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Guacho, la cara de la violencia en el Pacífico

Secuestros, asesinatos, terrorismo y narcotráfico revelan la incapacidad del Estado para manejar el posconflicto en esa región del país. El criminal Guacho está detrás de la violencia en la región.

21 de abril de 2018

Hace apenas unas pocas semanas el nombre de Guacho no le decía nada a nadie. Pero la crisis que explotó en la frontera colombo-ecuatoriana lo puso en el radar del país y la comunidad internacional. El secuestro y posterior asesinato a sangre fría de dos periodistas y un conductor del diario más importante de Ecuador, El Comercio, y el nuevo secuestro de una pareja de ecuatorianos dejaron en evidencia la actitud desafiante y el grado de barbarie de este cabecilla de una disidencia de las Farc que opera en el suroccidente del país. Al prontuario de secuestros y ejecuciones de periodistas de esta nueva cara de la violencia del posconflicto, se suman el derribamiento de torres de energía, los homicidios, el narcotráfico y hasta carros bomba al mejor estilo de Pablo Escobar.

Todos estos fenómenos se consideraban superados en la Colombia que consolida la paz. Pero ahora, de la mano de Walter Arizala, alias Guacho, forman parte de una realidad cada día más preocupante. Un panorama muy distinto al que se esperaba después de un proceso de paz con las Farc que dejó en el pasado la violencia del conflicto con el mayor grupo guerrillero de la historia. Muchos colombianos se preguntan, ¿cómo es posible que un disidente de menor rango de esa guerrilla y con unos 200 hombres se haya convertido en la prioridad número uno de las Fuerzas Armadas de Colombia y Ecuador y tenga en jaque las relaciones bilaterales entre los dos países?

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Todavía se sabe poco sobre las dimensiones y características de la organización de Guacho. Es un disidente de las Farc nacido en Ecuador, que ha cometido actos terroristas en ambos lados de la frontera con métodos sanguinarios y propósitos claramente vinculados al narcotráfico. Hasta se destaparon sus nexos con el poderoso cartel mexicano de Sinaloa, cuando el propio fiscal lo señaló como su brazo armado en el Pacífico colombiano.

Pero por más temible que sea Guacho, sus actividades y sus estructuras no son más que la punta del iceberg de un problema mucho más de fondo. El suroccidente del país, en particular las costas de Nariño y Cauca, se está convirtiendo en tierra de nadie. Una geografía accidentada, una ausencia histórica del Estado, corredores estratégicos del narcotráfico y más de 50.000 hectáreas de coca que se disputan a punta de plata y plomo distintas bandas criminales conforman un coctel explosivo, en el que no existe la autoridad y prima la ley del más fuerte.

El fin de la guerra con las Farc necesitaba de una estrategia efectiva y rápida para copar esos territorios con la presencia del Estado. Es decir que de la mano de la Policía y el Ejército llegara el orden y la legitimidad, la ley y la política social. Se sabía que el fin de la confrontación armada abriría espacios para otros fenómenos delincuenciales ávidos de enriquecimiento ilícito y control territorial. Pero hasta el momento ni la fuerza pública ni la acción del Estado en educación, justicia o empleo legal han llegado, y los espacios que han quedado a la deriva son hoy el escenario de violentas disputas entre grupos narcotraficantes, disidentes de las Farc, el ELN y bandas criminales como el Clan del Golfo.

El panorama es insostenible. Si no se detiene la espiral de violencia pronto, hará metástasis en otras regiones del país. La zona sur en el Pacífico concentra la mayor proliferación de cultivos ilícitos del país. Solo en Nariño hay 30.000 hectáreas, según el Simci de las Naciones Unidas. Tumaco es una bomba de tiempo: su desempleo juvenil supera el 60 por ciento y el número de homicidios es el más alto del país con 84 casos en lo que va del año y una tasa del 39,6 por ciento. El narcotráfico se intensificó en un 73 por ciento, según la Fiscalía.

