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Fidelina Hurtado, una víctima de la violencia que perdonó a sus agresores y ya no alberga rencor en su corazón

A pesar de haber sido desplazada, amenazada y maltratada, esta mujer afrodescendiente de 68 años se reconcilió con su pasado y hoy lucha por sacar adelante a sus dos hijas y cinco nietos. Su sueño es tener una casa propia como la que le arrebataron en el campo.

John Barros
27 de noviembre de 2017

Hace un mes, Fidelina Hurtado Torres, una mujer nacida el 13 de junio de 1949 en el municipio de San Bernardo (Cauca), empezó a cumplir uno de sus sueños: tener un negocio propio donde pudiera ofrecer suculentos platos típicos del Pacífico colombiano.

Con la ayuda de sus dos únicas hijas, Jenny Maribel y Elcy Esther, arrendaron un pequeño local en la esquina de la calle 76 con carrera 22 en Bogotá, al cual decidieron bautizar como ‘Jodelina y Ramona’.

Ya tienen la estufa, la nevera, las vitrinas, las sillas y las mesas, pero aún les falta el letrero publicitario y el gas para cocinar los platos fuertes. Mientras tanto venden empanadas, tintos, gaseosas, galguerías, cocadas y arrechón, una bebida afrodisiaca de su región.

Es un negocio familiar, por lo cual las tres mujeres se esfuerzan para que sus pocos clientes se sientan como en casa. Los atienden con palabras amenas, sonrisas ensoñadoras y una candidez con tintes de inocencia.

Pero atrás de esa amabilidad, Fidelina y sus dos hijas esconden una historia repleta de violencia, maltrato, discriminación y atropellos: las tres hacen parte de las más de 8,5 millones de víctimas que ha dejado el conflicto armado en Colombia.

Aunque nació en el Cauca, Fidelina, quien ya tiene 68 años de edad, se crió en el corregimiento de Agua Clara, ubicado en el municipio de Buenaventura (Valle del Cauca), sitio en donde vivió con su mamá, su abuela, sus siete hermanos y varios tíos y primos.

“Soy la menor de mis hermanos, por lo cual fui la consentida de la casa. Mi infancia transcurrió en calma y fue muy hermosa. En Agua Clara di a luz a mis dos hijas, en la década de los 70, pero no me casé”, recuerda Fidelina, hoy con su cabellera corta, trenzada y totalmente plateada.

En los años 80 la violencia se apoderó del corregimiento y empezaron a matar gente en los bares y en las calles.

Pero fue en 1984 cuando toda la familia de Fidelina sufrió el primer desplazamiento forzado. “Asesinaron a mi hermana Zaira, así que nos tocó irnos de Agua Clara para el casco urbano de Buenaventura. Fue una muerte violenta, la peor de la época. Me fui con mi mamá y mis dos hijas, teníamos miedo de que nos pasara lo mismo”.

Fidelina vendió su casa en Agua Clara y compró una en Buenaventura para empezar de ceros, pero la muerte de Zaira le afectó demasiado a su mamá. “Quedó desubicada, no sabía la fecha ni el día. Lloraba todos los días esperando a esa hija que nunca iba a llegar”.

Con sus dos hijas de 13 y 8 años y su mamá en una crisis mental por su pérdida, Fidelina se puso al cargo de la casa y empezó a trabajar en Puertos de Colombia, con la violencia respirándole en la nuca.

“Empezaron a llegar los paramilitares. Nosotros vivíamos en un barrio de invasión, pero no sabíamos quienes eran. Pensábamos que eran turistas y los tratábamos con cariño. De repente circularon panfletos de las Águilas Negras que decían que después de las 10 de la noche iban a hacer limpieza”.

En 1988, Jenny Maribel, con 16 años, tuvo a su primera hija, Carmen Eliana. Luego conoció a Silvio Candelo, su actual esposo, con quien tiene cuatro hijos más: Sharon Estefany, Brandon Daniel, Kimberly y Britney.

