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Desplazamientos, homicidios, hurtos y asaltos son algunos de los delitos que aumentaron. | Foto: SEMANA

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¿Qué está pasando con la seguridad?

Actores armados, índices criminales, acciones fallidas por parte del Estado. SEMANA analiza las cifras y los hechos que describen el complejo panorama nacional en materia de seguridad y conflicto.

13 de abril de 2019

Uno de los más altos funcionarios del Estado dio la alerta: el fiscal general, Néstor Humberto Martínez. “Los delitos que afectan la seguridad ciudadana vienen creciendo de manera importante en todo el país y especialmente el hurto. El robo de bicicletas crece a tasas del 35 por ciento. El de celulares, 30 por ciento, y el de personas, 18 por ciento. Este último pasó de 25.648 casos en el primer trimestre de 2018 a 30.406 en lo que va de 2019. Y el de autopartes, un 25 por ciento”, dijo.

Estas fueron tan solo algunas de las alarmantes cifras que Martínez mostró el 27 de marzo ante los integrantes de la Comisión Primera del Senado. El desolador panorama buscaba que los congresistas apoyaran un proyecto de ley que impulsa desde hace más de un año, con el cual pretende fortalecer las medidas para combatir más eficazmente a los criminales y mejorar la seguridad.

Dentro del arsenal de estadísticas que mostró en su presentación, impresionaron las referidas a las ciudades. “En el primer trimestre de este año se han reportado 20.976 casos de hurto a celulares, casi 5.000 más que en el mismo lapso de 2018. Y el hurto a bicicletas saltó de 2.105 casos a 2.844 en ese mismo periodo”, dijo.

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“Tenemos una sociedad desvertebrada, con fenómenos delictivos muy complejos. De 86.000 personas a las que se les imputaron delitos el año pasado, el 58 por ciento son reincidentes (49.000 personas). ¿Cómo vamos a ganar la batalla contra el hurto callejero si cada vez que capturamos a un delincuente sale en libertad porque no se cumple la detención preventiva?”, cuestionó el fiscal.

En las cámaras de video de las ciudades quedan grabadas estas imágenes con los delitos que más afectan a los habitantes, como robos de carros, sicariato y hurto de celulares.

Durante 2018, las autoridades arrestaron en el país a 207.728 facinerosos en flagrancia, es decir, con las manos en la masa. Otros 37.800 cayeron como resultado de investigaciones y órdenes judiciales, para un total de 245.528. Resulta desconcertante que aun cuando los capturaron cometiendo el delito, el 95 por ciento de ellos quedaron en libertad, según cifras de la Fiscalía y la Policía. Esto se explica porque los reincidentes en Colombia reciben un tratamiento demasiado benigno. En Estados Unidos, por ejemplo, una norma llamada popularmente strike 3 dispone que un delincuente capturado por tercera vez va a la cárcel, independientemente de la gravedad del último delito.

Algunos justifican este nivel de impunidad con el argumento de que en las prisiones ya no caben más delincuentes. El hacinamiento ha llegado a cuatro o cinco veces la capacidad de los centros de reclusión, y los jueces tienen conciencia de ello. Ese complejo escenario de impunidad tiene un agravante. Gran parte de esos delincuentes capturados y dejados en libertad ya son profesionales del delito. De los más de 240.000 detenidos, 91.423 ya habían sido arrestados entre 2 y 9 veces, y otros 1.710 capturados por la Policía entre 10 y 40 veces, según datos de esa institución.

El regreso de las masacres ha causado desplazamientos forzados en el norte, sur y occidente del país. En la foto, emberas que llegaron a Bogotá huyendo del conflicto.

No menos impactante resultó el panorama que Martínez presentó sobre el tema del narcotráfico y del microtráfico, delitos responsables de vendettas mafiosas que terminan en balaceras a plena luz del día en muchas ciudades. El fiscal reveló que este año los cultivos de coca superarán las 200.000 hectáreas, lo que implica que Colombia producirá más de 1.200 toneladas de cocaína. Fuera de las graves consecuencias que esto involucra, como guerras entre carteles y narcos por rutas, para el fiscal hay otro factor: el aumento del microtráfico y el consumo interno. “Estamos a punto de perder toda una generación por el consumo de drogas. Estadísticas hay miles, pero una me ha conmovido: a estas alturas, el 7,5 por ciento de los niños en edad escolar ya han consumido al menos una vez cocaína”, concluyó.

