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Entre la repulsión y la fascinación

La serie de televisión ‘Sin tetas no hay paraíso’ le ha puesto los pelos de punta a un país cada vez más permeado por los cantos de sirena de la cultura del dinero fácil y la ostentación de la riqueza.

9 de septiembre de 2006

El país está dividido. Por un lado, los que defienden a capa y espada la serie de televisión Sin tetas no hay paraíso, quienes sostienen que la serie no sólo muestra una realidad del país, sino que también educa y forma valores. Esa es la posición que han reiterado en diferentes oportunidades Camilo Durán, asesor de la presidencia de Caracol Televisión, y Luis Alberto Restrepo, director de la serie. Por el otro, los que consideran que estigmatiza a Pereira, que es una táctica morbosa para subir el rating y que induce a las adolescentes a adoptar patrones de comportamiento negativos.

Lo único cierto es que, en sus dos primeras semanas al aire, Sin tetas... ha hecho una media de share de 50,9 por ciento y un promedio de 2.549.000 espectadores. Los Reyes, de RCN, acumula un 44,7 por ciento histórico, pero desde cuando le enfrentaron Sin tetas... no llegan a 33 por ciento. Sin tetas... ha sido el programa más visto de la televisión nacional desde su inicio.

En numerosos debates y columnas de opinión se ha intentado llegar a un consenso, pero el tema es tan complejo y ofrece tantas aristas, que requiere muchos más debates y, sobre todo, darle más tiempo a la serie para ver qué tan educativa y ejemplarizante resulta ser cuando se conozca su desenlace.

La abogada María Isabel Patiño, ex presidenta de Asocolflores, ex directora del Instituto de Desarrollo Urbano de Bogotá (IDU) y candidata a la vicepresidencia en las pasadas elecciones, considera que Sin tetas no hay paraíso tiene connotaciones muy negativas para la sociedad. “Este tipo de seriados estigmatiza y cierra posibilidades para que la gente tenga una visión distinta de Colombia. Si al público lo bombardean siempre con esa supuesta única realidad, se siembra el referente de que no hay otra opción”. Ella pone el ejemplo de la primera Alcaldía de Antanas Mockus, quien en vez de mostrar la Bogotá real de aquel momento, propuso una Bogotá posible y el resultado fue el cambio en la mentalidad de la gente, que en muy poco tiempo creó un sentido de pertenencia imposible de imaginar cuando terminaba la década de los 80.

El semiólogo, escritor y catedrático Armando Silva refuerza ese punto de vista: “La obsesión en el cine y la tenovelas por este tema ayuda a esa mitificación. Las industrias audiovisuales lo hacen para vender, pero nos lo venden como cultura.Señala también que algunos libretistas usan el pastiche narco para llegar a públicos populares y que cuando se apropian de lo popular, lo convierten en una caricatura. “Esa es una de las trampas de nuestra democratización visual. En el exterior nos esterotiparon como narcos y las industrias colombianas le sacan provecho a esa imagen sin mayor renovación de ideas. Acá se ha asumido que para vender, tenemos que mostrar violencia o, ahora, narcocasas o narcotetas o narcocarros y, en fin, narcofelicidad exhibicionista”.

Para Florence Thomas, escritora, catedrática y experta en temas de mujer, el gran mérito de la serie es que ha generado debates y posiciones encontradas, pero le preocupa la manera como se ha desarrollado, “tal vez demasiado veloz, sin matices y sin profundizar los problemas que puede generar ese tipo de fenómeno entre las adolescentes de estratos 1, 2 y 3”.

Además de los problemas que le trae a la salud de las niñas, le preocupa “esa tenaz necesidad de que las mujeres sigan construyendo un cuerpo que debe corresponder a las fantasías masculinas”. Sin embargo, ella reitera que la gran mayoría de mujeres que se agrandan el busto no son prepagas ni lo hacen para responder al deseo de un traqueto. “Lo que cuenta Gustavo Bolívar es una historia particular que, por supuesto tienen matiz de realidad, pero que no es la tendencia mayoritaría”.

