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Gabo en los Jardines de Luxemburgo. Más de una vez, pasó el día entero sin comer, pero nunca pidió dinero a sus amigos y tampoco aceptaba préstamos.

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Gabo Márquez en el París de los años cincuenta

En sus memorias, ‘Muchas cosas que contar’, Plinio Apuleyo Mendoza recuenta los episodios más memorables de su vida. Entre ellos se destaca su gran amistad con Gabriel García Márquez y Fernando Botero. SEMANA reproduce un capítulo sobre la vida desconocida de Gabo a mediados del siglo XX.

23 de junio de 2012

Gabo llegó a París en vísperas de la Navidad de 1955. Venía de Roma en tren (…) Pese a sus luces de Navidad, París al lado de aquella Roma debió parecerle sombría. Se alojó en un hotel frente al mío, en pleno corazón del barrio Latino, y, llevado por un amigo, lo encontraría yo al día siguiente en la Chope Parisienne, un café donde nos reuníamos entonces. Era el 24 de diciembre de 1955. En aquel primer encuentro –como lo he contado en Aquellos tiempos con Gabo– me pareció que se daba importancia. “Enfundado en un abrigo color camello –así lo escribí–, bebiéndose una cerveza que le dejaba huellas de espuma en el bigote, tenía un aire de distante superioridad”. Así parecía oír las observaciones que dos amigos colombianos (Carlos Obregón y Arturo Laguado) y yo, tan devotos como él de la literatura, le hacíamos sobre su primera y hasta entonces única novela suya, La hojarasca. Solo más tarde nos daríamos cuenta de que era una equivocada impresión: todo lo que alude al mundo secreto donde nacen sus libros no admite en él bromas ni ligerezas, sino una atención precavida que algunos confunden con arrogancia. Recuerdo que aquella noche de Navidad, para no dejarlo solo, lo invitamos a casa de Hernán Vieco. Tampoco allí apareció el Gabo de siempre, el que sería el más cercano amigo nuestro en aquel París de sombras y luces. Observaba todo en silencio mientras los demás hablábamos y reíamos. Al retirarnos, a las tres de la madrugada, Juana, la adorable americana que era entonces la esposa de Vieco, me dijo en voz baja: “¿Por qué trajiste a un tipo tan horrible?”. “¿Qué tiene de horrible?”, le pregunté, sorprendido. “Se da importancia y, además, apaga los cigarrillos en la suela del zapato”, respondió ella con un gesto de repulsión.
 
Cuando Gabo fue Gabo

Todo aquello –también lo he escrito– se disolvió dos días después cuando él vio la nieve por primera vez en su vida. Fue al salir de un barato restaurante del bulevar Saint-Michel donde habíamos comido. (…) García Márquez quedó de pronto extático, fascinado por aquel espectáculo de sueño. —¡Mierda! —exclamó. Y echó a correr. (…) “La nieve se llevó todo lo que Bogotá, la antigua ciudad virreinal, había querido poner encima de su personalidad (la compostura, la distancia, la insufrible importancia)”, escribiría yo a propósito de aquel instante.

El París de los años 1950 fue el de un Gabo pobre –y pobre hasta límites insospechados–. Si alguien quisiera saber cómo fue esa pobreza de entonces, le bastaría leer este aparte de un texto que escribió años más tarde bajo el título ‘Desde París, con amor’: “Yo no había tenido una conciencia muy clara de mi situación hasta una noche en que me encontré de pronto por los lados del Jardín de Luxemburgo sin haber comido ni una castaña durante todo el día y sin lugar donde dormir. Estuve merodeando largas horas por los bulevares, con la esperanza de que pasara la patrulla que se llevaba a los árabes para que me llevara a mí también a dormir en una jaula cálida, pero por más que la busqué no pude encontrarla. Al amanecer, cuando los palacios del Sena empezaron a perfilarse entre la niebla espesa, me dirigí hacia la Cité con pasos largos y decididos, y con una cara de obrero honrado que acababa de levantarse para ir a su fábrica. Cuando atravesaba el puente de Saint-Michel sentí que no estaba solo entre la niebla, porque alcancé a percibir los pasos nítidos de alguien que se acercaba en sentido contrario. Lo vi perfilarse en la niebla, por la misma acera y con el mismo ritmo que yo, y vi muy cerca su chaqueta escocesa de cuadros rojos y negros, y en el instante en que nos cruzamos en medio del puente vi su cabello alborotado, su bigote de turco, su semblante triste de hambres atrasadas y mal dormir, y vi sus ojos anegados en lágrimas. Se me heló el corazón, porque aquel hombre parecía ser yo mismo que venía de regreso”.

