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| Foto: Pablo Andrés Monsalve / SEMANA

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¿Y ahora qué?

El triunfo del No generó un clima de incertidumbre, dejó al proceso de paz en el limbo y polarizó aún más al país político. Pero también abrió puertas para un diálogo que hace rato se necesita.

3 de octubre de 2016

El domingo 2 de octubre será recordado como el ‘brexit colombiano’. Desde que se conoció el inesperado triunfo del No en el plebiscito, la comparación con el referendo británico se convirtió en un lugar común. Había muchas similitudes: el desconcierto, la incertidumbre sobre el futuro inmediato y la percepción de que un voto sentimental –motivado por el miedo– tomó una decisión que era aconsejable definir con un punto de vista racional. Había más paralelos: la perplejidad de la comunidad internacional y la división de los ciudadanos entre sectores muy identificables. En el caso de Colombia, entre un centro geográfico sólido donde se construyó la mayoría por el No, que se impuso a la capital de la república y a la periferia, más afectada por la violencia, donde ganó el Sí.

La versión colombiana del brexit tiene por supuesto elementos muy propios. El primero de ellos es la incertidumbre que suscita sobre el proceso de paz, que había llegado hasta un final al que nunca llegaron los intentos anteriores: la firma de un acuerdo y su pomposa presentación ante el mundo. Y que, de alguna manera, ya se estaba aplicando en aspectos como el cese al fuego definitivo, la movilización de las tropas de las Farc hacia centros campamentarios y el montaje de un complejo sistema de verificación encabezado por la ONU.

El tsunami del No dibujó un nuevo panorama político con sabor a crisis. La derrota del gobierno y el triunfo del principal partido de oposición, el Centro Democrático, harán aún más difícil la gobernabilidad y profundizan la polarización, más aún con una diferencia de apenas 55.737 votos de casi 13 millones de sufragios depositados. Por una vez las Farc no estuvieron en el centro de la crisis, sino fueron espectadores interesados. Lo cierto es que el complejo manejo de la encrucijada dependerá, casi por partes iguales, de la sabiduría y de la cabeza fría con que actúen esos tres protagonistas: el presidente Santos, el expresidente Uribe y las Farc.

Porque el impacto negativo de la jornada del domingo se va a sentir en varios frentes. El más inmediato puede ser el de la economía. Los empresarios contaban con que los colombianos le pondrían un punto final al largo proceso de diálogos de La Habana, cuya prolongación había frenado decisiones de inversión a la espera de un panorama más cierto. En el exterior, los organismos económicos están a la espera de que el gobierno y el Congreso tramiten antes de terminar el año la reforma tributaria, un proyecto indispensable cuya gestión exitosa requeriría de un ambiente político más sano y de un gobierno con mayor capacidad de manejo. La sola idea de que la tributaria no salga antes de diciembre puede llegar a poner en peligro el grado de inversión de la economía, lo cual implicaría costos reales y de enorme magnitud.

En la comunidad internacional también aparecieron nubarrones. Si el lunes 26, en la firma del acuerdo final en Cartagena, el mundo había expresado su admiración, las reacciones ante la victoria del No fueron de desconcierto. Si apenas unos días antes habían proliferado las voces que exaltaban a Colombia como una historia de éxito –incluso para toda la comunidad internacional–, después del domingo el país quedó como una nación férreamente amarrada a sus problemas del pasado. Se necesitará que pasen algunos días –o semanas– para saber si se mantienen o no, o se reencauzan los distintos componentes internacionales de los acuerdos de La Habana, especialmente los que tienen que ver con las Naciones Unidas. Este organismo ya está en el terreno, diseñando y poniendo en práctica la logística necesaria para su misión de verificar del cumplimiento de los acuerdos, y de recibir las armas de los miembros de las Farc.