Con la muerte de su mamá, en agosto de 1994, Fidelina, Esther, Jenny, Silvio y sus dos niñas mayores, se fueron a vivir al municipio de Restrepo, en donde nació Brandon.

“Dejamos en arriendo la casa en Buenaventura. La vida en Restrepo fue muy distinta. Recogíamos café y vivíamos tranquilos. Pero en 1997 decidimos irnos para Yumbo, donde nació mi cuarta nieta, Kimberly. Allá estuvimos más o menos un año”.

Años amargos

En 1999 el trabajo se puso escaso y la vida se complicó en el Valle del Cauca, por lo cual Fidelina vendió la casa en Buenaventura y se fue con su combo (de ocho personas) a buscar fortuna en el Caquetá.

“Una amiga que vivía en La Hormiga nos dijo que nos fuéramos para allá, que había trabajo y tierras. Y así lo hicimos el 7 de febrero, pero nos perdimos en el camino y resultamos en una inspección que se llama Playa Rica, en el municipio de Valparaíso”.

En Playa Rica encontraron la felicidad. Con los ahorros y el dinero de la venta de la casa compraron un terreno y construyeron un nuevo hogar.

“Como era zona de distención no había guerra. Teníamos nuestros propios cultivos y criábamos becerros y gallinas. Estábamos muy contentos. Pero en el 2000, cuando se levantó la distención, la guerrilla se tomó la inspección y empezó nuestro sufrimiento”.

Según Fidelina, todos los días llegaban de a 20 guerrilleros a Playa Rica. Un día, mientras almorzaban, dos uniformados, un niño y una niña, tocaron a la puerta.

Esther les abrió. Le dijeron que eran del Frente 41 de las FARC y que tenían que ir a una reunión en la casa de una señora.

“Un frío recorrió todo mi cuerpo y me dieron ganas de ir al baño. En la reunión nos dijeron que eran del Frente 41 y que si no hacíamos ciertas cosas nos mataban”, cuenta Esther.

Desde ahí empezó una pesadilla sin fin. “Vimos masacres horribles. A uno lo mataron en un basurero, le sacaron las tripas y los testículos. A una familia le mataron al papá al frente de sus seis hijos”.

Fidelina y su familia vivieron dos años atemorizados por las amenazas de la guerrilla, las cuales se concretaron en octubre de 2002.

“Un día nos anunciaron que nos fuéramos preparando para ir al campamento a aprender a manejar revólveres. Yo les dije que no. La guerrillera Sonia, la que extraditaron a Estados Unidos, nos dijo que no veía la hora para que nos pusiéramos el camuflado”, recuerda Fidelina.

Uno de los comandantes le dijo que si no hacían caso los mataba. “Le contesté que venía de una familia cristiana donde me enseñaron que matar es un pecado. Me respondió que entonces nos iban a desaparecer y que tenía dos días para irme. Estaba que me orinaba”.

La matrona decidió irse para Florencia con sus cuatro nietos, pero casi no había transporte para su huida.

“Al otro día entró un bus escalera y me monté con los niños. En las vías solo se veían muertos. Los paramilitares nos requisaron varias veces. Un comandante dijo que iba a matar al que no tuviera papeles. De milagro no nos pasó nada”.

En Florencia arrendó una casa. “Un día, cuando fui a hablar con las autoridades, dejé a mis nietos solos. Cuando regresé las niñas mayores estaban llorando, porque el dueño las iba a violar. Les había dicho que se acostaran a su lado y se dejaran meter el dedo. La mayor, de 14 años, agarró una botella y lo insultó”.

Una amiga de Fidelina la ayudó a conseguir una nueva casa con la ayuda de la Cruz Roja. Mientras tanto, Esther, Jenny Maribel y Silvio estaban secuestrados en Playa Rica.

“Duramos tres meses alejados de mi mamá y mis hijos. Nos separaron de los hombres. A Silvio se lo llevaron para el monte. No podíamos salir de la casa ni para conversar. Ni los carros entrababan, solo se oían las balas de los aviones”, asegura Jenny Maribel.

