaban con el patrullaje de unos soldados solitarios, con equipo al hombro y una radio compartida o con unas brigadas dedicadas a perseguir a los jefes guerrilleros. “Ahora se trata de una guerra”, dijo el general Néstor Ramírez, segundo al mando del Ejército.

Esa sola idea transformó la lógica del accionar militar. Ahora ese soldado debe salir a actuar en una operación, con una misión definida, bien equipado, movilizado, con buenas y seguras comunicaciones, coordinado con sus pares de otras armas y marchar sobre un campo al que se conoce con gran trabajo inteligencia. No siempre es el caso pero ya se tiene claro que es el ideal. Así le queda más fácil sentirse ganador, combatir con compromiso y con arrojo.

“La guerra es una tarea muy dura, cruel y se necesita respaldo de verdad para pelearla”, dice un oficial que lleva años metido en ella.

Así sucedió en la operación Gato Negro en Barrancomina (en el Guanía), donde cayó Fernandinho y se fracturó una fuente de recursos para las Farc. Allí conocían de memoria cada casa antes de haber puesto un pie en el pueblo. Así está pasando en la operación Tsunami, que está en curso al sur de Nariño, donde colinda con Ecuador, y que también busca interrumpir un corredor de armas y coca de la guerrilla.

Esos operativos de gran escala exigían unidades tácticas diferentes. Así se montó el Fudra (Fuerza de

Despliegue Rápido), con 5.000 hombres que pueden reaccionar de inmediato, como cuando rescataron a los secuestrados del Kilometro 18 en los Farallones de Cali al mando del intrépido y efectivo general Carlos Frasica. Así mismo, en noviembre próximo comenzarán a operar cuatro nuevas brigadas móviles de 2.500 hombres cada una, que estarán adscritas a cuatro divisiones en las zonas más complicadas. Podrán reaccionar de inmediato pues también tendrán a su disposición por lo menos ocho helicópteros cada una.

Los grandes operativos exigen mayor coordinación entre las fuerzas (Aérea, Armada y Ejército). Esto ya está sucediendo en distintos frentes. En las operaciones son fuerzas combinadas las que llegan al terreno, y en él es tan crucial el papel de la Fuerza Aérea que, con sus helicópteros, su capacidad de visión nocturna y de reacción rápida se ha revalorizado en este revolcón, según sostienen todos los observadores. Pero también la Armada, con la Infantería de Marina o las nuevas brigadas fluviales para interdicción antinarcóticos. Y, por supuesto, el Ejército, mejor entrenado, con un nuevo sistema disciplinario más enfocado a estimular triunfos en el combate y con mejor liderazgo. Al frente está el general Jorge Enrique Mora, comandante del Ejército que ha demostrado una eficiente capacidad operativa.

También en inteligencia se ha comenzado a compartir la información de cada arma. “Antes operaba la envidia”, dijo un oficial en tono un poco sarcástico. “Cada arma se guardaba sus informes de inteligencia y no los compartía con la esperanza de dar un golpe y poderlo reivindicar para sí solamente”. Ahora se está trabajando en mejorar la calidad de la información que se recoge, no sólo con espías sino también con satélite (cuando los estadounidenses brindan la información, que no es siempre), con aerofotografías y equipos de interceptación.

“La inteligencia son los ojos de uno”, dice el coronel Jairo Lombana, quien nació en el Ejército, como él dice. Y cita la última operación en el sur de Nariño como ejemplo, donde se trató de penetrar en 1995 porque desde entonces era una retaguardia estratégica de la guerrilla, pero no se pudo. “Una mayor movilidad aérea y una inteligencia muy detallada permitió tener éxito esta vez”, explicó.



Mas y mejores

Nuevas operaciones exigen más y mejores soldados. Por eso se ha más que duplicado el número de los uniformados profesionales y se piensa incorporar a partir de este año 10.000 nuevos soldados regulares por cuatro años dentro del Plan Fortaleza. Muchos soldados profesionales que hoy cuidan infraestructura van a ser reemplazados por los regulares para que un mayor número de profesionales estén en los combates. Los 35.000 soldados bachilleres, que de todos modos no combatían, serán cada vez menos (ver recuadro).

