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Gracias muchachos

Por fin algo bueno.

27 de agosto de 2001

Fueron 70 minutos de tension y ansiedad, tal vez los 70 minutos más angustiosos de la historia del fútbol colombiano. La selección nacional intentaba llegar al gol pero no podía, México se veía sólido en defensa y, peor aún, por momentos mostraba que tenía con qué para ganar el partido. Para colmo, el domingo no había comenzado precisamente con buenos augurios. En la mañana, un absurdo error de los mecánicos del equipo Williams-BMW se encargó de convertir la pole position de Juan Pablo Montoya y el cómodo liderazgo del gran premio de Alemania en una nueva frustración para el piloto colombiano. Pero si por la mañana la sal le había caído una vez más a Colombia en el circuito de Hockenheim, en el soleado atardecer bogotano ocurrió todo lo contrario.

Más exactamente en el minuto 25. Falta contra Colombia. Centro de Iván López al corazón del área mexicana. Quince cabezas saltaron en busca de ese balón pero sólo uno de ellas, la de Iván Ramiro Córdoba, el más bajito de todos, la peinó con elegancia a un costado y dejó quieto al formidable arquero mexicano Oscar Pérez, quien sólo atinó a mirar cómo entraba el balón pegado al palo de su mano derecha.

Después del gol, el equipo colombiano se creció y los mexicanos cambiaron su técnica y buen juego por desespero y brusquedad, lo que facilitó la apoteosis final. Un gol había sido más que suficiente para redondear la mejor campaña de la selección colombiana de mayores en un torneo oficial. Campeones. Seis partidos jugados, seis ganados. Once goles a favor, ninguno en contra. Víctor Hugo Aristizábal, goleador del torneo con seis tantos.

Por fin algo bueno para un país que realizó la Copa América bajo la mirada inquisidora de un continente que sólo veía secuestros y guerra en la geografía nacional y que de pronto se encontró con el entusiasmo y la hospitalidad de un pueblo que se desbordó en celebraciones y cánticos de victoria cuando el árbitro paraguayo Ubaldo Aquino señaló el final del partido.

Por fin algo bueno para un país que había jugado en 1975 su única final del torneo (en aquella ocasión fue segunda detrás de Perú luego de jugar tres épicos partidos en Bogotá, Lima y el desempate definitivo en Caracas) y que desde entonces había tenido que conformarse con actuaciones opacas algunas veces y, en el mejor de los casos, con el consuelo de ser declarada “la revelación del torneo”, como ocurrió en 1987 y quedar entre las cuatro mejores del continente. Por fin la Selección Colombia de mayores ganó un título oficial de importancia, y nada menos que el más codiciado del continente después de la Copa Mundo.



Mejor de lo esperado

Fue una Copa América muy curiosa. Los que la miraron desde la perspectiva del fútbol se encontraron, al menos en el papel, con un torneo un tanto desvalorizado, sin la presencia de muchos de los grandes astros del continente. Casi todos los países compitieron con formaciones improvisadas en el último minuto. La no asistencia del equipo nacional de Argentina, de algunas de las principales figuras de Brasil y de los jugadores de Uruguay y Paraguay que disputan la eliminatoria mundialista, sin duda le restaron peso al evento. Claro está que lo mismo podría decirse de la Copa América de 1975, en la que Argentina y Brasil, que comenzaban a prepararse para el Mundial de 1978, jugaron con selecciones regionales.

Además, la ausencia de estrellas reconocidas no necesariamente significa que un torneo sea malo. En ediciones anteriores, más que para confirmar a los consagrados, el Campeonato Suramericano y luego la Copa América sirvieron para lanzar al estrellato a grandes figuras del fútbol mundial, como ocurrió en el Suramericano de Lima de 1957, en el que deslumbraron los llamados ‘carasucias’, de Argentina. En la Copa América de 1991, también ganada con gran brillantez por los gauchos, se dieron a conocer desconocidos de la talla de Diego Simeone, Leo Rodríguez y Gabriel Omar Batistuta. Colombia deslumbró en la Copa América de 1987 porque dejó en casa a los veteranos y experimentados jugadores que dos años antes, bajo la batuta de Gabriel Ochoa Uribe, habían fracasado en la eliminatoria mundialista, y se la jugó con un grupo de jugadores con poca experiencia internacional, apoyados en la veteranía de Nolberto Molina y Arnoldo Iguarán.

