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De izquierda a derecha, Pablo Beltrán, Ramiro Vargas, Nicolás Rodríguez y Antonio García forman parte del Comando Central del ELN. Beltrán y García han participado en los acercamientos con el gobierno. | Foto: A.P.

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La paz sin el ELN

Más que una amenaza militar, este grupo guerrillero se puede convertir en un peligro para el posconflicto.

27 de febrero de 2016

Una vez más, el tren de la historia sigue su marcha y deja atrás al ELN. Todo parece indicar que mientras en pocas semanas se firmará el acuerdo para ponerle fin al conflicto armado con las Farc, son casi nulas las probabilidades de que se abra una negociación con la segunda guerrilla del país.

Quienes han intentado que los acercamientos entre el gobierno de Santos y ese grupo armado lleguen a feliz puerto empiezan a perder las esperanzas.

Los acuerdos exploratorios con esta guerrilla ya cumplieron 25 meses (con las Farc duraron seis) y más de 30 rondas de reuniones. Se agotaron la paciencia, la voluntad y el tiempo. Hay una agenda en borrador pactada, pero no convence por lo amplia y abstracta. El principal obstáculo es que los elenos insisten en que una eventual negociación tenga como sede Venezuela, país que para el gobierno no está en condiciones de garantizar el buen desarrollo de los diálogos dada su profunda crisis.

A este escollo se le han buscado múltiples alternativas. Los países acompañantes plantearon la última a mediados de febrero, y consistía en empezar la negociación en Ecuador, con posibilidad de hacer rondas en Cuba y Venezuela. Los negociadores del ELN no la aceptaron. Todo ello ha hecho pensar a quienes rodean el proceso que en realidad ese grupo no está preparado aún para dar el paso hacia la paz. En otras palabras, que no ha tomado la decisión de dejar las armas.

El gran interrogante es si una paz sin el ELN quedaría incompleta. Se teme que la guerra continúe en los territorios donde ellos operan, como Arauca, sur de Bolívar, Catatumbo y Nariño. Sectores como el Centro Democrático creen que disidentes de las Farc podrían cambiar de uniforme y pasar a engrosar las filas del ELN; y diversos académicos han encontrado que esa guerrilla ha crecido en regiones donde las Farc ya no actúan.

La verdad es que la no desmovilización del ELN crea problemas pero también evita algunos. Una mesa paralela con ese grupo habría sido, sin duda, un factor de perturbación para el inminente acuerdo con las Farc. Por distintas razones: la posición ideológica tan arraigada, la estrategia política tan diferente, los tiempos disímiles de ambos procesos, y los temores y desconfianzas mutuos.

Ante ese panorama, ¿está Colombia condenada a mantener un conflicto armado después de la firma de los acuerdos de La Habana? ¿Qué implicaciones tiene para el país?

Lo primero es que, aun sin el ELN, si se firma un acuerdo con las Farc, se acaba el conflicto en Colombia tal y como se ha conocido. Que el ELN siga en armas implicará un problema de orden público, pero no necesariamente una guerra. Gabino y sus hombres no son un ejército con el peso militar ni con la vocación de poder que han tenido los combatientes de Tirofijo.

Según el Ministerio de Defensa, hoy ese grupo está reducido a cerca de 1.700 hombres en armas, cuya presencia se concentra principalmente en zonas de frontera. A pesar de que en los últimos años este grupo ha realizado varias ofensivas militares, más que combates o tomas de poblaciones, se limita a hacer actos de sabotaje y algunas acciones terroristas. Así ocurrió hace dos semanas cuando decretaron un paro armado para conmemorar el aniversario de la muerte de Camilo Torres. Aunque según la Fundación Paz y Reconciliación hicieron 66 acciones, que sin duda afectaron a la población civil de sus zonas de influencia, de ninguna manera pusieron en jaque la seguridad nacional, ni lograron alguna ventaja estratégica.

Sin embargo, que el ELN siga en armas tiene muchas implicaciones. La primera es que se convierte en una piedra en el zapato para la implementación de los acuerdos con las Farc. El cese al fuego y de hostilidades definitivo será de por sí un reto enorme para el ejército y las Farc. Con los elenos en el terreno, las dificultades se multiplican. A eso se suma que los ambiciosos proyectos de desarrollo rural pactados en Cuba se tropezarán con la acción militar y sobre todo política del ELN. Ellos suelen alentar paros, bloqueos y, en general, puede haber boicoteo a proyectos como los de zonas de reserva campesina, o los territorios de paz para sus excombatientes, tan importantes para las Farc y tan cuestionados por el ELN.

