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Elecciones, la otra cara de las candidaturas por firmas

Si bien superan a las de los partidos políticos como expresión del rechazo a la dirigencia tradicional, el remedio puede ser peor que la enfermedad.

20 de enero de 2018

Se sabía que la campaña de 2018 pasaría a la historia por el auge de las candidaturas inscritas por firmas. Y la semana pasada, al terminar el plazo para que la Registraduría revisara las que le presentó una veintena de aspirantes, el hecho se confirmó: por primera vez el tarjetón de las elecciones presidenciales tendrá más nombres respaldados por movimientos significativos de ciudadanos –como lo denomina la ley– que con el aval de partidos políticos.

Ocho candidatos pasaron el examen, y lograron que la Registraduría certificara que cumplieron el requisito de 386.000 firmas válidas: Germán Vargas, Carlos Caicedo, Alejandro Ordóñez, Piedad Córdoba, Sergio Fajardo, Juan Carlos Pinzón, Gustavo Petro y Marta Lucía Ramírez. Completan la actual baraja de presidenciables Iván Duque, representante único del Centro Democrático; Clara López, quien cuenta con el aval de la ASI; y Humberto de la Calle, del Partido Liberal. En este grupo de diez está el sucesor de Juan Manuel Santos.

La revisión de la Registraduría –un equipo de 700 personas con un presupuesto de 5.400 millones de pesos–, se ocupó de 17 millones de firmas. Hubo candidatos que no alcanzaron el número exigido por la ley. Entre los más conocidos Frank Pearl, Jairo Clopatofsky y el general Luis Herlindo Mendieta.

El auge de las firmas evidencia la crisis de credibilidad de los partidos. Entre quienes optaron por esa fórmula hay candidatos con largas trayectorias partidistas, como Germán Vargas Lleras, Marta Lucía Ramírez y Juan Carlos Pinzón. Pero el aval de un partido, que era el centro de duras peleas en el pasado, en 2018 no es un activo sino, más bien, un problema. Vargas Lleras prefirió presentarse por firmas que por su propia colectividad, Cambio Radical. Y otros –Marta Lucía, Pinzón, Petro– echaron mano de este instrumento porque no encontraron el apoyo de los partidos en los que militaron en el pasado. Ramírez fue candidata conservadora en 2014, Pinzón se daba por seguro abanderado de La U y Petro representó al Polo Democrático en las presidenciales de 2010.

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En teoría, el mecanismo de los grupos significativos de ciudadanos busca abrir oportunidades a opciones independientes y controlar el excesivo poder de las cúpulas de los partidos y de sus maquinarias. De los presidenciables de 2018, Sergio Fajardo ha transitado en ese camino y así alcanzó los dos cargos de elección popular que ha ejercido: la Alcaldía de Medellín y la Gobernación de Antioquia.

Las candidaturas por firmas tienen un atractivo en la coyuntura actual. Los partidos han perdido credibilidad y su imagen se ha debilitado en todas las encuestas. Los mecanismos de representación se han desprestigiado en el mundo y Colombia no es una excepción. Las banderas rentables hoy –cambio en las costumbres políticas y renovación de las elites– tienen más peso desde una opción independiente que desde una fórmula partidista. Desde el punto de vista estratégico, en 2018 las firmas son más apetecidas que los avales. Incluso hay dos partidos, el Conservador y La U, que hasta el momento no tienen candidato presidencial. Lo cual es llamativo si se tiene en cuenta la tradición de más de 150 años de los azules, y que en el caso de La U ganó en 2014 y 2010 con Santos, y en 2006 con Uribe. Definitivamente, el actual no es el año de los partidos.

Desde el punto de vista institucional, sin embargo, hay otras lecturas. La importancia de los partidos en una democracia representativa es ampliamente aceptada. Varios de los candidatos postulados por rúbricas defienden la función de las colectividades formales y no proponen acabarlos, sino reformarlos. Entre ellos, Marta Lucía Ramírez y Germán Vargas. Aunque es llamativa la proliferación de opciones independientes, los partidos tienen aún un papel en la actual campaña electoral. El Centro Democrático, uribista, le apuesta a consolidarse en 2018. Humberto de la Calle prefirió el apoyo rojo que una apuesta por firmas. Sergio Fajardo, independiente, tiene alianza con dos partidos: la Alianza Verde y el Polo Democrático.

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Y las firmas tampoco son una panacea. Tienen una connotación individual y personalista, a diferencia del carácter colectivo de los partidos. En términos de participación de los ciudadanos, suscribir una planilla tiene un significado diferente al de depositar un voto en términos de compromiso. “Una firma no se le niega a nadie”, según la conocida frase, pero no implica que la relación del ciudadano con el candidato tenga la misma fortaleza que el lazo que une al miembro de un partido con su causa. De hecho, la ley permite que una persona estampe su nombre en varios movimientos significativos de ciudadanos y en cambio castiga la práctica de la doble militancia partidista.

La revisión de la Registraduría, anunciada la semana pasada, dejó en claro que el proceso de recolectar firmas no está exento de prácticas non sanctas. No es un antídoto contra el desborde de gastos. Los candidatos reconocen que les pagan a quienes consiguen los nombres, cédulas y rúbricas de los ciudadanos, y se han denunciado casos de firmas pagadas. Además, casi la mitad de los 17 millones que se llevaron a la Registraduría resultaron nulas por falsedad, o porque no tenían datos completos o veraces.

En la extensa lista de campañas para conseguir firmas durante el segundo semestre de 2017, en algunos casos el candidato simplemente no tenía una verdadera condición para aspirar a la Presidencia. Las normas institucionales funcionaron: de casi 50 comités inscritos en la Registraduría para conseguir firmas –primer requisito que demanda la ley– solo 8 cumplieron el objetivo. Hubo una decantación que le da claridad al proceso electoral.

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Pero al mismo tiempo algunas normas han estimulado las candidaturas por firmas a costa de las de los partidos. Los requisitos, en el primer caso, se flexibilizaron. Sobre todo, porque bajó el número de rúbricas necesarias para respaldar una aspiración. El proceso de conseguir firmas no tiene tantos controles financieros ni limitaciones para hacer campaña en los meses anteriores al lanzamiento formal. A las campañas partidistas, en cambio, les han impuesto más requisitos sobre gastos, y los escándalos en años anteriores, como el de Odebrecht, pusieron sobre ellas la lupa de la opinión pública. Estas tendencias normativas han incentivado la fórmula de los movimientos ciudadanos más allá de la realidad política.

El dilema de firmas versus avales no es nuevo en la política electoral. La fórmula perfecta no existe, pero desde el punto de vista institucional se necesita un equilibrio entre los dos. Que haya partidos que representen ideas y proyectos colectivos, pero que este no sea el único mecanismo para participar en la lucha por el poder ni que les cierren la vía a alternativas independientes. En 2018 la balanza se inclina en contra de las colectividades formales, pero la reforma política pendiente –porque no pasó en el semestre pasado– deberá buscar una legislación más moderada.