A mediados de diciembre, Esther y Jenny hablaron con un comandante para preguntarle si Fidelina podía regresar. Les aconsejó que se fueran de ahí porque los iban a matar.

Esther llegó a Florencia el 13 de diciembre. A los pocos días, el 19, el turno fue para Jenny. Pero aún no tenían noticias de Silvio.

“El 23 de diciembre llegó a la casa un hombre delgado, herido, con una barba y un pelo larguísimos. Parecía un esqueleto. Era Silvio”, asegura su esposa.

Meses después del reencuentro, la guerrilla se llevó a Silvio y a Jenny a La Estrella. “Duramos tres meses incomunicados, yo era la cocinera. Éramos sus esclavos. Gracias a Dios nos escapamos y pudimos regresar a Florencia con toda la familia”.

Vivieron en relativa calma en Florencia por casi dos años, hasta el 23 septiembre de 2004. “Ese día, cuando estábamos bautizando a la última de mis nietas, Britney, la guerrilla se metió en la casa y nos dejó dicho que nos iban a matar”, menciona Fidelina.

La indiferencia de la gran ciudad

Sin ninguna pertenencia y solo con la ropa que llevaban puesta, los nueve miembros de la familia llegaron al terminal de Bogotá, en donde vivieron por una semana.

“Nos dejaron botados en el terminal. Solo nos dieron una hoja con números de teléfonos para buscar ayuda. Allí una monja nos regaló un colchón, platos, cucharas y algo de comida”.

Después se fueron para la Casa del Migrante, donde les dieron refugio por tres días y 150 mil pesos para empezar la nueva vida.

“Nos fuimos para el sur de Bogotá, a los barrios San Jorge, Marco Fidel y Santa Lucía. Primero vivimos en un garaje. Estuvimos dos meses allí hasta que nos pidieron la casa. Parecíamos andariegos”.

Como eran nueve, casi nadie les arrendaba un sitio. “Nos tocó dormir varios días en la calle, como indigentes. Solo comíamos sobrados. Íbamos a pedir a Abastos, a la plaza. Así estuvimos casi 15 meses, viviendo en nueve casas distintas o en la calle”.

Fidelina recuerda que en ese tiempo aguantaron hambre como ratón de iglesia y que no conseguían trabajo por la indiferencia de la gente. “Nos decían que por ser desplazados teníamos la muerte en la espalda. Comíamos sobrados. Una señora nos llevaba sobras: cabezas de pescado, la pega del arroz”.

Una luz de esperanza

En agosto de 2005, cuando Fidelina y Esther fueron a la Defensoría del Pueblo, un funcionario los puso en contacto con una señora que ayudaba a los desplazados.

“Pero ella solo podía ayudar a las comunidades desplazadas organizadas. En septiembre nos llamó y nos dijo se había contactado con una señora que vivía en Canadá y que nos quería conocer, pero que llegaba hasta noviembre”.

Fidelina tenía un buen presentimiento de la buena samaritana, una colombiana radicada en Canadá que trabajaba en la Organización Internacional para las Migraciones. Les dieron una cita para el 2 de noviembre en una oficina por la calle 72.

“Nos pusimos la mejor ropa que teníamos, que en sí estaba bastante ajetreada. Nos atendió una señora mona, que parecía gringa. Cuando nos vio se puso a llorar porque nunca había estado con la pobreza tan de frente”.

Luego de contar el caso, la Organización les dio $500 mil para comida y arriendo, un monto inimaginable. “Compramos cuatro pollos para llevar a la casa. No podíamos creer que por fin nos estaban ayudando”.

El 16 de noviembre, el ángel de la guarda conoció a toda la familia. “La señora quedó impresionada por lo flacos que estábamos. Britney, la bebé, estaba prácticamente desnutrida. Nos dijo que nunca había visto tanta pobreza y miseria de frente”.