La segunda gran implicación afecta a la gente que vive en los territorios de mayor influencia de ese grupo insurgente. Habitantes de Arauca, por ejemplo, le contaron a SEMANA la gran frustración que significa para ellos saber que la expectativa nacional que hay por la paz no llegará hasta la región del Sarare, al norte de ese departamento, dado que el frente Domingo Laín del ELN se mantiene muy activo y tiene gran dominio militar y social allí. Los pobladores de esta región temen que se incrementen no solo los combates entre los elenos y la fuerza pública, sino el terrorismo. Ese temor no es infundado si se mira la tendencia del paro armado de hace dos semanas, donde primó la voladura de torres y la siembra de minas y bombas en sitios de uso civil.

También hay preocupación ante una posible matanza de simpatizantes o desmovilizados de las Farc. Hace casi una década ambos grupos se enfrentaron en Arauca en una guerra sin cuartel que dejó cerca de 1.000 muertos, casi todos civiles considerados bases sociales de uno u otro. En ese momento se impuso a sangre y fuego el frente Domingo Laín.

Existe el riesgo de que algo similar ocurra en pleno posconflicto en Arauca y en otras zonas donde la influencia de ambas guerrillas se cruza, como Catatumbo, Chocó o Nariño. Esa experiencia se vivió en Urabá, Antioquia, hace 20 años, cuando el EPL dejó las armas y las Farc no. El resultado fue un exterminio recíproco en el que las Farc cometieron actos tan atroces como la masacre de La Chinita, y muchos desmovilizados del EPL terminaron en las filas paramilitares.

La tercera consecuencia negativa es para las instituciones, y, en especial, para la fuerza pública. La paz es una oportunidad para redefinir la doctrina y los roles del Ejército y la Policía en el posconflicto. Pero con un frente de guerra abierto con el ELN, esos cambios, tan necesarios, se retrasarán. El ELN, como bien lo dijo el escritor Joe Broderick, se puede convertir en un pretexto para mantener el Ejército en pie de combate, aunque no haya propiamente una guerra.

La cuarta implicación negativa es económica. El fuerte del ELN siempre ha sido el sabotaje –y la extorsión– a la infraestructura petrolera. En una debacle del precio del crudo como el que hay actualmente, el impacto de esta guerrilla sobre ese motor de la economía podría ser muy fuerte.

¿Acabar con el ELN?

La espada de Damocles que el gobierno le pone al ELN es que si no hay negociación, los combatirá sin tregua y todo el aparato militar caerá sobre ellos. El ELN apenas llega a los dos millares de combatientes mientras las Fuerzas Armadas tienen cerca de 350.000, con la ventaja de una fuerza aérea. Con una matemática simple se podría pensar que el Estado puede aniquilarlos sin ningún esfuerzo. Pero en las guerras de guerrillas, o asimétricas, esas matemáticas no funcionan, como bien lo pudo probar Estados Unidos en Irak y Afganistán. La estrategia que se usó contra las Farc no necesariamente funciona contra el ELN básicamente por tres razones.

Primero, porque durante los últimos 15 años los militares se enfocaron de manera prioritaria en el secretariado de las Farc, al punto de que sabían cada detalle de sus vidas. El estar concentrados en el ‘enemigo principal’ redundó en que hoy se tenga poca inteligencia sobre los elenos. El gobierno ha demostrado, tanto en la guerra como en los intentos de paz, que conoce muy poco de este grupo, que se caracteriza por mimetizarse en la sociedad.

Segundo, porque el arma más potente de las Fuerzas Militares, los bombardeos –claves contra las Farc–, no va a ser tan efectiva contra el ELN, cuyos hombres en armas operan en grupos pequeños y acuden a la estrategia de ‘guerra de la pulga’, es decir, golpean y corren.

Tercero, el ELN más que un ejército es un movimiento social y político con gente en armas. Sus tentáculos se extienden en complejas redes comunitarias y sociales, donde tienen militantes en las juntas de acción comunal, universidades, sindicatos, oenegés, estudiantes, etcétera. Esa presencia camaleónica se traduce en que muchos de sus campamentos estén pegados a las casas de los civiles y no perdidos en la selva como estaba, por ejemplo, el del Mono Jojoy de las Farc. En estas circunstancias, el Estado deberá desplegar una ofensiva, más que con bombas de alta precisión lanzadas desde el aire, basada en inteligencia humana y técnica, una mayor efectividad de la Justicia, y el fortalecimiento de la legitimidad política.

Finalmente, tampoco será fácil golpear a sus principales dirigentes, como ocurrió con las Farc, dado que todos están en Venezuela. Bien sea por complacencia, o por falta de capacidad del gobierno vecino, lo cierto es que ellos se sienten protegidos en regiones como Apure y Táchira, pues llevan allá muchos años.

A pesar de todo lo anterior, al ELN le puede suceder algo parecido a lo que le pasó al cartel de Cali. Durante la obsesión por la cacería de Pablo Escobar, el Estado lo dejó en paz. Una vez muerto el capo, los Rodríguez Orejuela se convirtieron en su prioridad y seis meses después estaban en la cárcel. No es imposible que tan pronto se firmen los acuerdos de La Habana, algo similar suceda.