Camila González, crítica de televisión de SEMANA, piensa que si bien la serie exalta el morbo, “se puede convertir en materia prima para educar, discutir y afianzar criterios en la gente”. Considera que la serie entra sin digerir en los imaginarios de los niños y jóvenes y en esa medida no le parece positiva.

La serie también plantea una pregunta: ¿qué tanto se han traquetizado el gusto y las costumbres de los colombianos? No sólo desde la estética. También por exaltar los modales pendencieros, el culto al dinero fácil que en varias ocasiones ha llevado a integrantes de ‘prestantes familias’ a enredarse en negocios propios de los bajos fondos y a hacer gala del poder que les confieren sus apellidos, pero también sus carros y el de sus escoltas o un alto cargo, ya sea público o privado.

El escritor Óscar Collazos, quien acaba de lanzar la novela Rencor, y ha sido desde sus columnas de prensa un agudo observador del comportamiento de los poderosos, lo tiene muy claro: “El cambio ha sido absoluto. Antes los ricos eran austeros y escondían su riqueza. Ahora es al revés. Ostentan su riqueza a toda costa. Es el culto a las grandes marcas. Para entenderlo, basta ver a esos ‘yuppies’ que voltean sus corbatas para que se vea la etiqueta”.

Thomas lo ve de manera diferente: “No veo tan claro esto. Tal vez se nota en cuanto al ascenso fácil o el arribismo en general de una sociedad atravesada por modas cambiantes que se mueven entre estéticas de Miami y las de las mafias regionales, entre otras”.

Para Silva, la pregunta tiene muchas respuestas. “De una parte, es un modo de descalificar desde lo alto, del lado del buen gusto, ciertas características que empezaron a aflorar como consecuencia de las grandes sumas de dinero de unos protagonistas sin educación formal y con necesidad de hacerse ver”. Le preocupa que el rechazo por lo ‘traqueto’ sirva de disculpa para descalificar la cultura popular. “Y esto, en un país tan clasista y jerarquizado como Colombia, constituiría otra encerrona”.

Prefiere hablar de un gusto que ha salido a flote (“se ha expresado”) y que es el lógico resultado del aumento de una clase media consumidora en las grandes ciudades,“Personas que carecían de medios o de información se meten rápidamente en estilos expresivos que no van con la elegancia burguesa pero sí con sus gustos y con la necesidad de mostrarse”.

Claro está que reconoce que los narcos hacen casas inmensas con columnas y escaleras doradas, “de la misma manera que mujeres de clases emergentes (no narcos) se inflan los bustos, se agrandan las nalgas o se engordan los labios, y quedan parecidas a un ícono de Botero, que tampoco es narco”. Pero se pregunta si acaso antes de los narcos no había hombres que se ponían dientes de oro. Piensa que se denomina ‘traqueto’ a lo “exageradamente expresivo”, es decir, lo que está muy cercano al gusto popular. Silva lo mira desde una perspectiva diferente: “Esto es parte de una formación de nuevas clases urbanas que podríamos mirar con reconocimiento, si no fuera por la violencia que les es inherente”.

María Isabel Patiño considera que esta acción por lo estrafalario atrae a ciertos niveles de la sociedad sin acceso a la educación y que se dejan seducir por los colores fuertes, las formas llamativas y el despilfarro. “Pero, en el fondo, todas las mujeres quieren tener esos cuerpazos. Dicen que ‘qué vieja tan loba o tan charra’, pero se mueren por tener eso”.

Armando Silva remata con una hipótesis. “La clase dirigente colombiana ha sido tacaña en su inversión en las ciudades. Nunca nos hemos caracterizado por haber hecho grandes obras como en Ciudad de México, Lima o Buenos Aires. El narcotráfico introdujo el desborde, lo monumental, lo exagerado y creo que responde a una salida a la represión del las formas en que hemos vivido. Acá hay un interesante encuentro subterráneo entre lo popular, que sueña con castillos, y lo narco, que los ejecuta”.