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La semana pasada, el Ministerio de Defensa divulgó un documento sobre el balance de seguridad y orden público, con las cifras del primer trimestre de este año comparadas con igual periodo de 2018, para mostrar un panorama menos pesimista que el expuesto por el fiscal general.

El fiscal general, Néstor Humberto Martínez, dijo que los hurtos y otros delitos aumentaron drásticamente. Afirmó que la situación de inseguridad es crítica.

Según los números del ministerio, el homicidio en Colombia disminuyó el 7 por ciento al pasar de 3.148 casos a 2.942, es decir, 206 casos menos. En 608 municipios no se han registrado homicidios en lo que va del año, según ese informe. Aunque sin datos específicos, el MinDefensa afirma que hubo una reducción del 51 por ciento en el hurto al comercio y un 23 por ciento a residencias. También señala que el secuestro bajó un 22 por ciento, al pasar de 32 a 25 casos en los tres primeros meses del año. Pero en cuanto al secuestro, hay consenso en que ha disminuido. Sobre las otras cifras, difieren con las del fiscal y hay controversia.

El experto en seguridad Hugo Acero criticó algunos de los números oficiales. “El Gobierno, la Fiscalía, la Policía y algunas autoridades locales han dicho que el aumento registrado en el número de hurtos se debe a la unificación de las bases de datos de la Policía y de la Fiscalía a partir de 2016. Además, ahora es más fácil hacer denuncias gracias a la ‘app’ A Denunciar. Pero según varias encuestas, la victimización, uno de los indicadores más confiables, ha aumentado en algunas ciudades”, afirmó.

Sin Policía

Para completar este panorama de inseguridad, habría que añadir la falta de agentes en las calles. Bogotá vive el caso más crítico. Una ciudad como Londres, con cantidad similar de habitantes, tiene 30.000 uniformados, para un promedio de 3.750 por cada 100.000 personas. La capital cuenta con 238 policías por cada 100.000 habitantes. En el resto del país, la desproporción se mantiene. Municipios como Bucaramanga, Tunja o Popayán tienen en promedio 600 policías por cada 100.000 habitantes. Es decir, Bogotá cuenta con poco menos de la tercera parte de las ciudades intermedias.

Municipios como Bucaramanga, Tunja o Popayán tienen en promedio 600 policías por cada 100.000 habitantes. Es decir, Bogotá cuenta con poco menos de la tercera parte de las ciudades intermedias.

A ese ya preocupante panorama se suma otro. De los 180.000 uniformados activos, cerca de 9.000 comenzaron desde el año pasado a hacer sus trámites para salir de las filas. Tomaron esta decisión por un fallo del Consejo de Estado de finales de 2018. Según este, los policías de nivel ejecutivo, la mayoría de la fuerza, que hayan ingresado a la institución antes del 31 de diciembre de 2004, tendrán derecho a una pensión tras 20 años de servicio. La mayoría de ellos escasamente supera los 40 años de edad y, justamente, esos uniformados tienen gran experiencia y son muy difíciles de reemplazar.

El presidente Iván Duque nombró al ministro de Defensa, Guillermo Botero, y a la nueva cúpula militar y de policía hace más de seis meses. Su mayor reto es controlar el aumento de la inseguridad.

Tierra de nadie

Pero si el tema urbano es complejo, la realidad del orden público en varias regiones es crítica. En su balance, el MinDefensa muestra que las autoridades capturaron más de 400 integrantes de diferentes grupos armados, como el Clan del Golfo, el ELN y los Pelusos. También resalta los arrestos y las muertes de varios integrantes de esas organizaciones. Sin embargo, esos operativos no han podido devolver la tranquilidad a esas zonas del país.

El ELN ha crecido en número y se ha expandido incluso a territorios donde no estaba, como el occidente de Colombia. Las acciones terroristas aumentaron también. En los tres primeros meses han dinamitado el oleoducto en 13 oportunidades, casi el doble del mismo periodo del año pasado. Y han ejecutado acciones de gran envergadura e impacto como el carro bomba en la escuela de cadetes de la Policía en Bogotá, que mató a 22 de ellos.

Lo que ocurre con el Clan del Golfo también preocupa. Durante tres años, las operaciones Agamenón I y II arrojaron resultados importantes que llevaron casi a aniquilar completamente esa estructura. No obstante, la presión de esa iniciativa disminuyó ostensiblemente en los últimos meses, a tal punto que permitió a esa banda criminal recomponerse y recuperar nuevamente los hombres, finanzas y territorios que habían perdido.