“Esto no significa que los colombianos que hayan finalizado su bachillerato estarán excluidos de su deber constitucional de prestar el servicio militar”, dice un informe de actividades del Ministerio de Defensa de mayo. “Por el contrario, con este cambio se pretende mayor democratización porque dejará de existir la distinción entre regular y bachiller. Todos cumplirán las mismas funciones”.

Esta última medida no será muy popular en las clases medias y altas, que no quieren ver a sus hijos involucrados en la guerra. Pero para muchos analistas es la medida definitiva. “Si mañana el gobierno colombiano implementara el servicio militar universal y, por tanto, distribuyera el riesgo de sacrificio y combate entre todas las clases, el conflicto se acabaría en unos cuantos años”, dijo a SEMANA Gabriel Marcella, académico del War College de Washington, estudioso de la realidad militar colombiana. Esta parte del revolcón está aún en ciernes y quién sabe si políticamente se podrá implementar.

Pero el solo hecho de poner sobre la mesa esta discusión refleja que el poder político está empezando a pensar que no puede seguir al margen del problema principal del país, el conflicto armado, y que debe hacer algo más que criticar a los militares cada vez que cometen un error. Ese cambio de mentalidad ya empieza a verse.



Civiles al agua

Este revolcón liderado por el ministro de Defensa saliente, Luis Fernando Ramírez, un santandereano de 42 años, buen escucha y gerente excepcional (“un Peñalosa”, como lo describió un oficial para resaltar su capacidad de ejecución), y por el comandante de las Fuerzas Armadas, general Fernando Tapias, otro santandereano, de 58 años, buen conciliador y excepcionalmente estudioso, tiene una segunda clave. Se trata de que por primera vez los civiles le han comenzado a meter el hombro a la guerra.

“Había ministro civil, pero no ministerio civil”, dijo Ramírez a SEMANA. Es decir, la guerra no es sólo de los militares sino también de los civiles, o sea, del país.

Y sus palabras también se confirman con hechos concretos. Sólo pasearse por los corredores del Ministerio de Defensa ya revela los cambios. Hay una veintena de yuppies —hombres y mujeres jóvenes— trabajando mano a mano con oficiales y soldados. Una joven viene de la Secretaría de Hacienda de Bogotá bajo Enrique Peñalosa; uno más de Planeación Nacional y otro del sector privado. Expertos en finanzas, relaciones exteriores, Internet, trabajando en llave con mayores, capitanes y generales.

Algunos hacen parte de un centro de pensamiento que ha producido todo tipo de documentos en los últimos meses sobre narcotráfico, avances de las Fuerzas Militares en la seguridad ciudadana e investigaciones que circundan el tema del conflicto armado. Otros yuppies han apoyado la labor de oficiales en la transformación de la página de Internet del Ministerio. Y algunos están respaldando la gerencia de presupuesto y hasta la planeación de los recursos. Por ejemplo, corren modelos de simulación y econométricos para encontrar la distribución óptima de los helicópteros en el país.

Un motor clave en esta transformación que ha comenzado a romper el aislamiento militar del mundo de los civiles ha sido el viceministro de Defensa, Bernardo Ortiz, un economista de 34 años que venía de Planeación Nacional. Con Ramírez y Tapias crearon un viceministerio que, a diferencia del que había —que sólo se ocupaba de coordinar las entidades descentralizadas adscritas al Ministerio—, tiene injerencia sobre el presupuesto y la distribución de los recursos y es un apoyo a la planeación estratégica para los comandantes.

Para este año Ortiz encontró que del presupuesto de ocho billones de pesos para las Fuerzas Militares había 600.000 millones con mayor flexibilidad. “Pudimos así frenar proyectos cuyo impacto en el fortalecimiento o la modernización de las Fuerzas Armadas no eran tan claros y más bien dedicamos recursos a hacer un Ejército más móvil y con nuevas y mejores armas”, explica Ortiz, mientras va mostrando orgulloso las oficinas modernas y luminosas donde trabajarán próximamente los colaboradores civiles.

De ahí que han conseguido recursos propios para comprar helicópteros de combate, para firmar un convenio de desempeño con Indumil y ponerla a producir 60.000 nuevos fusiles y comenzar a planear la renovación de los viejos aviones OB-10 que se utilizaron en la Operación Gato Negro.

