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La díficil tarea de cumplir con el posconflicto

Aunque el país se fijó una estrategia para afrontar los desafíos de seguridad que vienen con la implementación de la paz, la incapacidad del Estado para frenar la violencia emergente de los herederos de las Farc y para hacer presencia en el territorio empieza a preocupar.

16 de diciembre de 2017

Pisar un hormiguero. Esa es la escena con la que varios expertos explican qué pasó en los territorios ahora que salieron las Farc. Llevan cuatro meses contando desde que dejaron las armas y uno desde que se firmó el acuerdo final, y aunque es muy pronto para hacerle corte de cuentas a las grandes transformaciones que le auguraron al país, las miradas se centran en los ataques que ponen en jaque a la población civil. Hay una calma llena de fisuras que en cualquier momento se va a romper.

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Al menos unas 473 familias abandonaron sus hogares el pasado fin de semana en zona rural de Suárez, Cauca. Un enfrentamiento entre disidentes de las Farc y el EPL provocó la muerte de unas 6 personas 15 días después de que 13 más –entre ellas civiles– murieron asesinadas en una incursión armada del ELN en la vereda de Magüí Payán en Tumaco. Esas 2 masacres se suman a la que ocurrió en octubre pasado durante un proceso de erradicación forzada que dejó al menos 7 muertos.

Sin las Farc en el tablero del conflicto armado, un fenómeno de reocupación territorial calienta el polvorín de la violencia. Así como en algunas zonas sobrevino la calma, en un puñado se exacerba el fenómeno de la guerra. Numerosos y pequeños municipios a lo largo y ancho del país sufren un estrangulamiento a manos del ELN, el EPL, el Clan del Golfo, los Puntilleros y los Pelusos.

Se le quitó una máscara política al conflicto armado, pero aún no se han desmontado los factores que sirvieron de combustible: el narcotráfico y la minería ilegal. De ahí que persisten los factores inmediatos de inestabilidad territorial que como un búmeran regresa a los peores años de la violencia. Grupos Armados Organizados (GAO) se disputan las rutas, alianzas y protegen el enriquecimiento ilícito de un puñado de bandas a las que este año se les incautaron 420 toneladas de cocaína.

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En la lucha contra los herederos de las Farc existen tres corredores cuyos pobladores se han visto más afectados. El primero de ellos se extiende desde Nariño hasta la frontera con Panamá; el segundo parte del mismo punto y cruza al oriente hasta los límites de Venezuela y Brasil; y el último se ubica más al norte desde Chocó hasta Catatumbo en Norte de Santander.

Pero la seguridad es apenas uno de los ingredientes. La realidad demuestra que la mezcla de insatisfacciones sociales y económicas les está devolviendo a las zonas que más han sufrido el conflicto armado un hervor peligroso, que pone en riesgo los intereses personales y privados, pero también los más comunes de los pobladores. Los problemas territoriales también obedecen a causas estructurales que corren bajo las alteraciones del orden público.

El propio Estado tiene dificultades para cubrir los territorios. Dos días tardó la fuerza pública en llegar hasta Magüí Payán para corroborar si había ocurrido un enfrentamiento armado. Pero ese es apenas uno de los síntomas. La realidad está demostrando que en la Colombia rural no solo hace falta más presencia, sino también articular y fortalecer las instituciones existentes.

En menos de 15 días, 2 reclamantes de tierra perdieron la vida. Mario Castaño, asesinado en su propia finca en el territorio de La Larga Tumaradó (Chocó) cuando desconocidos ingresaron hasta su casa y le dispararon frente a su familia. Hernán Bedoya en Riosucio murió en forma parecida. Y las autoridades también investigan el caso de Luis Alfonso Giraldo en Puerto Asís, Putumayo.

El asesinato de líderes se ha convertido en una vena abierta del conflicto que no deja de sangrar. Entre enero de 2016 y el primer semestre de este año cayeron, según un informe reciente de Indepaz, Cinep y el Iepri de la Universidad Nacional, 101 líderes, la mayoría de ellos campesinos, indígenas y afros, como también ha ocurrido este año. Por su parte, la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos ha registrado a noviembre la muerte violenta de 81 líderes en lo corrido de este año.

Aunque el gobierno ha tomado medidas, no han logrado frenar los asesinatos. La Justicia ha imputado estos crímenes a 54 sicarios y, con base en estos expedientes, unos han defendido la tesis de que no se trata de una violencia sistemática ni de un patrón de violencia, mientras otros, grupos de académicos y centros de pensamiento, creen lo contrario. La discusión es difícil de zanjar porque si bien día a día aumentan los casos, no se puede probar que haya, como en el pasado, un plan orquestado en todo el país o una estructura con unidad de mando que esté exterminando a un grupo social o político.