Las disidencias de las Farc también aumentaron sustancialmente y tienen una presencia muy fuerte, especialmente en el oriente y sur del país. Reclutamientos forzados de menores y una oleada de violencia afecta esas zonas, en las que ni sus antiguos compañeros, hoy desmovilizados, se salvan de las balas asesinas (ver artículo ‘La retaguardia disidente’).

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“El 60 por ciento de los conflictos armados en el mundo recaen en la violencia en los cinco años posteriores a su resolución. En Colombia estamos en un momento crítico de la transición, con una paz a medias y el conflicto armado que continúa. El país no debe dar marcha atrás”, dijo a SEMANA María Victoria Llorente, directora de la Fundación Ideas para la Paz (FIP), uno de los más serios y reconocidos centros de pensamiento del país.

La semana pasada, esa entidad terminó un completo informe sobre la situación de seguridad, elaborado a lo largo de varios meses. Las conclusiones reflejan una rápida degradación en el orden público en el territorio nacional. “La reactivación de la confrontación y la intensificación de la violencia han dejado de ser una hipótesis en varias regiones del país. En el Catatumbo, el norte del Chocó, el Bajo Cauca y el sur de Córdoba, así como en Tumaco, el conflicto no terminó, sino que se transformó con graves consecuencias para las poblaciones”, afirma uno de los apartes del estudio, conocido en exclusiva por SEMANA.

“Mientras que las acciones de las Farc cayeron notablemente, el ELN se fortaleció en sus núcleos históricos y amplió su influencia a zonas donde la había perdido. Por su parte, las disidencias han consolidado su presencia en distintos territorios y el EPL –conocido como los Pelusos– se ha expandido a nuevas zonas. Además, las Autodefensas Gaitanistas de Colombia siguen teniendo control en veredas y municipios claves para el narcotráfico”, dice el documento.

Según datos de la fuerza pública, los grupos armados ilegales siguen creciendo. En 2018, el ELN contaba con más de 4.000 miembros en armas y cerca de 1.000 se habrían vinculado durante 2017. Además, cita el informe, el comandante del Ejército, general Nicacio Martínez, dijo que entre diciembre de 2018 y marzo de 2019 el número de integrantes de las disidencias de las Farc habría pasado de 1.749 a 2.000 integrantes.

Para la FIP, un indicador clave de la crisis, las víctimas de minas antipersonal, ha tenido un alza notable. Luego del descenso de 2012 a 2017, al pasar de 589 a 57 afectados, en 2018 esta cifra subió a 179, lo que equivale a un aumento del 68 por ciento en comparación con 2017. Según el Comité Internacional de la Cruz Roja, el mayor número de víctimas de estos artefactos corresponde a las regiones en disputa, por lo cual nadie hace desminado humanitario. En 2018, 31 por ciento de las víctimas cayeron en Nariño y el 30 por ciento en Norte de Santander.

El estudio de la FIP afirma que en 2018 los homicidios de líderes sociales se duplicaron, una tendencia que se ha mantenido durante el Gobierno actual. “Comparando los primeros seis meses de su mandato (de agosto de 2018 a febrero de 2019) con el mismo periodo del año anterior (de agosto de 2017 a febrero de 2018), el incremento es del 38 por ciento, pasando de 48 a 77 homicidios”, afirma el documento.

Vuelven las masacres

En lo que va del año han sucedido al menos siete masacres en el país, que han dejado 30 muertos –entre ellos, dos mujeres embarazadas– y una larga estela de crueldad: torturas, degollamientos, tiroteos en estado de indefensión. La lista de responsables incluye narcos puros, disidencias de las Farc, grupos posparamilitares, contrabandistas y delincuencia común. Según el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH), en 2017 se registraron tres masacres; en 2015, seis; y en 2014, cinco. Por eso, preocupa tanto que en los primeros tres meses de este año ya se hayan presentado siete. Para encontrar una cifra parecida hay que regresar hasta 2013, cuando comenzaban las negociaciones de paz con las Farc, y el Clan del Golfo y otras estructuras residuales de la desmovilización paramilitar estaban en auge. En ese año 17 masacres dejaron 82 víctimas.

