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El siglo XVII: el discreto ascenso de la burguesía

Antonio Caballero
10 de enero de 2000

Empieza el Grand SiÈcle, el Gran Siglo de Francia, la Francia de los Luises (XIII y XIV). O sea, el gran siglo del absolutismo de los monarcas, catastrófico para sus súbditos. Basta con ver que los estados de Alemania, que participaron casi en todas las guerras europeas del período, perdieron un tercio de su población. Pero, eso sí: ¡qué palacios!

El poderío español se derrumbaba en una lenta decadencia con chisporroteos de oro (la pintura de Velázquez, la poesía de Góngora y de Quevedo) en las débiles manos de los últimos reyes de la casa de Austria: reyes cazadores, melancólicos, indolentes, incapaces. Bajo sus validos corruptos se sublevaban los reinos, se perdían las guerras. En Inglaterra, al esplendor de los Tudores sucedía la torpeza de los Estuardos; y el choque entre el Parlamento y el rey desembocaba en la dictadura militar de Cromwell y en una ‘revolución’ burguesa ante la indiferencia de una nueva dinastía importada de Alemania. En Italia sólo sobrevivía el derroche barroco de los Papas, odiados por sus súbditos y sostenidos por la fuerza a la vez subterránea y jactanciosa de los Jesuitas. Sobre ese paisaje de general mediocridad se impuso el peso demográfico, militar, político y cultural de Francia, encarnado en el interminable reinado de Luis XIV: un rey que, para dolor de sus amas de leche y en general de todos sus contemporáneos, tuvo el curioso privilegio de nacer con los dientes tan desarrollados como los de un niño de un año.

El apaciguamiento de las guerras de religión, logrado por Enrique IV a finales del XVI, permitió que en el XVII dos eficaces ministros, los cardenales Richelieu y Mazarino, dedicaran las energías de Francia a hacer de su rey “el monarca más poderoso del mundo”: es decir, a conquistar Europa. No fue posible en lo geográfico, pese a las muchas guerras emprendidas y en general ganadas. Pero al finalizar el siglo el éxito había sido rotundo en todos los demás aspectos. Richelieu, Mazarino, y luego Luis XIV sin intermediarios, consiguieron mediante una mezcla de organización militar moderna (el primer ejército profesional, la primera flota permanente) y habilidad diplomática la preponderancia francesa en todos los aspectos de la vida europea, desde la moda vestimentaria, pasando por el teatro, hasta la política dinástica. Cuando terminó la guerra de Sucesión española con la instalación en el trono de Madrid de un nieto de Luis XIV, había reyes de la casa de Borbón en la mitad de las cortes de Europa.

Salvo en la economía. El asfixiante centralismo arbitrista de los Luises permitió el despegue de economías más ágiles y libres en países de un peso específico menor, como Inglaterra y Holanda. Las ciudades de Londres, Amberes y Amsterdam controlaban el comercio mundial, y sobre esa base empezaron a construir grandes imperios marítimos a la escala del globo: en América del Norte, en el Caribe disputado a España, en Indonesia, en la India. La Europa protestante del norte, más libre (a pesar de la multiplicación de las sectas, fanáticas, pero débiles), tomó ventaja en la carrera por el dominio mundial sobre la Europa católica del sur, lastrada por el peso de una Iglesia monolítica. Las fuerzas de la modernidad, que iban a transformar el mundo en lo siglos siguientes, se forjaron en el norte, no en el sur: la burguesía y el capitalismo.

Dos grandes procesos jurídicos ilustran esta situación. En el sur, el del astrónomo Galileo por el Santo Oficio, en 1633. En el norte, el del rey Carlos I de Inglaterra por el Parlamento, en 1648. En el primero, la Iglesia de Roma impuso su autoridad sobre la razón: Galileo, bajo la amenaza de la tortura, tuvo que retractarse de una afirmación que para entonces era ya evidente para todos los científicos de Europa: que la tierra giraba alrededor del sol. En el segundo, el interés de los súbditos impuso su razón sobre la autoridad divina de los reyes, y Carlos I fue decapitado. No había hecho nada distinto de lo que hacían en ese mismo momento sus contemporáneos de Francia, de España, de Suecia o de Austria: pretender gobernar según su real gana. Pero los términos de la sentencia no podían ser más claros: en calidad de “tirano, asesino y enemigo público”, fue condenado a muerte “por alta traición y otros crímenes contra Inglaterra”. Mientras la razón científica era aplastada en el sur, la razón política triunfaba en el norte.

Pero las terquedades de la fe, aunque seguirían dando tremendos coletazos en el curso de la historia, recibieron en ese siglo XVII dos grandes golpes propinados por la razón humana. El de René Descartes, filósofo francés refugiado en Holanda, cuyo Discurso del Método (1637) que establecía la prioridad del sujeto pensante sobre el objeto pensado, fue atacado con rara unanimidad por todos los teólogos, tanto católicos como protestantes, pero se impuso como fuente de la filosofía moderna sobre toda escolástica. Y el de Isaac Newton, matemático inglés cuyas Principia Mathematica (1687) abrieron el camino para la comprensión científica de la totalidad del mundo físico.