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| Foto: Archivo particular

PAZ

“¿Cuándo nos pedirán perdón a los rasos?”: la exguerrillera que no votó por la Farc

Patricia Gutiérrez, desmovilizada de las FARC, asegura que nunca votaría por los comandantes de esa guerrilla, ahora que se estrenaron en las urnas. Considera también que deben disculparse con aquellos que fueron reclutados cuando eran niños y soportaron todo tipo de abusos.

29 de marzo de 2018

El Hospital de Campo es una iniciativa dirigida por Diana Sofía Giraldo de la Fundación Víctimas Visibles, con el apoyo de la Nunciatura Apostólica, en el que víctimas y victimarios se encuentran para relatar las cruentas historias de la guerra e iniciar un proceso de reconciliación. SEMANA estuvo presente y reproduce un testimonio impactante de una exintegrante de las Farc.

Hace 8 años Patricia Gutiérrez* se desmovilizó de las filas de las Farc. Hoy ve todo distinto y se arrepiente de lo que hizo cuando pensaba que estaba peleando por una causa justa, por el bienestar del pueblo.

Patricia nació hace 25 años en San Miguel, un pueblo de Putumayo que limitaba con Ecuador. Allí, era común ver enfrentamientos entre guerrilla, paramilitares y el Ejercito Nacional. En su casa escaseaba la comida pero al menos vivía con su madre, sus hermanos y su padrastro. Pero cuando ella cumplió 10 años ese hombre que consideraba su padre empezó a abusar de ella.

Su familia recibió amenazas por los paramilitares así que tuvieron que irse a veredas más lejanas. En una casa finca donde los dejaron quedar llegó la guerrilla para pasar unos días, pero terminaron quedándose 4 meses. Cuando los combatientes se iban a ir Patricia les pidió que se la llevaran; ya no soportaba el manoseo de su padrastro y temía que la violara.  

“Ellos te dicen cosas bonitas. Que allá te van a dar tres comidas diarias, buenas frutas, galletas, champú y hasta loción. Como yo crecí en una familia muy humilde cuando me prometían eso me parecía magnífico”, dijo Patricia. Lo que no sabía es que “los comandantes son los únicos que tienen esos privilegios”. 

Sus 11 años los cumplió en las filas de las Farc. Estuvo bajo el cuidado de una mujer llamada Marleny. A los 3 días de estar en la compañía supo que todas las ilusiones que tenían no se iban a cumplir y que su casa era un paraíso comparado con lo que se le venía encima. “El Ejército nos tenía acorralados y perdíamos gente todos los días. Nos arropábamos con hojas, dormíamos mojados, nos levantaban a tiros y andábamos mal vestidos y mal comidos”.

Una semana después de haberse ido, Patricia tuvo que regresar a su vereda y se encontró a su madre, quien le suplicaba que regresara. Pero el corazón de Patricia ya se había dañado. En tan solo cinco días lejos de su casa había visto cómo morían los guerrilleros pero tampoco quería regresar al lado de un hombre abusador.

Como muchos de los que llegan a las Farc, Patricia tuvo que hacer un curso de ocho meses en el que le enseñaban los estatutos de la guerrilla y la entrenaban en manejo de armas e inteligencia militar. También hizo cursos de explosivos y de radio. Y estuvo en la compañía de Hernán Benítez, de Domingo Biojó y de Edgar Tovar. 

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A sus 15 años Patricia fue herida por primera vez. Ella y otros guerrilleros habían sembrado un minado a la orilla del río Putumayo donde esperaban que cayeran los hombres de la Armada Nacional. Pero cuando empezó el enfrentamiento se dieron cuenta de que las Fuerzas Armadas los superaban en número y armas. El minado que habían puesto les estalló y las esquirlas le cayeron a Patricia.

Tras ocho meses de recuperación, la joven recibió la orden de entrenar a una nueva integrante. Se llamaba Sandra. Venía de Puerto Leguízamo. Después de un par de meses, los comandantes se dieron cuenta de que esta joven era infiltrada del Ejército y que tenía la tarea de hacer caer a Edgar Tovar. Cuando la hicieron confesar, ella aseguró que Patricia era cómplice.