En la Copa América de 2001 de pronto no surgieron jugadores de la talla de un Cafú, un Sívori o un Batistuta, pero de todas maneras se dieron un buen vitrinazo Julio César Wanchope (un nombre poco familiar para quienes no siguen de cerca la Premier League inglesa, donde milita desde hace cuatro temporadas), los hondureños León y Guevara, los uruguayos Rodrigo Lemos y Munúa, y Jesús Arellano, de México, entre otros. Aunque sin lograr cotas superlativas, equipos como Colombia mostraron pasajes de muy buen fútbol, llevados de la mano de jugadores de poco recorrido internacional con la selección como Giovanni Hernández, el ‘Totono’ Grisales, Juan Carlos Ramírez e Iván López.

Capítulo aparte merece el equipo de Honduras que a última hora reemplazó nada menos que a Argentina y se comportó como cualquier selección gaucha que se respete. Le ganó a Uruguay y a Brasil y, si se miran las estadísticas, hizo un mejor papel que los albicelestes en las tres últimas ediciones, quienes no lograron superar la fase de cuartos de final mientras que Honduras llegó a semifinales y se alzó con el tercer puesto tras empatar con Uruguay y luego vencerlo en la definición con lanzamientos desde el punto penal.



Colombia fue una fiesta

Pero si desde el punto de vista deportivo esta fue una Copa singular, mucho más lo fue por el entorno que generó. Por primera vez en mucho tiempo no se veía en una Copa América un público tan entusiasmado. Lo habitual en las anteriores ediciones del evento fueron tribunas casi que vacías, con una afición indiferente, salvo los pocos hinchas de cada país que viajaban para alentar a sus respectivas selecciones. Sólo se notaba entusiasmo en los partidos que jugaba el equipo de casa, en la final y, si acaso, en las semifinales.

En esta Copa todo fue muy diferente. El público llenó de banderas colombianas las tribunas, sin importar si ese día jugaba o no Colombia.

De la depresión tras el anuncio de suspensión del certamen, la indignación por las declaraciones desobligantes hacia el país que llegaban de las distintas naciones del continente y el trauma que provocó la ausencia de Argentina, el público colombiano muy rápidamente pasó a un estado de euforia, sin duda alentado por esta nueva versión 2001 del “sí se puede” del Belisario Betancur de 1982. El país comenzó a asumir la Copa como una fiesta, un carnaval, a llenar los estadios de banderas tricolores. El torneo se convirtió en una especie de ceremonia, de ritual, como si algo mucho más profundo que los símbolos patrios y las habituales frases gastadas hubieran convocado a la gente y la hicieran sentir que la Copa sí era de ellos, de todos. Prueba de ello, los datos revelados por las autoridades, según los cuales los índices de criminalidad bajaron en las ciudades que fueron subsedes del torneo.

En las tribunas, en las celebraciones callejeras, en los diálogos ocasionales, se sentía algo que hermanaba ese entusiasmo de los colombianos por la Copa con manifestaciones comunitarias propias de, por poner un par de ejemplos al azar, las comunas hippies o los grandes carnavales, que no son el resultado de promociones comerciales o manipulaciones políticas.

Un buen ejemplo de lo anterior lo constituye la celebración tras el triunfo de Colombia ante Honduras. Si un observador desapasionado hubiera llegado en la noche del jueves a Bogotá, imaginaría que la gente celebraba algo del calibre de un triunfo ante Italia en una semifinal de la Copa del Mundo y no ante un equipo top 6 de Centroamérica y el Caribe en un torneo desvalorizado por la ausencia de grandes selecciones.

