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El tono de la reconciliación sí importa

La agresividad verbal no solo afecta a los actores del conflicto, también a los políticos. Pero en los últimos años han aumentado los insultos y los ataques públicos.

18 de julio de 2015

Después de recibir duras críticas durante largos meses por su reticencia a comunicar en qué va el proceso de paz, el presidente Juan Manuel Santos cogió el toro por los cuernos. Decidió jugarse el todo por el todo en las negociaciones de La Habana y apareció en entrevistas en los grandes medios de televisión para intentar convencer a las audiencias de la conveniencia del proceso. En una de ellas, con Claudia Gurisatti, incluso les pateó la pelota a los medios. El desescalamiento del conflicto, dijo, tiene que ver con la forma como los periodistas lo cubren y, sobre todo, con el lenguaje con que se refieren a la guerrilla: propuso “no referirse (a ellas) como terroristas, criminales. Simplemente referirse a las FARC”.

La declaración desató un debate. El senador Álvaro Uribe ripostó que “el lenguaje que tiene que importar hoy es el de sangre y fuego y destrucción con que el terrorismo somete a Colombia”. La propia entrevistadora, Gurisatti, cuestionó el planteamiento del presidente: “Quien comete un acto de terrorismo se llama terrorista, el que roba se llama ladrón, el que comete un crimen es un criminal”, dijo. Pero otros directores se apartaron de este punto de vista. Roberto Pombo, director de El Tiempo, dijo que “estoy seguro de que en medio de bombas se puede moderar el lenguaje”.

¿Qué tanto importan las palabras? No hay duda de que el lenguaje tiene efectos sobre la conducta de las personas y forma parte de las estrategias de guerra y de la política. El presidente Nicolás Maduro se refiere al “imperio” para decir que Estados Unidos abusa de su poder. Las FARC hablan de “la oligarquía” para hacer creer que representan los sectores populares. El presidente Santos sugiere que el expresidente Uribe sigue “prácticas fascistas” para mostrarlo como un representante de la extrema derecha, y Uribe califica a Santos como “castro-chavista” para acusarlo de servirle a la izquierda populista.

El lenguaje, en la política, casi nunca es exacto. Se utiliza con fines proselitistas. Por eso, una cosa es el debate sobre el uso de las palabras entre quienes se disputan el poder y otra, muy distinta, entre los periodistas, que comunican la realidad. Desde hace casi dos décadas en Colombia, entidades gremiales como Medios para la Paz promovieron el uso de un lenguaje, por parte de los medios, independiente del que utilizan las partes en conflicto. Ni los vocablos a los que acuden las Fuerzas Armadas –“narcoterroristas”, “bandidos”, “cabecillas”–, ni los de la guerrilla –“oligarcas”, “esbirros del capital”, “títeres del imperio”– tienen un valor descriptivo e informativo. Tienen más sentido en quienes buscan un efecto político –o militar– que entre quienes tienen la responsabilidad social de informar.

El lenguaje no solo describe la realidad, sino que la moldea. Y la misión del periodismo es informar. Si los periodistas asumen los vocablos que usan las fuentes –en la política, en los negocios, en el conflicto armado– dejan su función social y asumen la militancia de una causa. En varias escuelas de periodismo, sobre todo la estadounidense, es muy moderado el uso en general de los calificativos. Son aceptables en las columnas, pero no en los textos informativos.
El debate adquiere una dimensión aún más significativa en medio de un proceso de paz. La reflexión del presidente Santos se refiere a la necesidad de crear una atmósfera favorable para un eventual acuerdo con las FARC para terminar el conflicto. Mantener un lenguaje de confrontación o de estigmatización no es la mejor manera para aclimatar una reconciliación. Las experiencias internacionales corroboran esa afirmación. El presidente Obama ha tenido que defenderse de sus contradictores por su actitud conciliatoria contra países que durante años fueron catalogados como terroristas y enemigos de Estados Unidos. Cuba, con quien normalizó las relaciones diplomáticas y reabrió embajadas, e Irán, con quien firmó un acuerdo en el que intercambia la suspensión del programa nuclear por el levantamiento de sanciones económicas. “No podemos seguir presos del pasado”, argumenta Obama. “Si queremos un futuro distinto, sin conflicto, no podemos comportarnos como en las largas décadas de confrontación”, agrega.

La moderación del lenguaje ha sido parte de los procesos de reconciliación en el mundo. Nelson Mandela formó parte –y fue presidente– del Consejo Nacional Africano, que en su momento acudió a las armas y a la violencia para luchar contra el apartheid. Con el paso del tiempo recibió el Premio Nobel de la Paz y, al morir, fue enterrado como un gran símbolo mundial de la paz. A nadie se le ocurrió llamarlo terrorista a pesar de que en el pasado había acudido a  la lucha armada. Yasir Arafat perteneció a organizaciones palestinas que cometieron los peores actos terroristas contra Israel. Pero renunció a esas prácticas y se convirtió en interlocutor de los grandes líderes mundiales y en visitante de las sedes de gobierno de las grandes potencias. También recibió el Premio Nobel de la Paz.

En los diálogos entre el gobierno del presidente Juan Manuel Santos y la guerrilla de las FARC no ha habido un desescalamiento del lenguaje porque ha predominado el concepto de que se está negociando en medio del conflicto. En general, las declaraciones que hacen las delegaciones en La Habana a la salida de las reuniones en el Centro de Convenciones –tanto del gobierno como de las FARC– han mantenido el tono conflictivo y solo hubo un instante de excepción: el primer trimestre del presente año, cuando Santos habló en términos positivos sobre la tregua indefinida de las FARC –y aceptó que se había cumplido–, y la guerrilla expresó su beneplácito por el anuncio del primer mandatario de suspender los bombardeos. Falta ver si con los anuncios de la semana pasada las partes vuelven a moderar sus discursos.

La idea de bajar el tono agresivo no solo tiene sentido en el proceso de paz. También en la política. Guardar las formas había sido una tradición colombiana. Uno de los más importantes analistas de la realidad del país, Malcolm Deas, publicó un libro titulado Del poder y la gramática, en el que llamaba la atención sobre la importancia que le daban los políticos nacionales al lenguaje. En la época de Alberto Lleras y Laureano Gómez –lectores, intelectuales y escritores de sus discursos– se cuidaba la redacción, así el debate de las ideas permitiera la confrontación y la exposición de puntos de vista diferentes y enfrentados. Entre debatir e insultar hay un largo trecho.

Esa tradición ha cambiado. Hace poco el procurador Alejandro Ordóñez calificó la actitud del presidente Santos frente a la guerrilla como la de “un ratón”. El senador Jose Obdulio Gaviria traspasó fronteras de moderación para atacar a la ministra de Educación, Gina Parody. Al propio presidente se le ha ido la mano. Y el expresidente Uribe considera que la moderación verbal es sinónimo de hipocresía y que prefiere un lenguaje frentero.

Parecería un asunto menor y casi anecdótico. Pero el lenguaje sí importa. En Estados Unidos hace años se usaba el término nigger –negrete– para tratar despectivamente a los miembros de la población afroamericana. Hace tiempo nadie los llama así, y aunque todavía hay manifestaciones horrendas de racismo, el presidente del país más poderoso del mundo hoy es uno de ellos.