Home

Nación

Artículo

Estado actual de la vía Girardot-Bogotá, inaugurada hace un par de meses por la ministra de Transporte, Cecilia Álvarez. | Foto: Archivo SEMANA

MOVILIDAD

Girardot-Bogotá en solo… ¡siete horas!

¿Dónde quedaron las bondades de la doble calzada inaugurada por la ministra Cecilia Álvarez?

Mateo Ponce de León / Especial para Semana.com
14 de octubre de 2014

Allá al frente, imponente y amenazante, se levanta una montaña de tierra lista a devorar los carros cuyos conductores cruzan raudos. El derrumbe está a unos metros de Tolemaida, la base militar más importante del país y en donde prestó servicio militar Esteban Santos Rodríguez, hijo del presidente Juan Manuel Santos. Literalmente, la tierra se comió una calzada de la doble calzada Girardot-Bogotá. Sin embargo, en la vía no hay nadie que advierta del peligro y tampoco se ve algún obrero trabajando en su recuperación.

Es la 1 de la tarde de este lunes 13 de octubre, el último día de la semana de receso de los estudiantes colombianos. Imagino que, como yo, miles de padres aprovecharon el calendario para salir a descansar y también ver la “magnifica” carretera, como la definió hace un par de meses la ministra de Transporte, Cecilia Álvarez Correa.

En su momento, la funcionaria recibió la ovación nacional. Para ser justos, no era para tanto. La obra llegó a ser calificada como la obra vial más importante del país y se entregaba después de diez años de construcción. Por incumplimiento de requisitos técnicos exigidos, se le quitó la licitación a la firma ganadora del proyecto, el Consorcio Vial de Sumapaz, para entregársela al segundo oferente, la empresa de la región caribe Concesión Autopista Bogotá-Girardot S. A. Esta estaba integrada por el exalcalde de Barranquilla Alejandro Char y el empresario Guido Nule Marino, del grupo Nule, entre otros. “La adjudicación de la obra ha sido un ejemplo de transparencia para el país”, declaró en su momento el titular del ministerio Andrés Uriel Gallego, en tiempos del presidente Álvaro Uribe, el mandatario más aplaudido por los colombianos porque sabía “trabajar, trabajar y trabajar”.

Al ver el derrumbe, el usuario tiene dudas de que un gobierno que se preciaba de laborioso y otro que tenía un heredero de la familia prestando el servicio militar en esta zona hayan sido tan descuidados para hacer una carretera así.

Tras un peligroso tramo, los automóviles se acumulan en largas filas. Un mal presagio invade a los ciudadanos, pues atrás apenas se ha pasado la calurosa población de Melgar. De todas partes empiezan a salir vendedores ambulantes que ofrecen gaseosas, aguas, quesillos y cerveza fría. Mala cosa. Donde hay informales, hay trancón. Es la máxima colombiana.

En efecto, el trancón va hasta el peaje de Chinauta y ya el reloj se acerca a las 5 de la tarde. ¡Tres horas!, ¡Tres horas! Por el retrovisor se ve la masa de tierra de Tolemaida y el túnel de Sumapaz, que ya dejó de ser un orgullo nacional porque ahora se informa que lo van a cerrar durante siete meses para arreglarlo porque, cómo no, quedó mal hecho. A  estas alturas a nadie parece importarle esa circunstancia, todos miran, mientras se persignan, las rocas que amenazan con caer a lado y lado de la montaña. Algunos ruegan que no llueva por temor a los deslizamientos mientras otros se preguntan a qué horas un ministro de Estado pudo haber recibido una obra así. Cuándo haya un accidente, ¿quién responderá?

Al arribar a Fusagasugá se encuentra en el camino la causa del nuevo trancón: un conductor de una flota se le fue encima a un pequeño vehículo con la misma furia con la que ahora su conductor se abalanza, cruceta en mano, contra la indefensa familia sin que en el horizonte se vea un policía.
Llueve. Y eso contribuye a la accidentabilidad. No sólo porque el suelo húmedo tiene menos agarre, sino porque al parecer el conductor lleno cree que puede salir del famoso sitio La Vaca que ríe a la velocidad que se le antoje. De ahí, las marcas en el asfalto de intempestivos frenazos para eludir un accidente.

Luego otra larga y lenta fila. En esta ocasión es por el peaje antes del embalse del Muña. Son las 6 y 30 de la tarde. Y es el momento de tomar aire porque viene el ingreso a ese cúmulo de todos los males del país que se llama Soacha. Si hay que buscar casos de falsos positivos, hay que ir allá; si hay que buscar desempleo, también; miseria, naturalmente.

A lado y lado de la vía se alternan montallantas, prostíbulos de mala muerte, míseros moteles y centenares de peatones que se juegan la vida con sus niños para tratar de atravesar las polvorientas vías ante la ausencia de puentes peatonales. El reloj marca las 7 de la noche y aún falta una hora para llegar a casa. En total: siete horas.

Un registro muy pobre para un país que dice estar peleando un puesto para ingresar a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), ese club de países ricos que tienen vías con algunos de los siguientes estándares: bermas amplias, zonas con ranuras en el asfalto para despertar a los conductores que pueden quedarse dormidos y bancos de arena para aquellos que pierden los frenos: el conductor lanza el vehículo allí, el carro queda detenido y todos ilesos. Ah, y obviamente, puestos de descanso y muchos puntos de salud por si hay algún accidente.

O como en la vía Girardot-Bogotá, en donde es común ver niños vomitando por la ventana mientras su padre va adelante pensativo: maldiciendo porque este país tiene que andar a 19 kilómetros por hora, que es el tiempo promedio en el que se recorren los 133 kilómetros de esta vía.