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García Márquez viajó a Cuba en enero de 1983 para recibir la distinción literaria Félix Varela y aprovechó para reunirse con su amigo Fidel Castro. | Foto: Rodrigo Castaño

HISTORIA

Gabo y Fidel en su otoño

La cercanía del nobel con el poder siempre desató polémica, pero nada como su simpatía con la Revolución cubana y con Fidel Castro.

Ángel Esteban*
19 de abril de 2014

Cuando un autor al que hemos seguido al día durante décadas deja de escribir por razones de salud y de edad, nos sentimos huérfanos. Cuando ese autor es García Márquez, experimentamos además una ansiedad parecida a la del drogadicto. Necesitamos sus historias porque forman parte de nuestras rutinas. Esto, que lo está diciendo un español, podría ser también una frase de un chino, un ruso o un sudafricano. Esa es la grandeza de Gabo: consigue convencer, con su pequeño mundo de Macondo, de la Colombia rural, supersticiosa y sabia, como muy pocos narradores contemporáneos lo han hecho. Consigue agarrar por la solapa a cualquiera de sus lectores desde la primera línea, y no soltarlo hasta el punto final, sea con un relato breve o con una novela de quinientas páginas. Tendrá que pasar mucho tiempo para que en América Latina irrumpa un genio con tanto instinto, un depredador que siempre gane por K.O. en el primer asalto.

Sin embargo, la elección de sus amistades políticas y la ambición por estar cerca del poder son cuestiones sobre las que el público lector y el analista de la sociedad del siglo XX se han dividido, creando opiniones muy encontradas. El afán de Gabo por estar junto a los poderosos ha levantado sospechas en quienes piensan que la literatura se justifica y se basta a sí misma, mientras que muchos seguidores de sus obras aseguran que no hay nada más lógico que el hecho de que un escritor sea una persona comprometida con su sociedad problemática, y si además tiene éxito entre millones de lectores, esa circunstancia debe ser aprovechada para influir en lo político, en lo social y en lo ideológico.

Hasta aquí yo podría estar de acuerdo con todos, y felicitar a Gabo por utilizar su fama como mejor le convenga. Sin embargo, se me hace muy cuesta arriba comulgar con su insistente y acérrimo apoyo a la dictadura cubana. Es cierto que los últimos años, en los que tanto Gabo como Fidel han desaparecido de la vida pública, el colombiano no hizo declaraciones acerca de su amigo, pero desde 1975, cuando se conocieron, hasta los primeros años de este siglo, los elogios del premio nobel al tirano se sucedieron sin empacho y de un modo desmesurado. Lo que más impresiona de todo esto es la connivencia de un luchador nato, como García Márquez, por las libertades individuales, con un señor que no admite en su país la prensa libre, los partidos políticos libres, la expresión de las propias ideas en privado ni en público, que espía noche y día a sus once millones de súbditos y los mete en la cárcel o los hace desparecer si mientan su nombre en vano. Cuando publiqué, en 2004, Gabo y Fidel: el paisaje de una amistad, recibí todo tipo de opiniones: desde los que me tildaban de comunista porque decía que Gabo es un magnífico escritor, hasta los que pensaban que era de derechas porque me parece un error la pertinacia del colombiano con las excelencias de su amigo, cuando la mayoría de los intelectuales que cooperaron hace décadas con la revolución hoy la denuestan sin piedad. Con el tiempo he comprendido que a Gabo le traía al fresco lo que pensaran los demás, y que lo único que le quitaba el sueño eran los amigos. Que escribía para que le quisieran y que era capaz de agarrar un avión y presentarse en la otra punta del globo terráqueo cuando un amigo lo solicitaba. Aunque sea Fidel, un dictador. Es decir, esa pertinacia tiene muchos menos tintes políticos o ideológicos que sentimentales. Así son los artistas, esas almas sensibles y, muchas veces, caprichosas.

*Especialista en Literatura y Filología Hispanoamericana. Coautor del libro ‘De Gabo a Mario’, sobre la relación entre García Márquez y Vargas Llosa.