Patricia fue detenida por Hernán Benitez y la amarran a un tronco para interrogarla. “No camarada yo no hice nada”, decía entre lágrimas. La ataron del cuello, las manos y las piernas. La apretaron tanto que no podría dormir ni moverse mucho. Le tiraban agua y comida pero ella la rechazaba. Y para ir a los chontos (baños) la revisaban. “Solo una compañera se compadeció de mí. Lloraba conmigo por cómo me tenían y me llevaba comida a escondidas”, recuerda.

Fusilaron a Sandra y Patricia entró en pánico. Pensaba que también la iban a matar cuando le pusieron las cadenas que la infiltrada tenía. “Ese día le pedí perdón a Dios por todo lo que hice y a mi mamá”. Tras un mes de estar amarrada, la llevaron ante Hernán Benítez. Ella lloraba mientras él le acariciaba el pelo. “Patricia, ¿seguro no hiciste nada?”, le preguntó. “No”, contestó ella. La liberaron y le dijeron que el episodio quedaba en el olvido. Ella dijo que haría como si nunca hubiera pasado nada, pero en su interior pensó: “me largo de esta mierda”.

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Por un tiempo Patricia estuvo haciendo chontos, cocinando y cargando leña. Ella sabía que habría recuperado la confianza del comandante cuando la enviaran a los enfrentamientos militares. Cuatro meses más tarde, le devolvieron sus armas y la mandaron a Caquetá. Allí duró un año. Recibía dinero para la organización a cambio de coca. Después estuvo en Angostura, donde muró Raúl Reyes. También hacía parte de las compañías comandadas por Joaquín Gómez y llegó a la Selva del Picudo donde encontró campamentos inmensos de las Farc. Tenían pistas de aterrizaje para aviones, camionetas, motocicletas, entre otras cosas.   

Cuando Patricia llegó a Peñas Coloradas en Putumayo, y volvió a ver a población civil, de nuevo tuvo el deseo de escapar. “Yo no iba a perdonar esa amarrada…”, dijo. Un día el segundo al mando de la compañía le preguntó si estaba aburrida. Ella dijo que no porque temía que fuera una prueba. Después de conversar un rato, él le dijo que lo acompañara a recoger una coca pero que se llevara ropa de civil debajo por si se encontraban con el Ejército.

A las 10 de la noche encontraron una casa abandonada y decidieron quedarse ahí a pasar la noche. “Duerma un rato y yo mientras hago guardia”, le ordenó. Ella entró a la cocina y se acostó con su arma al lado. Una hora después escuchó disparos. Cuando abrió los ojos cinco soldados le estaban apuntando. “Somos del Ejército Nacional”, le dijeron.

“Uno nunca aspira a entregarse al Ejército. Solo quería irme y ya”, afirmó Patricia. Pero ya no había nada qué hacer. La llevaron al batallón de Puerto Asís y en ese lugar se encontró con el guerrillero que la había entregado. “Yo te veía aburrida, yo también lo estaba”, le explicó.

Días después Patricia se reencontró con su madre. La pudo ver después de 7 años: “Lloré. La vi viejita, más bajita, acabada del dolor… Ella no podía creer que yo estuviera viva porque los comandantes le dijeron que estaba muerta para que dejara de preguntar por mí”. Ese mismo día se despidieron. Patricia sería llevada a un hogar sustituto del ICBF en Cali para reintegrarse a la vida social.

Ahora que tiene 25 años y una hija pequeña, se pregunta: “¿Cuándo los comandantes de las Farc nos van a pedir perdón a los guerrilleros rasos? Nosotros éramos menores de edad y no sabíamos en lo que nos estábamos metiendo. Y los que moríamos también éramos los más chiquitos. Con los rasos cometieron todo tipo de abusos”. Cuando se le pregunta si votaría el partido Farc asegura que no y que no cree en la política. “Es injusto que ellos estén allá. ¿Y los que éramos carne de cañón qué?”

*Este testimonio ha sido reproducido con autorización de Patricia. Ella pidió usar un seudónimo en esta publicación para proteger su identidad.