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Furibundo

Las rabietas del Presidente no afectan su popularidad, pero son peligrosas para su imagen internacional y desconciertan a los colombianos.

13 de octubre de 2007

No por conocidas, las sa-lidas de casillas del presidente Álvaro Uribe dejan de ser noticia. Por sus consecuencias políticas y por insólitas, rabietas como la de la semana pasada siguen generando la misma conmoción que las que dejaron atónitos a los colombianos a comienzos de la era Uribe. El temperamento del primer mandatario afecta de manera directa el estado de ánimo nacional.

Y eso que el libreto ya no tiene nada de novedoso: ante alguna acusación que lo involucra, a él o a alguien cercano, el mandatario se toma los medios -con énfasis en la televisión y la radio- para agredir con ferocidad inusitada a sus retadores de turno. Esto divide a la opinión pública entre los que elogian sus pantalones y los que critican su falta de actitud presidencial.

La versión de la semana pasada tiene algunos elementos adicionales. Las causas de la rabieta, por ejemplo, fueron varias. La decisión de la Corte Suprema de Justicia de llamar a indagatoria a su primo Mario Uribe, sin darle el beneficio preliminar de la versión libre, fue uno de los detonantes. A esto se sumó una información que le llegó según la cual un magistrado estaría ofreciendo beneficios a un testigo a cambio de involucrar al primer mandatario en un supuesto complot para matar a un jefe paramilitar (ver artículo anterior). Todo esto hizo sentir al Presidente que había una especie de conspiración de la Corte contra él. Si a esto se agregan las denuncias de Virginia Vallejo sobre relaciones cordiales de Uribe con Pablo Escobar y un editorial de The New York Times pidiendo la postergación del TLC con el argumento de que el mandatario era tolerante con el paramilitarismo, sólo había que esperar la explosión del volcán.

Con tanto tema espinoso flotando en el ambiente, el pataleo de Uribe y su ofensiva mediática alimentaron el lugar común de los suspicaces de siempre: que se trataba de una cortina de humo para desviar la atención de los verdaderos problemas. Sin embargo, el seguimiento de los berrinches presidenciales lleva a la conclusión de que lo que le saca la piedra a Uribe son las denuncias sobre supuestas cercanías suyas con los fenómenos delincuenciales con los que se ha tropezado durante su carrera política: el narcotráfico que contaminó a Medellín en los años 80 y el paramilitarismo que estuvo en boga cuando ejerció la gobernación de Antioquia en los 90.

La mayoría de las anteriores camorras de Uribe con periodistas, o con contradictores políticos, tiene ese mismo denominador común. En la primera campaña, en 2002, se paró de la mesa en medio de una entrevista con Joseph Contreras, de Newsweek, que lo interrogaba sobre sus supuestos lazos familiares con el clan Ochoa. En la segunda, en 2006, se enfrentó con el director de SEMANA, Alejandro Santos, después de la publicación de versiones sobre presión paramilitar a favor de su candidatura presidencial cuatro años atrás. A comienzos de este año se fue con todo contra el senador Gustavo Petro, del Polo Democrático, porque en una entrevista en El Tiempo habló de amistades non sanctas de Santiago Uribe, su hermano, con los Ochoa del cartel de Medellín. El martes pasado arremetió contra Daniel Coronell, quien en su última columna retomó y reiteró algunas de las afirmaciones de Virginia Vallejo en su reciente libro. Y, por último, se fue contra El Tiempo, por cuestionar su actitud y las causas de sus molestias.

La mayoría de las acusaciones contra el Presidente son exageradas, injustas e incluso absurdas, como su supuesta participación en el asesinato de un paramilitar detenido. Pero el cargo de jefe de Estado requiere piel de cocodrilo y destreza de torero para capotear esas situaciones. Uribe en lo que se ha convertido es en un Terminator con una ametralladora en cada brazo. Muchas de las imputaciones que se le han hecho a los presidentes en el pasado son falsas, pero el proceso democrático exige más aclaraciones que sacadas de clavo.

Las rabietas del Presidente desconciertan a la opinión. Un grupo mayoritario las justifica como reacción justa contra calumnias motivadas políticamente y las valora como expresiones de un mandatario que no permite que jueguen con su honra. Este sector considera que las denuncias no son otra cosa que la deformación de contactos inevitables y jamás buscados de los políticos con los fenómenos delincuenciales que pululan en Colombia. En la otra esquina, se cuestionan las salidas de casillas de Uribe porque se considera que obstruyen la acción de la justicia y de los medios para investigar los fenómenos de corrupción política.

La división de reacciones le conviene a Uribe porque alimenta su imagen positiva en las encuestas. Sin embargo, más allá de los efectos políticos de corto plazo, la gran pregunta es cuáles son las consecuencias a la larga. Más aun cuando las pugnas ya no son con retadores provenientes de la oposición liberal o del Polo, sino con un peso pesado como la Corte Suprema de Justicia. Las primeras clasifican en la categoría de peleas políticas y de pulsos normales entre el gobierno y la oposición. La última tiene sabor a crisis institucional.

Un choque de trenes entre el jefe del Estado y la Corte Suprema de Justicia no le conviene a nadie. Y si se produce en momentos en que el máximo tribunal tiene en sus manos investigaciones de decenas de políticos aliados con el Presidente, peor. Se convierte en todo un papayazo para los críticos que quieren pintar a Uribe como un mandatario inescrupuloso y empeñado en inundar todas las órbitas del poder. Es legítimo que el Presidente de la República, en épocas de paz, busque conformar una Corte afín a su pensamiento, o que formule propuestas para remediar problemas como el clientelismo judicial. Pero otra cosa, muy distinta y peligrosa, es embestir contra ella días después de la apertura de un proceso formal contra un familiar tan cercano como Mario Uribe. La oportunidad no podía ser peor. La pelea entre el Presidente y la Corte ha subido demasiado de tono, y ya pone en tela de juicio la colaboración armónica que ordena la Constitución.

Las salidas insólitas del Presidente también pueden tener un efecto nocivo en el campo internacional. Afuera no se reproduce la solidaridad con él que reflejan las encuestas nacionales, sino que se tiende a construir un consenso en contra. El cambio de posición de The New York Times es muy diciente. Hace meses apoyaba el TLC con Colombia. La semana pasada calificó de "sobre-reacción" la furia de Uribe contra el libro de Virginia Vallejo y las acusaciones al periodista Gonzalo Guillén por haber sido su supuesto autor fantasma. Ahora, en un nuevo editorial, le pide al Congreso que no apruebe el TLC. Más que un caso aislado, la nueva actitud del influyente diario de Nueva York puede ser la punta del iceberg: la visión internacional sobre el gobierno se está deteriorando. Y las actuaciones contra la Corte, contra los medios o contra la oposición legítima, ante los ojos de la comunidad internacional son mal recibidas. En el mejor de los casos, son sinónimo de tropicalismo, caudillismo y repúblicas bananeras. En el peor, señales de un talante antidemocrático.

Uribe, en fin, abrió demasiados frentes de pelea al mismo tiempo. Lo cual es más propio de un político en medio de la batalla, que del jefe del Estado, que debería estar por encima de rencillas menores, salvaguardar la dimensión de su investidura y actuar como presidente de todos los colombianos. Incluso de sus enemigos. El carácter peleonero funciona en las encuestas, pero la hipersensibilidad a la crítica puede impedir la visión sobre sus peligrosos efectos secundarios.