Aumentan los desplazados

La guerra por el territorio y el narcotráfico también está reactivando el desplazamiento, el flagelo que más víctimas ha dejado en el país. Este fenómeno, que desarraigó a 7,5 millones de personas en los últimos 30 años, tocó piso en 2017 y ahora vuelve a tomar vuelo. La Defensoría del Pueblo registró 51 eventos masivos, en los que 10 o más familias abandonaron su tierra para un total de 12.841 personas. El año pasado, la misma entidad registró 99 casos que afectaron a 35.407 personas, el triple del periodo anterior. Y la tendencia del primer trimestre de 2019 demuestra que este año superará con creces esa cifra.

La mayoría de los desplazamientos masivos de 2017 respondieron a la agresión de un solo grupo armado. Es decir, el que ya controlaba o llegaba a controlar la zona a punta de amenazas. Pero los casos de 2018 y los que van de 2019 tienen un factor común diferente. Ahora el grueso de los casos registran hasta dos y tres responsables. O sea, la gente huye porque queda en medio del fuego de los grupos en disputa.

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En Catatumbo, el territorio más golpeado desde el año pasado, 11.000 personas se desplazaron masivamente. En esa región de Norte de Santander, el ELN y el EPL libran una guerra por copar los espacios que dejaron las Farc tras el desarme. En marzo de 2018, esos antiguos aliados se declararon enemigos abiertos. La violencia alcanzó su punto crítico en julio, cuando 9 personas murieron en un billar de El Tarra. Hacia finales del año, el ELN empezó a ganar el pulso, y los que quedaban del EPL –unos 300 hombres– buscaron refugio hacia la frontera con Venezuela, donde se aliaron con los Rastrojos.

El homicidio de líderes sociales registra un alarmante incremento en todo el país. Este hombre acompaña el ataúd de Luis Dagua, líder asesinado en Cauca.

Los hurtos y asaltos con armas aumentaron en las principales ciudades. En la foto, una policía se enfrenta a tiros con un ladrón en pleno centro de Bogotá.

El Pacífico nariñense es el segundo foco de desplazamiento, con 10.000 víctimas. Allí sufren una triple guerra entre el ELN y dos disidencias de las Farc: el frente Óliver Sinisterra, fundado por el difunto Guacho, y las Guerrillas Unidas del Pacífico, que dirigía alias David, también caído. Aunque los comandantes de ambas disidencias murieron en operativos de la fuerza pública en 2018, eso no logró cambiar la situación para este año. De hecho, a mediados de marzo alrededor de 200 colombianos se desplazaron a Ecuador para huir de enfrentamientos entre los herederos de Guacho y los hombres de un nuevo capo en la región, conocido como alias Contador.

El tercer punto crítico queda en el Bajo Cauca antioqueño, donde hay enfrentamientos entre elenos, disidentes de las Farc, Clan del Golfo y Caparrapos –una banda de unos 300 hombres separada del Clan–. El colegio del municipio de Cáceres, Antioquia, ofrece un triste ejemplo de lo que ocurre. La tercera parte de sus alumnos dejaron de asistir. Las familias se van ante la amenaza de reclutamiento de las bandas, que ofrecen hasta un millón de pesos por cada menor de edad en sus filas.

En Chocó padecen otra consecuencia de esa misma violencia. En vez de desplazarse, las comunidades viven confinadas. No pueden moverse de sus casas porque afuera hay una guerra entre el ELN y el Clan del Golfo.

En Chocó padecen otra consecuencia de esa misma violencia. En vez de desplazarse, las comunidades viven confinadas. No pueden moverse de sus casas porque afuera hay una guerra entre el ELN y el Clan del Golfo. Este fenómeno, conocido como confinamiento, afectó alrededor de 15.000 personas el año pasado en el país, especialmente a comunidades indígenas o afros.

Ante una situación tan delicada, todo el mundo le echa la culpa al otro. Para los uribistas, el problema tiene su origen en que Santos, después de la entrega de armas, dejó tirado el posconflicto y no llevó el Estado a los territorios abandonados por las Farc. Eso permitió que otros grupos armados ocuparan esas zonas. Para los que apoyaron el proceso de paz, se debe en gran medida a que el Gobierno de Duque, al meterle palos en la rueda a todo lo que tenga que ver con los acuerdos de La Habana, frenó su implementación con las implicaciones de orden público que esto conlleva. La realidad es que ambas partes tienen razón.