Las ayudas económicas continuaron. A mediados de noviembre, citaron a Fidelina en la Fundación Saldarriaga Concha para recibir una buena noticia.

“La señora era prima del director. Nos dijo que botáramos todo lo que teníamos porque nos íbamos para Facatativá”.

El 26 de noviembre de 2005 llegaron a su nuevo destino, una casa linda, con 10 camas y toda alfombrada.

“Silvio se revocaba de la felicidad. Una de las niñas decía pellízquenme, que esto es un sueño. Después nos hicieron un mercado gigante, hasta con pañales desechables. Nos compraron celular”.

En esa navidad les dieron juguetes, ropa nueva, más mercados y un pernil de cerdo de una dimensión jamás vista.

En la casa de ensueño de Facatativá vivieron por siete meses, hasta que llegó una nueva administradora y acabó con el programa con la Fundación Saldarriaga.

En agosto de 2006, la fundación Granjas del Padre Luna los recibió cerca al municipio de Sasaima (Cundinamarca), donde estuvieron 18 meses, hasta febrero de 2008.

“Era una casa enorme y hermosa. Fue uno de los mejores tiempos, ya que trabajábamos en la granja, en el campo. Nos pagaban por cocinar. Fue regresar a la época bonita del Caquetá, antes de la guerrilla”.

Pero la vida les jugó otra mala pasada. “Empezamos a recibir amenazas. Hablamos con el Alcalde de Albán y con la Policía, y nos dieron una casa. Pero las amenazas siguieron, así que nos aconsejaron que hiciéramos papeles para irnos fuera del país”.

Regreso al maltrato

Fidelina y su familia empezaron a hacer trámites para sacar la visa canadiense, la cual les fue negada.

Esa frustración los llevó a pedir asilo en España. Ya estaban decididos, pero tenían que ir a Venezuela. El primero de diciembre de 2008 viajaron al país vecino a hacer el papeleo, primero a San Cristóbal y Táchira y luego a Mérida.

“En Mérida nos contaron que los refugiados en España viven aislados, sin poder trabajar y que los niños sufrían mucho. Decidimos quedarnos en Venezuela, donde empezamos otro sufrimiento”.

Primero vivieron en un páramo, pero el frío los enfermó a casi a todos, en especial a la primera bisnieta de Fidelina, María Elvira, que había nacido en Facatativá.

Luego se fueron para una vereda llamada La Playita, donde fueron contratados como recolectores de cultivos y flores. “Los venezolanos nos trataron como esclavos. Solo faltaba que nos marcaban para serlo. Nos rechazaban por ser negros y colombianos”.

En Venezuela recibieron toda clase de maltratos, tanto de sus patrones y vecinos como de los profesores y estudiantes de los colegios donde estudiaban los niños.

“Cuando vivíamos entre Puerto Santander (Colombia) y Boca del Grita (Venezuela), se creció el río y volvimos a perderlo todo. Llamé a varias amigas para que me ayudaran. Nos dieron plata, ropa y cobijas”.

Una reconciliación con el pasado

En 2012, aún en Venezuela, recibieron una llamada de la Fundación AGAPE Colombia, en donde trabaja la señora que las había ayudado a salir de la indigencia en Bogotá.

Fidelina y Esther fueron invitadas a un congreso en la ciudad de Armenia. Hicieron un viaje en bus de 26 horas, con solo dos mudas de ropa para tres días.

“Cuando llegamos nos dimos cuenta que el evento era con desmovilizados de la guerrilla, que sí habían recibido asilo en Canadá. Ese golpe fue muy duro”.

Ver que los desmovilizados si habían tenido la oportunidad de salir adelante en otro país despertó la rabia en Fidelina.

“Me dio mucha rabia. Yo casi me muero. No sé si fue que se me subió la tensión, pero me faltaron las fuerzas. El odio era demasiado grande. Recordé todas las masacres que vivimos y pensé que posiblemente alguno de ellos había estado ahí”.