Y esta celebración no fue ni una centésima parte de lo que vivió el país tras la victoria ante México.

Pero no todo el mundo se dejó deslumbrar por el entusiasmo desbordado. El alcalde de Bogotá, Antanas Mockus, en la víspera del partido ante México, con una mirada algo más severa de lo normal, manifestó que le encantaría que toda esta energía positiva, este entusiasmo (“el calorcito”) los colombianos lo mantuvieran vivos al otro día para trabajar en bien de la patria.

El poeta Darío Jaramillo, subgerente cultural del Banco de la República e hincha acérrimo del Deportivo Independiente Medellín, comparte en cierta manera el escepticismo de Mockus: “Se nos va la mano en la forma. Es cierto, vemos ciertos indicios de civilización cuando aplaudimos al rival al que acabamos de vencer, aunque no sé si el público hubiera hecho lo mismo después de una derrota. Ojalá apareciera algún genio que canalizara todo esto hacia conductas perceptibles de convivencia civilizada entre los colombianos”.

Pero Jaramillo sí reconoce que algo muy profundo ha movido a los colombianos en esta Copa. “Una noche, al llegar a mi casa a las 11, un gamín me saludó diciéndome: ‘¡Ganamos!’, ¿Ganamos? Alguien que nunca ha ganado nada, que ni si siquiera tiene una cama decente para pasar la noche, sentía que ese triunfo era suyo”.



Segundas partes…

Otro punto positivo de esta Copa fue la empatía que encontró el equipo de Francisco Maturana con el público. Desde el Mundial de 1994, cuando Colombia perdió el rumbo tras el fracaso en USA94, el fútbol colombiano se había fracturado. En los cinco años de la era Hernán Darío ‘El Bolillo’ Gómez, sucesor de Maturana, no hubo casi renovación. Con Javier Alvarez, el sucesor de Hernán Darío Gómez, las cosas parecían mejorar. Le dio oportunidad a nuevos jugadores y un arranque espectacular en la Copa América de 1999 (tres victorias en la primera fase, entre ellas el muy recordado 3-0 ante Argentina, cuando Martin Palermo botó tres penales) hicieron pensar que el fútbol colombiano sí tenía futuro tras el retiro de la generación del ‘Pibe’ Valderrama. Sin embargo, la derrota ante Chile en cuartos de final de aquel torneo y la goleada 9-0 que sufrió Colombia ante Brasil en el preolímpico de 2000 dio al traste con su proyecto.

La comisión técnica de la Federación Colombiana de Fútbol, presionada por la prensa y una opinión pública que exigía la salida de Alvarez tras la debacle de Londriona, manifestó que era necesario terminar la era del ‘toque-toque’, que no había dado resultados, y por ese motivo llamaron a Luis Augusto García, quien se vio presionado a renunciar tras el empate 2-2 ante Venezuela, que puso en serio peligro la clasificación de Colombia al Mundial de 2002.

En su reemplazo, los mismos dirigentes que habían echado a Alvarez por la inoperancia del toque-toque llamaron a Francisco Maturana, el padre de este estilo, con el argumento de que era necesario regresar a las raíces.

Maturana, quien logró formar entre 1987 y 1993 una gran selección, desde 1994 sólo había acumulado fracasos al frente de las selecciones de Costa Rica, Ecuador y Perú, y como técnico de Atlético de Madrid, y Millonarios. Pero esta mala racha ha terminado en la Copa América y a Colombia se le abre un panorama más esperanzador en los cinco cruciales y muy duros partidos que restan en la eliminatoria a Japón-Corea 2002.

Dicen los entendidos que lo que realmente importa es ir al Mundial. Sin embargo, Maturana puede dormir tranquilo. Gracias a él y a su equipo la fiesta que logró reivindicar por un par de semanas a Colombia consigo misma y con el mundo tuvo un final feliz.

Por fin algo bueno.

Gracias muchachos.