El gobierno de Santos quedó muy debilitado. La derrota insospechada se produjo en un terreno, el del plebiscito, que había sido la criatura obsesiva del primer mandatario –con el fin de darles fuerza a los acuerdos–, por lo cual algunos de sus aliados lo están culpando por lo que ocurrió. En todo caso, los plebiscitos suelen ser interpretados como una expresión de apoyo o rechazo al gobierno de turno, y el que acaba de realizarse en Colombia no fue una excepción. El uribismo logró amarrar su voto por el No como un voto castigo a un mandatario impopular.

En los casi dos años que le restan de gobierno, Santos ha quedado con muy escasa capacidad de gobernabilidad y negociación. Más cuando las campañas y las reacciones del plebiscito en la práctica se convirtieron en una etapa de calentamiento para la competencia por el poder en 2018. Santos deberá enfrentar la sinsalida del proceso de paz con una coalición de gobierno –la Unidad Nacional– debilitada por las tensiones entre los precandidatos que ya empiezan a mover sus hilos pensando en las próximas presidenciales. El sol a la espalda se va a sentir en lo que resta del periodo, con todo su rigor.

El presidente apareció el domingo en la noche en una breve alocución en la que hizo tres anuncios: insistirá en buscar la paz como prioridad de su agenda, mantendrá la orden del cese al fuego y abrirá un diálogo con todas las fuerzas políticas. El mensaje fue sensato, pero sirvió más para aliviar el desconcierto creado por el resultado en las urnas, que para definir un rumbo claro sobre lo que viene. Al fin y al cabo, esto ya no depende solo de él, sino también de Uribe y de las Farc. Santos lo reconoció: “Nuestro reto es construir colectivamente un nuevo capítulo de la historia”.

Desde su orilla, en Rionegro, Antioquia, Uribe reaccionó e incluyó la frase de apoyo a “un gran pacto nacional”, lo que algunos interpretaron como que estaba dispuesto a la invitación del presidente Santos. Y las propias Farc se pronunciaron a través de su jefe, Timoleón Jiménez, con un texto constructivo. Dijo que “mantienen su voluntad de paz y reiteran su disposición de usar solamente la palabra como arma de construcción hacia el futuro”. En principio, las tres intervenciones tuvieron un tono ecuánime y mencionaron intenciones de participar en algún tipo de diálogo para superar el impase. Pero también tuvieron un contenido vago –no podría ser de otra manera– mientras no se esclarecen las consecuencias jurídicas del rechazo de los colombianos al acuerdo de La Habana.

El fallo de la Corte Constitucional que le dio vía libre al plebiscito dejó en claro que las consecuencias de una victoria del Sí habrían sido más claras que las de una mayoría por el No. El panorama que dejó el plebiscito, desde el punto de vista jurídico, no es evidente. En muchos aspectos, es una especie de limbo. Queda claro, eso sí, que el presidente Santos no podrá implementar los acuerdos. La corte dijo que el plebiscito es un acto político que obliga al presidente a cumplir lo que el pueblo ordene con su voto. Por lo tanto, ahora que el pueblo ha dado su negativa, los acuerdos de La Habana no están vigentes.

Santos anunció el domingo en la noche que mantiene el cese al fuego, porque es una facultad propia de su misión como jefe de Estado y como comandante en jefe de las Fuerzas Armadas. Pero falta ver su viabilidad en la medida en que los mecanismos de verificación, encabezados por la ONU, quedaron sin piso. En cuanto a los procedimientos legítimos dispuestos para convertir en normas legales los textos acordados entre el gobierno y las Farc quedaron sin vida. El primero es el proceso transitorio y expedito (fast track), y las facultades extraordinarias para agilizar la aprobación de los acuerdos a través de proyectos y reformas constitucionales. El mapa de ruta del proceso de paz suponía que esta misma semana se aprobarían leyes fundamentales. La primera, que establece amnistía para delitos políticos (no atroces). Y la segunda, que aprobaba el acuerdo como un todo. Sin la primera de ellas, la amnistía, es poco probable que las Farc continúen su proceso de concentración.

