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Los generales Rafael Samudio (izquierda) y Armando Arias Cabrales (derecha) están siendo investigados por la retoma del Palacio de Justicia. Sus actuaciones enfrentan hoy a la Corte Suprema, que tildó el operativo de “demencial y cruento”, con el presidente Uribe, que defendió la actuación de los militares

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Encrucijada militar

Se empieza a abrir la caja de Pandora sobre los nexos de los militares y las autodefensas y puede ser peor que la para-política. ¿Será posible? ¿Es conveniente en medio de la guerra?

10 de noviembre de 2007

Hace 20 años los militares eran intocables. Era casi impensable que generales y coroneles terminaran siendo juzgados por la manera como actuaron en el Palacio de Justicia. Parecía imposible investigar los vínculos de altos oficiales con los paramilitares. A muy pocos les cabía en la cabeza que se hiciera una purga en una guarnición del Ejército, o que un almirante activo terminara cuestionado públicamente por corrupción. Mucho menos se creía posible que un general estuviera más de un lustro detenido en su casa a la espera de una sentencia, ni que casos de derechos humanos que ya parecían juzgados se reabrieran.

Sin embargo, hoy dos generales retirados, Jesús Armando Arias Cabrales y Rafael Samudio Molina, están siendo investigados por la Fiscalía por la desaparición de 11 personas durante la retoma del Palacio de Justicia, y otros seis oficiales de la época están en la cárcel por el mismo motivo. El proceso de Justicia y Paz ha empezado a salpicar a algunos de los reconocidos y más condecorados generales, como Rito Alejo del Río e Iván Ramírez, a quienes les reabrirán expedientes del pasado. En los dos últimos años, la IV Brigada tuvo una verdadera ola de detenciones de oficiales acusados de haber cometido ejecuciones extrajudiciales, y la III Brigada vivió un verdadero cisma al revelarse que muchos de sus principales oficiales trabajaban para la mafia.

Como si fuera poco, el almirante Jaime Arango Bacci, uno de los más respetados oficiales de la Armada, está siendo investigado por vínculos con el narcotráfico. Aunque parezca increíble, el general José Jaime Uscátegui lleva cinco años con su casa por cárcel y una década a la espera de una sentencia sobre su actuación en la masacre de Mapiripán. Por otro lado, la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha ordenado reabrir las investigaciones por crímenes de lesa humanidad que involucrarían a varios militares, como es el caso del general Faruk Yanine Díaz, a quien se le menciona en los expedientes de la masacre de La Rochela, ocurrida hace dos décadas.

Y este es sólo el comienzo. Los testimonios que están entregando los paramilitares en las versiones libres sobre los vínculos de miembros de la Fuerza Pública con las autodefensas son tantos, que la Fiscalía ya tiene una unidad dedicada a recabar información sobre quiénes fueron durante los últimos 20 años comandantes de batallones y brigadas donde ocurrieron los peores crímenes de lesa humanidad. Según fuentes del ente investigador, la para-política, que ya tiene en los tribunales a más de 40 congresistas, palidece al lado de lo que podría ser el destape de la verdad sobre los vínculos entre militares y paramilitares. Una verdad que sin duda es sana para el país, pero que en una fase definitiva de la guerra contra las Farc, donde la legitimidad de las instituciones es crucial, tendrá más de un escollo que sortear.

La controversia sobre ese capítulo de la vida nacional ya se avizora como espinosa y difícil. El martes, cuando se conmemoraban 22 años del holocausto del Palacio de Justicia, el presidente de la Corte Suprema, magistrado César Julio Valencia calificó el operativo militar realizado los días 6 y 7 de noviembre de 1985 como "imprudente, demencial, cruento y precipitado". La reacción del presidente Álvaro Uribe no se hizo esperar. En un comunicado oficial dice que "describir la acción de las Fuerzas Armadas en defensa de la institucionalidad como ilegal y violatoria de derechos fundamentales, es herir la dignidad de todo el Estado colombiano".