Esa situación empezó a perfilarse una tarde, cuando bajábamos por el bulevar Saint-Michel y yo compré Le Monde en un quiosco de periódicos. Lo abrí en el café y caí de pronto sobre una noticia mínima de cuatro renglones. “¡Gabo –exclamé–, Rojas Pinilla cerró ‘El Espectador!’”. Era nada menos que su modus vivendi, el diario del cual él era corresponsal en París. De modo que no volvió a recibir su cheque mensual. De modo que no pudo pagar su buhardilla del Hotel de Flandre. Pero se produjo un milagro: la dueña del hotel, Madame Lacroix, aunque cada semana le pasaba la factura, jamás le exigió pago alguno. Años más tarde, cuando ya Gabo era famoso, la encontré en otro hotel del mismo barrio y le pregunté por qué había sido tan generosa. “Monsieur Marquéz (no Márquez sino Marquéz) –me explicó– era distinto a todos los sudamericanos. No hacía fiestas ni se emborrachaba. Siempre oíamos, hasta muy tarde en la noche, su máquina de escribir”. (Lo extraordinario es que lo mismo hizo en los años 1960 con otro periodista, aún desconocido, pobre y en apuros: Mario Vargas Llosa).

Dueño de un pudor muy caribe, Gabo jamás pidió dinero a cualquiera de sus amigos ni aceptaba préstamos, pues no estaba seguro de poder pagarlos. Lo único que uno podía hacer por él era llevarlo a almorzar a cualquiera de esos paupérrimos restaurantes del barrio Latino. He contado cómo llegaba yo hacia la una de la tarde a su cuarto que apestaba a olor de cigarrillos Gauloises, le abría las ventanas y echaba una mirada a la mesa donde se acumulaban, al lado de su pequeña máquina de escribir portátil de color rojo y de un cenicero lleno de colillas aplastadas, las cuartillas escritas aquella noche. Estaba escribiendo las primeras páginas de una obra que entonces designaba como la novela de los pasquines y que años después acabó siendo La mala hora. En la pared, clavada con una tachuela, estaba la foto de Mercedes, su novia, la muchacha de ojos rasgados y tranquilos que había conocido en Sucre cuando todavía era casi una niña, a quien ahora llamaba, con algo de misterio, el cocodrilo sagrado. Al salir a la calle, tropezábamos casi siempre con un amigo común, el poeta cubano Nicolás Guillén, que vivía en el mismo hotel mío. A todos, el frío de aquel invierno nos ponía verdes. “Fíjate –me decía Gabo–, el poeta debe tener el mismo problema mío. No debe conseguir que en sus poemas haya calor. Tampoco yo en la novela que estoy escribiendo”.
 
Hambres y fiestas

Poco tiempo después yo tuve que viajar a Venezuela. Como era jefe de redacción de una revista, publicaba algunos estupendos reportajes que Gabo me enviaba de París sin conseguir que la administración le pagara por cada uno más de 30 míseros dólares. Aun así, él esperaba aquellos cheques con la misma ansiedad con que el famoso coronel de El coronel no tiene quien le escriba esperaba una carta. Cuando volví a París, pocos meses después, encontré que la misère dorée, por más dorada que hubiese sido, había hecho estragos en él. Le flotaba la ropa sobre los huesos. Llevaba un pulóver agujereado en los codos, las suelas de los zapatos dejaban pasar el agua de las calles y el hambre, marcándole los pómulos y haciendo más agresivo el trazo de su bigote, le daba una cara feroz de árabe. El caso es que en aquellos tiempos de la guerra de Argelia, los policías franceses al verlo pasar en las noches por alguna calle oscura, tan furtivo como un gato, lo tomaban por un posible terrorista argelino y lo enjaulaban en sus camiones con otros cuantos de facha parecida a la suya. (…)

Amigos: ahora los tenía por docenas. Había aprendido francés, manejaba el argot como un auténtico parisino, conocía de memoria todas las canciones de Georges Brassens y era siempre, con su guitarra y sus vallenatos, el centro de atracción de un grupo de jóvenes franceses que cada viernes se reunían en una buhardilla de la rue Cherubini llamada por ellos le grenier (el granero). Eran fiestas estrepitosas con mucho vino y pan y quesos como principal sustento. En ese mundo no podía faltar algún amor volcánico que llegó hasta el límite impuesto por él mismo para ser fiel de corazón a su novia de siempre, el cocodrilo sagrado. (…)

Ahora, cuando Gabo regresa a París, uno diría que intenta exorcizar sus penurias de los años 1950 con generosos derroches. Y no obstante, mientras algún atento camarero le sirve una copa de champaña en el bar de un hotel o en un lujoso restaurante, es muy probable que no logre desterrar de su memoria la imagen de aquel hombre parecido a él que en la bruma del puente Saint-Michel, 50 años atrás, pasó a su lado, pálido, hambriento y con los ojos anegados en lágrimas.