La corte aclaró que la falta de competencia para implementar lo pactado no cubre sino el acuerdo derrotado en las urnas, pero que el presidente mantiene las facultades que otorga la Constitución como responsable directo del manejo del orden público. Por lo tanto, tiene el derecho de seguir buscando la paz con un acuerdo distinto, que podría someter a otro plebiscito, aunque esto no sería necesariamente obligatorio, pues la refrendación ha sido un ofrecimiento voluntario del presidente y no una exigencia constitucional.

Ante la incertidumbre jurídica, la salida tiene que estar en el campo de la política. El presidente Santos, Uribe y las Farc han coincidido en dos términos fundamentales. En primer lugar, todos se manifiestan en favor de la paz. Y en segundo, coinciden en su disposición a dialogar. Manifestaron esas coincidencias el domingo en la noche, en las declaraciones posteriores al plebiscito. Varios analistas resaltaron el hecho, y hasta plantearon que, como afirmó Santos, la crisis puede generar una oportunidad. Al fin y al cabo, si algo ha dificultado el proceso de paz ha sido la falta de comunicación entre las partes, y en especial entre el gobierno y la oposición del Centro Democrático. El presidente ha realizado varios intentos –incluso con la intervención de Estados Unidos–, otros mediante el exministro Álvaro Leyva y, el último, a través de una carta pública, que nunca han fructificado.

¿Es viable, ahora, el diálogo? ¿Permitirá la crisis, por fin, unificar al país político –gobierno y Centro Democrático– sobre el proceso de paz? En principio, al escenario posplebiscito debería facilitarlo. Para nadie es un secreto que la situación es delicada, y que la opinión pública podría castigar la falta de cabeza fría en estos momentos. Varios de los análisis llevados a cabo en los medios después de cerradas las urnas incluyeron la posibilidad de convocar una asamblea constituyente. Se mencionaron varios argumentos: el potencial de una constituyente para construir consensos, el bloqueo del Congreso para tramitar reformas, y el hecho de que tanto el uribismo como las Farc han manifestado su simpatía hacia el mecanismo.

Sin embargo, bien entendidas, las intenciones del gobierno, el uribismo y las Farc cuando coinciden en términos como “buscar la paz”, “dialogar” o “convocar una constituyente” son muy distintas. Sobre la agenda de un eventual diálogo, por ejemplo, mientras las Farc lo aceptan para salvar los acuerdos ya firmados con el gobierno, el uribismo lo considera un mecanismo para reformarlos. Y no en cualquier punto: la prohibición para los exguerrilleros de participar en política, y la cárcel para los autores de graves crímenes. Aún si se reabrieran las negociaciones, es casi seguro que no habrá acercamientos en esos puntos.

Y en cuanto al diálogo, aunque el gobierno no hizo más que una convocatoria general, el expresidente Uribe mencionó temas que la Casa de Nariño difícilmente aceptaría. Como la reforma tributaria, atacada por Uribe, y el concepto de familia, que ha estado en el centro de recientes debates. Parecería que el exmandatario considera que, con su triunfo del domingo en contra de los acuerdos de La Habana, puede lograr un cambio en la dirección del gobierno. “Corrijamos”, dijo.

Lo cierto es que el rechazo de los colombianos a los acuerdos de La Habana no va a producir un inmediato retorno a la guerra, pero sí va a dilatar varias semanas, o meses, el esclarecimiento sobre cuál será el fin del proceso de paz. Las Farc han dicho con claridad que no volverán al monte. “Pelearemos con la palabra y no con las armas”, reiteró Timochenko el domingo, retomando una frase del discurso que pronunció en la firma del acuerdo final. Pero el uribismo victorioso no querrá dejar las banderas de la renegociación, la cárcel y la no elegibilidad, lo cual deja al gobierno, debilitado por el resultado en las urnas, con muy poco margen de maniobra.

Algunos consideran que este limbo se podría prolongar. Esto significaría que la próxima elección presidencial, como casi todas las anteriores, volvería a girar en torno a las propuestas sobre qué hacer con las Farc. Un libreto que, el lunes pasado en la firma de la paz en Cartagena, se consideraba superado para siempre.