También se han escuchado las voces de los oficiales retirados que hablan de una persecución en su contra. Se lamentan de que a pesar de haber puesto el pecho en la guerra durante tanto tiempo, ahora la sociedad los deja solos. El gran temor que han manifestado es que se les ponga en la picota pública, y se mancille su honra mientras transcurren unos juicios interminables en la justicia. Muchos militares sienten una estigmatización, sin que medie un proceso justo, y sin que al revisar el pasado, se tengan en cuenta las realidades que vivía el país décadas atrás.

Sus temores no son vanos. Si el proceso de verdad tiene en el banquillo a por lo menos 50 políticos, peor pinta el escenario para los militares. Mucho se ha escrito sobre las guarniciones donde se entrenaron grupos de autodefensa, de oficiales que facilitaron sus crímenes o que simplemente cerraron los ojos e ignoraron a los grupos paramilitares como una amenaza para la población. Estas actuaciones se cubrieron durante años con un manto de impunidad que, por primera vez, se empieza a rasgar.

¿Por qué eso es hoy posible? ¿Qué ha pasado para que una institución que muchos consideraban intocable hoy esté en el ojo del huracán?

La nueva guerra

Tres cosas han sido claves: un mayor control civil, la comunidad internacional y el cambio de doctrina en las guerras contrainsurgentes.

Cuando se nombró el primer ministro de Defensa civil, muchos pensaron que este era apenas un cambio cosmético. Pero no ha sido así. En la práctica, se empezó a enterrar el modelo del Frente Nacional, que le entregó las Fuerzas Armadas el control casi autónomo del orden público, a cambio de que no se politizaran. Si bien esto evitó que el país terminara en una dictadura militar, como ocurrió en casi todo el continente, también generó un divorcio entre los gobiernos civiles y los militares. Divorcio que, al parecer, tuvo su cénit durante la toma del Palacio de Justicia, donde, según la comisión de la verdad, el presidente Belisario Betancur fue sólo un espectador del drama del holocausto.

"El Frente Nacional despolitizó pero encajonó a las Fuerzas Militares. El tema de la seguridad se volvió una caja negra", dice el analista de la Fundación Seguridad y Democracia Alfredo Rangel. Eso empezó a cambiar con la Constitución de 1991. La civilidad ha ganado cada vez más terreno en la institución castrense. Un ejemplo de ello es que actualmente la dirección de la justicia penal militar sólo investiga delitos cometidos en medio de la guerra, pero la Fiscalía aboca las violaciones de derechos humanos. Como si fuera poco, la dirección de la justicia militar está en manos de una mujer civil.

Otro ejemplo es que gran parte de la logística de las Fuerzas Armadas, que eran manejadas por los fondos rotatorios de los militares, ya está bajo el control y la gerencia de técnicos civiles adscritos al Ministerio. Algo que parecía imposible hace apenas cinco años, cuando la entonces ministra de Defensa, Marta Lucía Ramírez, intentó hacerlo, y se tropezó con la airada resistencia de la cúpula militar, que finalmente precipitó su salida de esa cartera.

Pero aunque este viraje se inició a principios de los 90, el gran catalizador de los cambios fue la internacionalización del conflicto, y en especial el Plan Colombia. "Este Plan nos ofreció la tecnología de punta de un Ejército moderno y poderoso, pero actuando dentro de las reglas y los principios democráticos universales", dice el general Freddy Padilla de León, comandante general de las Fuerzas Militares.

Al lado de la cooperación militar, el Plan Colombia tiene estrictas exigencias en derechos humanos. Baste recordar que a varios generales les fue retirada la visa de Estados Unidos, por mera sospecha de que tuvieran vínculos con paramilitares o narcotraficantes, a pesar de que la justicia no los ha condenado.

