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| Foto: A.F.P

SOCIEDAD

¡Gracias, Natalia!

La historia de Natalia Ponce de León es una parábola de valor, superación y reconciliación de la que los colombianos pueden aprender.

18 de abril de 2015

El 27 de marzo de 2014 a Natalia Ponce de León le sucedió una de las peores cosas que pueden ocurrirle a un ser humano. Esa tarde, un joven de su barrio usó un engaño para hacerla salir de su edificio y le lanzó un litro de ácido sulfúrico en la cara y el cuerpo. Los médicos que la atendieron le salvaron la vida y evitaron que quedara ciega, pero la sustancia quemó una tercera parte de su piel, penetró sus órganos y la desfiguró.

La tragedia apenas comenzaba, pues durante este año ha tenido que soportar 15 cirugías, innumerables terapias físicas y psicológicas y un trauma imborrable y someterse a un largo silencio que era apenas comprensible dado el tortuoso proceso de recuperación. A medida que los médicos intentaban reconstruir su rostro, ella fue reconstruyendo también el sentido de su vida, consciente de la nueva realidad que le había tocado vivir.

La historia de Natalia habría podido quedar así, en la intimidad, y esto no habría cambiado en nada el respeto que los colombianos sienten por ella, y la indignación y la solidaridad que el monstruoso acto dejó clavadas en el corazón de la sociedad. Pero para ella, al parecer, curar su propia alma no fue suficiente. Se propuso entonces pasar de ser una víctima de la infamia, un símbolo de la violencia contra la mujer, a ser una persona con capacidad de darle un mensaje al mundo. El mensaje de que la resiliencia es posible y de que ni las peores circunstancias pueden doblegar al ser humano.

Fue así como el jueves pasado convocó una rueda de prensa en Bogotá y, en su primera aparición pública desde el crimen, con una máscara, un sombrero negro, una pashmina y una seguridad y una calma apabullantes, pronunció palabras que conmovieron a todos. “No siento odio”, dijo sin arandelas, ni sentimentalismos. Y añadió: “No es fácil salir (en público), pero me he tomado la valentía para que se acabe esta tortura (…)”.

Durante el evento, que también sirvió para lanzar El renacimiento de Natalia Ponce de León, un libro de la periodista Martha Soto, Natalia habló por 40 minutos. Dijo que, al principio, al “verme sin cara” sintió una “tortura total”. “La parte más dura es cuando te ves destrozada, sin identidad”, dijo. Contó que poco a poco empezó a recuperarse y a entender que no solo tenía que seguir viviendo, sino luchar para que la vida que le quedaba fuera tolerable. “Entendí ¬–dijo– que el cuerpo es algo prestado que no dura para siempre y que no hay que preocuparse tanto por eso”. Que su recuperación ha sido sobre todo un proceso espiritual y mental se nota en cada una de sus palabras. Y a la pregunta de si había perdonado a Jonathan Vega, el hombre que la atacó, respondió que “no se trata de perdonar, sino de no sentir odio ni resentimiento porque eso acaba a cualquiera”.

Desde el día en que le arrojaron ácido a Natalia, hasta hoy 33 colombianos han sido víctimas de la misma agresión. El país posee en la actualidad, después de India y Pakistán, el penoso tercer lugar en el escalafón de naciones donde se registran más ataques con líquidos inflamables contra personas.

Y la mayoría de las 923 víctimas desde 2005 en Colombia son mujeres. Todas ellas saben que no se trata de una simple agresión, sino de un acto misógino, de odio, que golpea el corazón de su feminidad. Muchas mujeres nunca se recuperan emocionalmente de estos terribles ataques, a lo mejor porque la sociedad les da la espalda. Por eso Natalia Ponce dice que dedicará todos sus esfuerzos a ayudar a quienes, como ella, han tenido la vida en vilo por el ácido.

Así, con su aparición pública, la joven le dio a Colombia una lección de valor, superación y reconciliación. En un país dominado por el resentimiento y la violencia, por la ley del Talión,  donde cualquier pequeñez se da para que los odios se mantengan incluso por generaciones, ella encarna hoy un ejemplo de coraje. De que nada es irreparable. Natalia pasó de ser un motivo de compasión e indignación, a encarnar un símbolo de vida y esperanza. Uno de esos símbolos que este país necesita.