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Entre la rubia y el Tío Sam

En medio de una fuerte controversia de principios, el gobierno colombiano tiene que decidir próximamente si firma un acuerdo bilateral con Estados Unidos para no enviar a los ciudadanos de ese país a la Corte Penal Internacional.

2 de septiembre de 2002

El pasado 2 de agosto el presidente George Bush firmó la denominada Ley de Protección de Personal al Servicio de Estados Unidos (Aspa, por sus siglas en inglés), en la cual quedó incluida una polémica prohibición de prestarles asistencia militar a los países que forman parte de la Corte Penal Internacional (CPI), salvo que firmaran un acuerdo en el que se comprometieran a no enviar personal estadounidense ante este tribunal. Pocos días después, en la recta final del gobierno de Andrés Pastrana, llegó a la Cancillería colombiana un fax remitido por la embajada de Estados Unidos. Era el formato del acuerdo bilateral en mención, el mismo que se le envió a todos los demás países del mundo. Apareció justo en el momento en el que el gobierno ratificaba el convenio de adhesión de Colombia a la CPI y anunciaba su entrada en vigencia el próximo primero de noviembre. Como el documento estadounidense no llegó acompañado de una nota diplomática, en la que se dejara claro si tenía carácter urgente o ameritaba una atención especial, siguió el trámite rutinario para este tipo de textos dentro del Ministerio de Relaciones Exteriores.

El 21 de agosto Marc Grossman, subsecretario de Estado para Asuntos Políticos de Estados Unidos, visitó Colombia para entrevistarse con el presidente Alvaro Uribe. El encuentro parecía rutinario hasta cuando Grossman, en forma sorpresiva, hizo pública la solicitud que le había hecho al nuevo gobierno. En una rueda de prensa le respondió a una periodista peruana que respetaban la voluntad de los países que habían firmado el tratado de la CPI y que pedían lo mismo para su país, que no lo había hecho. Luego agregó: "Hemos propuesto al gobierno colombiano firmar con nosotros lo que se denomina un acuerdo del artículo 98 para proteger a los estadounidenses en servicio y a los funcionarios estadounidenses activos en Colombia de lo que a nosotros nos preocupa, como serían los enjuiciamientos políticos por parte de este tribunal".

Por último Grossman manifestó que su gobierno esperaba que la solicitud fuera resuelta en el menor tiempo posible, tal como ya lo habían hecho sin vacilaciones Rumania e Israel. El primero es un país signatario del tratado; el segundo no lo es pero, junto con Egipto y Colombia, es uno de los mayores receptores de asistencia militar estadounidense. La semana pasada Timor Oriental completó el trío de naciones que ya firmaron el acuerdo bilateral y los 15 países miembros de la Unión Europea recibieron cartas de Collin Powell, secretario de Estado de Estados Unidos, en las que les pedía hacer lo propio con rapidez.

Así como las palabras de Powell no fueron del agrado de los europeos, las de Grossman levantaron ampolla en Colombia. Fueron interpretadas como un chantaje al gobierno de Uribe. Algo así como: o firman el acuerdo o se exponen a la suspensión de la asistencia militar. La ayuda que está comprometida ya no corre ningún riesgo. El problema sería con la que puede entregar en el mediano y largo plazo. En vista del revuelo que se armó hay quienes piensan, en círculos diplomáticos, que el subsecretario de Estado se equivocó al hacer público un asunto que se podía haber manejado mejor y con un perfil más bajo por los canales regulares. Otras personas sospechan, en cambio, que fue un acto deliberado para medirle el pulso al nuevo Presidente y a su compromiso con la alianza que tiene con Estados Unidos.

¿Entre la espada y la pared?

A comienzos de la semana pasada un grupo de 72 intelectuales y políticos colombianos le solicitó al gobierno, por medio de una carta abierta, que rechazara la propuesta estadounidense y consultara con la Organización de Estados Americanos (OEA) y con el Grupo de Rio la posibilidad de tener una sola posición latinoamericana frente a este acuerdo. Uribe descartó de entrada esta posibilidad y dejó el asunto en manos de la canciller, Carolina Barco.

Esta funcionaria participó el martes en el debate sobre la adhesión de Colombia a la Corte Penal Internacional que se llevó a cabo en la comisión segunda del Senado. En este escenario anunció que el gobierno iba a consultar a la Comisión Asesora de Relaciones Exteriores. Su valoración del tema, sumada a las conclusiones a las que llegue un equipo interdisciplinario de trabajo de la Cancillería, servirán de fundamento para la decisión que se tome sobre el acuerdo bilateral. Lo que no dijo es cuándo iba a conocerse la misma.

Lo más probable, y lo que parece ser lo más sensato en opinión de analistas como Daniel García-Peña, es que la Cancillería se tome su tiempo antes de dar una respuesta. Esta es la actitud que asumieron los países de la Unión Europea frente a la carta de Powell, tal como lo manifestó el vocero del Ministerio de Asuntos Extranjeros de Francia: "En un espíritu de serenidad, hemos iniciado una reflexión con nuestros colegas europeos con el fin de aportar una respuesta común". Para Colombia la prisa puede ser un factor adverso cuando está de por medio la ayuda estadounidense y la credibilidad del país para cumplir sus acuerdos internacionales. Eso para no mencionar que los ojos del mundo están puestos sobre el gobierno colombiano. Su caso se ha vuelto paradigmático. El debate de la semana pasada, por ejemplo, fue seguido con interés por tres funcionarios diplomáticos: uno venezolano, uno peruano y uno francés. Eso para no mencionar el monitoreo constante que hace de este proceso la Coalición de Organizaciones no Gubernamentales por la Corte Penal Internacional, un ente que aglutina a 1.000 grupos de todo el planeta. Sin embargo todo parece indicar que tarde o temprano, pese a todas las presiones internacionales, el acuerdo bilateral se concretará.

Para hacerlo la Cancillería tiene tres opciones. Si se ciñe a lo que pide en este momento Estados Unidos, hacer un acuerdo con base en el artículo 98 del tratado de la Corte tal como lo manifestó Grossman, se podría realizar lo que se conoce como un acuerdo simplificado. Este es firmado directamente por los presidentes de los países involucrados y no tiene que pasar por el Congreso ni someterse al control de la Corte Constitucional porque se considera como un desarrollo de un tratado previo, en este caso el que permitió la adhesión de Colombia a la CPI. La segunda opción sería que Estados Unidos accediera a que sólo sus funcionarios diplomáticos o los civiles de ese país que trabajan contratados por su embajada (como los de la Militar and Professional Resources Incorporated o los de DynCorp) fueran cobijados por el acuerdo. En ese caso se podría hacer uno simplificado, que sería visto como el desarrollo de un tratado de cooperación entre las dos naciones vigente desde 1962.

La última opción sería realizar un acuerdo que cobije a todos los ciudadanos estadounidenses de inmunidad para comparecer ante la CPI. Un texto con tales alcances, en contravía evidente con las intenciones de justicia universal y no impunidad que tiene el tribunal, tendría que ser redactado con pinzas y pasar por el control del Congreso y de la Corte Constitucional. Este proceso sería largo y generaría, en opinión del senador Jimmy Chamorro, vicepresidente de la comisión segunda, un debate muy fuerte, controvertido y desgastante para el gobierno. Uribe y su canciller tienen una prueba de peso que superar. Y es claro que, por más malabares que hagan para mantener el equilibrio, alguien no va a quedar satisfecho con la decisión que tomen.