Al lado de las exigencias de los estadounidenses han estado los ojos siempre abiertos de la ONU y los europeos. O sea que mientras en el pasado los militares prácticamente no le rendían cuentas a nadie en cuanto a derechos humanos, ahora tienen decenas de organismos que producen informes detallados sobre cada combate, cada muerte y cada posible abuso. Tal como lo señaló el jefe del Ejército británico recientemente, "las guerras modernas se libran en el centro de atención de los medios de comunicación y a la sombra de los abogados internacionales".

Y es que sin duda la justicia internacional se ha convertido en un poderoso incentivo para el cambio. Casi la totalidad de las condenas que ha emitido la Corte Interamericana de Derechos Humanos contra el Estado colombiano, son por actuaciones de los militares. Mapiripán, El Aro y la Granja, La Gabarra, son apenas algunas de las sentencias donde los militares salen maltrechos por haber facilitado o ignorado que se estaban cometiendo estas masacres. Si a eso se le suma el temor que infunde la Corte Penal Internacional, es apenas obvio que en derechos humanos haya un viraje importante en las Fuerzas Armadas.

Pero quizás en el fondo de todo hay un asunto puramente estratégico: la doctrina militar cambió. Durante la Guerra Fría se creía que la población era a la guerrilla como el agua era al pez. Y que lo que había que hacer era quitarle el agua al pez. Ese pensamiento hizo que todos los países donde había insurgencia se llenaran de escuadrones de la muerte. Colombia no fue la excepción. Posiblemente los militares sólo seguían a pie juntillas lo que los manuales y los asesores de la época les decían. Y aunque nunca nadie escribió que el paramilitarismo era una política, por uso y costumbre se convirtió en eso, y la impunidad que existía permitió que el mal creciera como un cáncer por casi todo el país.

La nueva doctrina, que está consignada en el nuevo manual de contrainsurgencia del Ejército de Estados Unidos, se está aplicando juiciosamente en Colombia. La nuez de esa nueva cartilla es que hay que combinar muy bien las campañas militares con los aspectos económicos y políticos, pues el objetivo, más allá de derrotar al enemigo -que suelen ser el terrorismo y las mafias-, es asegurar la lealtad de los ciudadanos. Porque el punto de partida es que son guerras que se libran en países democráticos, y no en Estados colapsados, como en el pasado. Y donde la principal arma es la comunicación.

Este tipo de estrategia no requiere militares 'troperos' como los del pasado, que medían sus éxitos por la bajas que daban sus batallones, sino oficiales mucho más pensantes, que comprendan la realidad social y política en la que se mueven.

"La legitimidad es el centro de gravedad de la guerra. El pueblo quiere unas Fuerzas Militares victoriosas, pero transparentes. No queremos repetir la historia de naciones que al tiempo que obtuvieron la victoria, destruyeron sus Ejércitos", dice Padilla de León.

Entonces, ¿cómo juzgar el pasado para que se haga justicia y se conozca la verdad sin que eso ponga en peligro la exitosa ofensiva militar que vive Colombia?

Las Fuerzas Armadas enfrentan dos paradojas. La primera es que la verdad sobre los nexos entre militares y autodefensas que está saliendo a flote es necesaria para cerrar un capítulo nefasto del país, tanto como ha sido importante que se empiecen a destapar las ollas podridas de corrupción en el interior de muchas guarniciones y de la oficialidad. Contrario a lo que muchos piensan, estos mal llamados escándalos fortalecen a los militares en la medida que les dan mayor transparencia y legitimidad. Pero, paradójicamente, estas revelaciones llegan cuando se está librando todavía la guerra, y la legitimidad de las instituciones armadas es clave para darle un quiebre al conflicto.

La segunda paradoja, más difícil aun de resolver, es que sacar los trapos sucios al sol es necesario para conseguir la legitimidad, pero es innegable que la insurgencia y las mafias tratarán de sacar partido de estos procesos de verdad, para golpear la imagen y el respeto de la población en sus militares. Ese es el reto que se avecina y que las Fuerzas Armadas tendrán que resolver con más inteligencia que nunca.