También se han reequipado los cinco aviones fantasma (el que se cayó lo reemplazaron ya), dotados con metralletas .50 y con mejores sistemas de visión nocturna. Esta ha sido crucial para sorprender a la guerrilla, en la horas de la noche, cuando ésta solía tener la mejor ventaja.

El camino en que los civiles empiezan a compartir las responsabilidades y las estrategias de guerra hasta ahora comienza en Colombia. La polémica ley de defensa, que está haciendo tránsito en el Congreso, tiene en este sentido un aporte a la conducción política de la defensa y la seguridad nacional. “La ley fortalece el papel del ministro y hace la planeación de la defensa más sistemática, pública y transparente”, dice Alfredo Rangel, experto en el tema militar y asesor del Ministerio de Defensa en la modernización.

Así mismo, se está iniciando el programa por el cual cientos de profesionales civiles pueden entrar a la carrera militar y en poco tiempo podrán aportar sus conocimientos especializados a la guerra. El almirante Mauricio Soto, en la Armada, es quien ha empezado con éxito esta nueva política y, según dijo un funcionario del Ministerio, “muchos civiles han resultado tan comprometidos con la causa como el mejor de los soldados”.



¿Que cambio?

¿A quién se le ocurrrió iniciar esta revolución? Primero, como explica Andrés Dávila, jefe de la unidad de justicia y seguridad de Planeación Nacional, se empezó por aceptar que había una necesidad urgente de reestructuración. “Había que recuperar cierto grado de disuasión y contención”, dijo.

Esa convicción de que se requería darle la vuelta al desánimo que dejaron en el país las sucesivas derrotas a manos de las Farc fue el primer impulsor del cambio.

El tipo de liderazgo del ministro Ramírez también influyó en canalizar esos deseos de cambio hacia acciones concretas. Entre él y los militares se iniciaron largas —y a veces tensas— conversaciones. “Una verdadera negociación, dice Ramírez, en la que ambos tuvimos que ceder en lo que queríamos originalmente, pero que nos transformó a mí y a los comandantes y de paso despejó miedos mutuos y construyó confianza”.

Ese proceso de negociación avanzó silenciosa pero fructíferamente. Allí se descubrieron errores, se rescataron ideas valiosas, como la que tenía el general Tapias desde 1996 de crear una fuerza de reacción rápida que pudiese contrarrestar los ataques masivos de la guerrillas sobre destacamentos militares pequeños.

Otros factores también influyeron en esta suerte de despertar. Por ejemplo, el hecho de que se hubiese creado años atrás una unidad de justicia y paz en Planeación Nacional fue formando expertos en el tema militar que, a diferencia de los uniformados ocupados con los enfrentamientos de cada día, tenían tiempo para analizar las cosas con distancia.

Claro está que una buena parte de la revolución ha sido producto de la llegada de Estados Unidos. No porque desde el Pentágono o desde el Comando Sur se trajeran recetas hechas. Sino porque con la ayuda militar estadounidense al Plan Colombia hubo necesidad de conversar los planes e intercambiar ideas. Además el renovado respaldo estadounidense al Ejército —del que solo gozaba la Policía— le ha abierto puertas para entrenamiento y recusros. .

Una escena provee un ejemplo emblemático. El ministro Ramírez, en una de las reuniones con los oficiales gringos, de pronto vio cómo de un lado de la mesa había una fila de generales mientras que del otro había civiles, mujeres y hombres, además de los oficiales. “Sólo ver eso me hizo pensar que había inteligencia aquí que podríamos incorporar a nuestra lucha”, dijo Ramírez.

La manera como se conformaron el Batallón Antinarcóticos o las brigadas fluviales, en cuya selección y entrenamiento sí participaron directamente los estadounidenses pues fue con su plata, también generó ideas nuevas.

Por último, pero no menos importante, fue el aporte del gobierno estadounidense en que el Plan Colombia debía ayudar a recuperar la legitimidad de las Fuerzas Armadas y que eso sólo se logra si son amigas de la gente, respetan los derechos humanos y castigan con dureza a cualquiera de sus miembros que se salga de esa línea.