Pero Fidelina asegura que el encuentro fue mágico. “Le pedí a Dios que me diera fuerzas para poder participar en un ritual entre desmovilizados y desplazados. Ellos nos pidieron perdón, y entre lágrimas y abrazos nos reconciliamos. Eso me permitió ser una mujer diferente a la que llegó a Bogotá, que solo renegaba, maldecía y lloraba”.

“No fue fácil, por todo el sufrimiento. Pero el perdón lo cambia a uno, lo hace reconocerse como persona. Le abre los ojos para ver los problemas, las incapacidades, los errores. La guerra no es solo de los que están en el monte, sino de todos”.

Esos abrazos le cambiaron la vida a Fidelina. “El rencor me tenía enferma, hacía parte de todo mí ser. Pero con el perdón todo eso se fue. Me quité una carga enorme”.

“Desde ese encuentro mi corazón está tranquilo. Ya no siento rencor ni venganza. Quisiera encontrarme a esas personas que me hicieron daño para darles un abrazo. El perdón es para toda la vida. Cuando odiaba dormía en el suelo, aguantaba hambre. Ahora todo está mejor y el odio salió de mí. Si ahora me llega la muerte me voy tranquila”.

El futuro

En Armenia, la fundación las convenció de que debían regresar a Bogotá. “Volvimos a Venezuela pero con la convicción de irnos todos para Bogotá. Los de AGAPE nos dijeron que nos iban a ayudar a empezar de ceros”.

El 30 de octubre de 2012, Fidelina y su hija Esther, con su nieta Sharon y su bisnieta María Elvira, se fueron para Bogotá para organizar todo.

“Llegamos a donde una amiga en el barrio El Lucero, en Ciudad Bolívar. A los pocos días arrendamos una casa, con ayuda de la Alcaldía y la Unidad de Víctimas. Luego viajó el resto de la familia y nos organizamos en dos viviendas. Allí vivimos tres años, es decir hasta el año pasado”.

Ya instalados en Bogotá, Fidelina empezó a trabajar como partera para la Secretaría de Salud, Jenny Maribel como empleada en una casa de familia y Esther en un local de medicina bioenergética.

En 2015 decidieron irse de Ciudad Bolívar y buscar casa en los barrios San Felipe y Santa Sofía, ubicados cerca a la calle 76 con carrera 22, ya que las dos hijas trabajaban cerca.

“Acudimos a la Unidad de Víctimas para decirles que queríamos montar nuestro propio negocio. En marzo de 2016 nos dieron el menaje, es decir las cosas para su funcionamiento. Esa ha sido la única indemnización que hemos recibido. Jamás nos han dado algo por lo que perdimos, como las tierras en el Caquetá”.

A comienzos de septiembre, hace un mes, encontraron un pequeño local cerca a las casas de ambas familias, el sitio que con las uñas tratan de levantar para por fin echar raíces y dejar de ser victimizadas por la violencia.

“Pagamos arriendo por el local. Esperamos que muy pronto empiece a funcionar el restaurante ‘Jodelina y Ramona’, que es atendido por mis dos hijas cuando yo tengo que ir a la Secretaría”.

La fundación AGAPE sigue invitando a Fidelina a los congresos de reconciliación. Ya ha participado en varios encuentros en Armenia, Villavicencio, Tocancipá, Cali y  Bogotá.

“Cada vez que voy hablo con los desmovilizados y las víctimas. Los abrazo, les doy besos en la mejilla y los aliento a perdonar. Yo aprendí que la reconciliación es personal. El rencor ya salió y ahora mi corazón está limpio”.

Pero Fidelina aún tiene sueños pendientes. “Tengo dos sueños que quiero cumplir antes de morirme. Primero sacar adelante este negocio para que mis nietos tengan estudio y segundo tener una casa propia para que vivamos todos juntos”.

Esta mujer espera que el Gobierno o alguna persona le faciliten un sitio para vivir con su familia. “No quiero morirme pagando arriendo. Tener mi propio hogar sería lo más justo después de todo lo que hemos vivido. No me quiero morir sin que se cumpla”.