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| Foto: Álvaro Tavera

ANÁLISIS

La indignación, el crimen y el olvido

El experto en comunicación y cultura Germán Rey hace una reflexión sobre lo que nos deja la indignación nacional del feminicidio de Yuliana, y la obsesión de las redes y los medios en torno a la escandalosa tragedia.

10 de diciembre de 2016

Apenas trascendió a la opinión pública el terrible y repudiable asesinato de la niña Yuliana Andrea Samboní, empezó una conmoción social de una velocidad y una fuerza casi incontenibles. A la perplejidad inicial se fueron sumando una serie de emociones y opiniones que iban creciendo como espuma a medida que se conocían los detalles de lo sucedido. Al estupor se sumaron la rabia, el horror, la tristeza y, en fin, la indignación.

Hace apenas unos años, Stéphane Hessel, quien había participado en la elaboración de la Declaración de los Derechos Humanos de la ONU y sufrido en carne propia la crueldad del genocidio nazi, escribió un libro que tuvo un impacto mundial. ¡Indignaos! (2010), era su título. Un texto breve, pero que removió la conciencia de mucha gente, porque trataba de responder algunas de las preguntas que el mundo actual se hace frente a su experiencia de cambios y turbulencias. “Todo buen ciudadano debe indignarse porque el mundo va mal”, decía, mientras ratificaba que “los jóvenes de ahora se juegan la libertad y los valores más importantes de la humanidad”. El subtítulo de su obra era todo un programa: “Un alegato contra la indiferencia y a favor de la insurrección pacífica”.

Entretanto, en un libro extenso y complejo titulado Emociones políticas, la pensadora norteamericana Martha Nussbaum escribía que “todas las sociedades deben gestionar dos emociones muy inquietantes: la aflicción (entendida aquí, sobre todo, como la tristeza profunda que nos produce la pérdida) y el asco”.

La justa indignación que se reflejaba en las imágenes –cada vez más acuciosas e invasivas– de la televisión, se fue transformando en un huracán de declaraciones de funcionarios y gritos de ciudadanos. La directora del ICBF pidió la cadena perpetua, mientras en las calles se escuchaban los llamados a la pena de muerte. El presidente del Senado se subió a la ola mostrando prácticamente el decreto que llevaría al Congreso, y la Procuraduría tan fervorosa y deslenguada de épocas recientes hizo mutis por el foro. Solo el fiscal dio unas declaraciones oportunas que rescataban el papel de la Fiscalía como garante de la investigación de los delitos y la aplicación de la justicia.

La indignación por momentos cruzaba la línea de las emociones, con un matiz muy colombiano: rápidamente se transformaba en salida santanderista, es decir, en la conversión de los acontecimientos sociales en regulaciones taxativas… que no se cumplen. Con un agravante más: la indignación, desde hace tiempo, se devuelve como un búmeran sobre instituciones como los políticos, los propios medios de comunicación y los jueces que pierden confianza.

Lo paradójico es que la gente está irritada contra la impunidad, pero sus propuestas son fundamentalmente legalistas.

Por ello, el peligro es que la indignación social quede reducida a la gritería o a la farsa. Nunca en el país se había hablado tanto de las víctimas y de la memoria, pero nunca tampoco había acechado de tal manera el olvido. Porque el problema de las reacciones que hemos visto (justas, nuevamente insisto, y necesarias), es que puedan convertirse en ciudadanías activas y constantes, en procesos que se hagan cargo de los problemas del país y su futuro, en instituciones –posiblemente diferentes a las que tenemos– que le respondan justa y efectivamente a la gente.

Cuando salió el libro de Hessel se escucharon varias críticas. Fillon, actualmente candidato a la Presidencia de Francia, dijo: “No hay nada que sea menos francés que la apatía y la indiferencia”. Pero la indignación por amor a la indignación no es una forma de pensar. “Lo que se nos tiene que pedir es que razonemos”, afirmó por su parte el neuropsiquiatra Boris Cyrulnik, para quien “la indignación es el primer paso hacia el compromiso ciego”; y Luc Ferry, especialista en ética y exministro de Educación, comentó en una carta abierta al respecto de dicha indignación que era justo la última de las pasiones que Francia necesitaba en estos momentos, que era un sentimiento que solamente se aplica a los demás y nunca a uno mismo y que la auténtica moralidad comienza con las exigencias que uno se hace a sí mismo.

Quizás para explicar lo que nos resulta inexplicable deberíamos acudir –con prudencia– a claves culturales que atraviesan la vida social de los colombianos: nuestra alergia al privilegio de los poderosos, pero nuestra condescendencia con la prepotencia de los ‘vivos’, nuestra pasión por los relatos y la discusión, pero a la vez la frivolidad de nuestros argumentos y la descalificación fácil de los de los otros, nuestra casi infinita capacidad de crítica y a la vez nuestra ligereza y apatía para pasar la página en temas fundamentales.

Aún repica en nuestros oídos la indiferencia frente a la convocatoria del plebiscito, que buscaba el pronunciamiento de los ciudadanos sobre un tema central como el acuerdo con las Farc. Por eso llama la atención lo que sucede en otros países cuando ocurren actos reprobables para la comunidad: de inmediato hay plantones, gestos públicos, acciones explícitas de reprobación.

Poco a poco baja la intensidad de la noticia sobre el crimen, que ahora circula más por las redes sociales que por los propios medios de comunicación. Y el temor a que la impunidad y el olvido vuelvan aparece nuevamente en el horizonte. Ese es el gran peligro que se cierne sobre las indiferencias selectivas y una indignación que no va más allá del estupor y la rabia.