Otra fórmula

En una de las zonas donde se ha vuelto a sentir el vértigo de la guerra, esta semana el ministro de Defensa, Luis Carlos Villegas, reveló que el gobierno viene ajustando el Plan Victoria y Comunidades Seguras y en Paz, de las Fuerzas Militares y de Policía. El objetivo es crear el Plan Orus, una fase avanzada de las estrategias para llegar a 67 municipios y 595 veredas clave para sacar adelante los proyectos del posconflicto, pero donde se ha conocido la presencia de grupos armados organizados.

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El plan consiste en mandar a terreno 63.000 efectivos focalizados. En cada una de las veredas habrá un pelotón o compañía de la fuerza pública que tendrá como un tutor que responda por esa comunidad, para que sepa en dónde están los líderes que pueden ser amenazados, quiénes están en alto riesgo, en dónde hay cultivos ilícitos y cuáles son las debilidades de la infraestructura.

“Estamos atacando con toda la vehemencia y toda la contundencia las estructuras y amenazas que quedaron después de la firma del acuerdo de paz y el final del conflicto. El ELN está en un cese al fuego imperfecto y temporal que esperamos pueda ser renovado en enero, y que se haga con elementos nuevos y con cese de hostilidades contra civiles. Porque ellos no pueden seguir asesinando líderes indígenas, secuestrando campesinos, y en esa actitud de que el cese es solo con la fuerza pública, mientras irrespetan a la población civil”, señaló el jefe de la cartera de Defensa.

En más de la mitad de los territorios priorizados nunca se había presentado la fuerza pública y, de hecho, en su mayoría comprenden poblaciones étnicas que vienen sintiendo con más fuerza el aumento de la violencia criminal. Por eso, uno de los mayores retos tiene que ver con el flagelo del narcotráfico y los espacios que los grupos armados han ocupado, especialmente en zonas de frontera. Se trata de lugares neurálgicos donde no solo siembran coca, sino también la transforman y comercializan. Aunque se trata de una pelea metro a metro por los territorios, las fuerzas no solo se deben concentrar en el eslabón débil de la cadena, los cultivos, sino en los ríos que sirven de autopistas por los que la mafia mueve toneladas de droga en los territorios en pugna.

Otra de las medidas del gobierno tiene que ver con el sometimiento del Clan del Golfo y otras bandas criminales. Esa ventana sigue abierta. La Fiscalía y los ministerios de Justicia e Interior tejieron un proceso con la idea de sacar por lo menos a otras 7.000 personas armadas de los territorios. Pero ahora que se vencieron los beneficios del fast track, el proyecto de ley –radicado esta semana– se tramitará hasta marzo de 2018 con un mensaje de urgencia. Mientras la propuesta se termina de cocinar alimentada por diferentes sectores políticos que ven en ella una oportunidad para conquistar la paz completa, desde las selvas chocoanas el jefe de esa banda criminal, Dairo Úsuga, alias Otoniel, comenzó a ambientar su voluntad con una suspensión de su accionar militar, pero no delincuencial desde el 13 de diciembre. Pero ese sometimiento aún está crudo y las fuerzas del Estado seguirán arreciando sus acciones contra la estructura armada, como ocurrió este año cuando le arrebataron 7 altos mandos.

Como parte de las respuestas, el Estado está en mora de fortalecer el Sistema de Alertas Tempranas de la Defensoría del Pueblo. Esas alertas pueden establecer cuáles comunidades tienen alto riesgo de sufrir violencia mucho antes de que ocurra un baño de sangre. Y es que en muchos territorios, como ocurre en Tumaco, no hay presencia de voceros de las instituciones.

Focalizar las respuestas en la fuerza pública es solo uno de los caminos que tendrá que recorrer el Estado para aumentar su presencia y conquistar el control de los territorios. Los hechos de las últimas dos semanas revelan que no hay una verdadera estrategia de paz territorial. Hace falta articulación y conocer más el país que se intenta rescatar de la violencia. Se deben enfocar en el contexto de cada una de las zonas que hace su tránsito al posconflicto. Se requiere identificar los problemas propios y así direccionar las soluciones.

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Y es que, sin duda, las necesidades básicas insatisfechas, la impunidad y la falta de oportunidades, en un territorio donde no hace presencia el Estado, componen el coctel perfecto para la violencia. El panorama se replica en los 170 municipios identificados como críticos para el posconflicto, donde hay disputas por la tierra, por temas ambientales y por asuntos políticos en los que las instituciones tendrán que entrar a mediar. Y si no están articuladas, el proceso no solo será más dispendioso, sino complejo. Esta realidad rebosó las fórmulas que llegan desde Bogotá, y si no se planean nuevas estrategias con los territorios, quedará muy difícil cumplir la promesa, hecha a las víctimas, de evitar que su tragedia se repita.