“Fue nuestra presión la que hizo que salieran muchos oficiales con conexiones con el paramilitarismo”, dijo un funcionario estadounidense. Y su afirmación la ratifican por lo menos tres de los entrevistados para esta historia.



Una guerra moral

La tercera clave de esta revolución silenciosa es la idea de construir unas Fuerzas Armadas más legítimas y con una moral en alto. Es la convicción de que una guerra larga es inmoral porque destruye vidas y riqueza sin sentido. Por tanto, la guerra debe ser corta y es necesario desbalancearla en favor del Estado pronto, para que así las guerrillas tengan el incentivo de querer negociar hoy porque se convencen de que más tarde estarán en peores condiciones. En otras palabras, hay que intensificar la guerra para presionar la paz.

Pero las guerras deben ser justas, para ganarlas, explica Marcella, y de ahí que el entrenamiento en materia de derechos humanos haya sido tan importante. Son 97.000 los soldados y policías que han recibido instrucción en este campo, un récord en América Latina. “Esa nueva actitud de respeto a los derechos humanos ha ido calando poco a poco en las filas”, dice Rangel.

La lucha abierta contra las autodefensas, que se ha emprendido con decisión en los últimos meses, una justicia penal militar más profesional e independiente y, en general, una visión de que es necesario cumplir las normas de la guerra, si se espera ganarla, son todas señales del cambio.

Pero también ha habido una intención de humanizar la guerra en otro sentido. Y éste es el que el Estado valore más las vidas y el bienestar de sus soldados. Así, por ejemplo, existe ya una mayor preocupación por tener equipos de rescate de heridos aunque aún sólo los tiene la Brigada Antinarcóticos. Otra muestra de esta transformación es el cambio de normas, según las cuales los soldados profesionales que antes no recibían beneficio social alguno ahora tendrán primas, pensiones y pagos por muerte o invalidez en combate. Esta medida le ha costado al erario 50.000 millones de pesos al año, pero ha sido determinante en el compromiso de los soldados frente a la institución.



Los desafíos

“Nunca se había hecho tanto en tan poco tiempo y con tan buenos resultados”, resumió convencido Rangel.

Pero Ramírez y los comandantes están seguros de que falta mucho. Sobre todo cuando la capacidad de movilidad y los nuevos recursos humanos y técnicos realmente no van a estar en su punto sino hasta finales de este año. Eso va a demandar una capacidad administrativa y una planeación y seguimiento excepcionales.

Faltan además avances considerables en inteligencia, en la estrategia de comunicaciones frente al país, en poner a marchar el programa de reinserción de los miles de guerrilleros desertores, en estrechar la colaboración entre civiles y militares, entre otras muchas tareas comenzadas por la dupla Ramírez-Tapias.

La guerra ya tiene buenas tácticas, planes mejor trazados y bien coordinados para confrontar a la guerrilla y a las autodefensas en sitios neurálgicos. Pero, como ha señalado un profesor experto en el tema: “Todavía hace falta una gran estrategia de Estado, una política de defensa con metas claras y que convoque a varias instituciones del Estado en el objetivo de parar la guerra”.

“La relación trinitaria entre Fuerzas Armadas, el pueblo y el gobierno todavía necesita mucho trabajo”, reitera en otras palabras Marcella, del War College.

De ahí que si Bell, con un liderazgo que aún no se ha visto quizá porque su incómoda condición de vicepresidente se lo ha impedido, continúa la labor que dejó Ramírez encaminada, ya estará haciendo suficiente por la paz. Recuperar el Estado colombiano, asediado por tres enemigos enormes: guerrillas, autodefensas y narcotraficantes, no puede ser sólo una tarea militar, pero es condición indispensable para lograrlo que las Fuerzas Armadas sigan poniendo su parte en una guerra que cada vez sea más técnica, más legítima, más enfilada contra el corazón de los poderes armados y decidida a proteger a sus víctimas, que hoy más que nunca se sienten desamparadas.

Ese, ni más ni menos, es el reto de Bell. Y no tratándose de un ministro cualquiera de libre remoción, sino de uno elegido por el pueblo, el desafío es doble.