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El auge del narcotráfico puede echar por la borda todo lo ganado en los últimos años. El fiscal Néstor Humberto Martínez advirtió la semana pasada que se rompió la tendencia hacia la baja en el número de asesinatos en el país y que en lo que va corrido del año el total de muertes violentas creció en un 7 por ciento. En el Catatumbo, Norte de Santander, y en el Pacífico los homicidios han crecido 173 por ciento. A estos habría que sumarle la corrupción galopante e histórica de los gobernantes locales y regionales: Buenaventura en los últimos diez años ha tenido cuatro alcaldes investigados y destituidos por corrupción, más uno asesinado; en Chocó, un gobernador investigado por corrupción; y en Tumaco, su más reciente alcalde, Julio César Rivera Cortés, fue suspendido por tres meses por presuntas irregularidades en el retiro de la gerente de la ESE Divino Niño y la posterior toma de las instalaciones del hospital.

El gobernador de Nariño, Camilo Romero, hacía rato había lanzado su voz de alarma. La semana pasada tuvo un enfrentamiento con el presidente Santos cuando en un evento en el departamento pidió un minuto de silencio por las víctimas. La petición fue rechazada y Romero se sintió ofendido y plasmó su sentimiento en un elocuente trino. Más allá de la anécdota, los mandatarios locales en Tumaco y Buenaventura se sienten solos, a pesar de los esfuerzos del gobierno nacional. El propio vicepresidente Óscar Naranjo se ha apersonado de la crisis y ha hecho múltiples visitas –incluso ha desplazado su despacho a Tumaco por periodos– para ajustar la coordinación de las distintas entidades del gobierno. Pero los resultados no llegan, al menos con la celeridad requerida. Existe una inevitable sensación de impotencia.

Tensión con ecuador

El panorama ha llegado a afectar las buenas relaciones con Ecuador. El vecino país atraviesa por un momento político complejo, creado por el enfrentamiento del presidente Lenín Moreno con su antecesor, Rafael Correa. El pulso entre los dos exaliados políticos se agudiza cada día, y el actual mandatario está empeñado en cambiar de rumbo los programas de gobierno que puso en marcha su antecesor. La semana pasada anunció que Ecuador no seguiría sirviendo de garante –y país sede– de los diálogos entre el gobierno de Juan Manuel Santos y el ELN, una decisión con visos improvisados y de falta de cabeza fría, pero que refleja el impacto que ha tenido en la opinión ecuatoriana el asesinato por Guacho de los tres periodistas. El quinto ciclo de la negociación se encontraba a días de terminar. Las autoridades colombianas, incluida la canciller María Ángela Holguín, se enteraron por los medios de comunicación. Y si bien los diálogos con el ELN no auguran esperanzas ni parecen tener futuro, no es evidente que ese grupo guerrillero haya tenido algo que ver con los actos terroristas que han golpeado a los ecuatorianos.

En el vecino país no hay tradición de violencia como la que ha habido en Colombia. Los secuestros y hechos violentos, en general, se habían mantenido al norte de la frontera, hasta el punto de que Rafael Correa, cuando era presidente, llegó a decir que su país no limitaba con Colombia, sino con las Farc. El Ejército ecuatoriano es pequeño –unos 50.000 hombres– y no tiene experiencia ni instrumentos para enfrentar fenómenos como los que han ocurrido en las últimas semanas en su zona norte. En los últimos días, el presidente Lenín Moreno desplazó 10.000 soldados a la frontera, y el ministro de Defensa, Luis Carlos Villegas, ha liderado reuniones con las fuerzas de seguridad de ese país para poner en marcha planes de cooperación. Guacho está en la mira de los dos gobiernos.

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Las relaciones bilaterales, en muchos campos, han sido productivas. No solo se han caracterizado por la cordialidad, sino por su efectividad. Ecuador, por ejemplo, desistió de su demanda ante la Corte Internacional de Justicia por el uso, por parte de Colombia, del glifosato en la zona fronteriza a cambio de una compensación y de que Colombia suspendiera la fumigación aérea. El diálogo ha sido fluido. Por eso, no sorprende que ante la suspensión de la sede de los diálogos con el ELN en las cercanías de Quito, la diplomacia colombiana haya reaccionado con prudencia: “Es algo que entendemos”, dijo la canciller Holguín.

La pregunta es si el buen clima diplomático es sostenible en el mediano plazo si no hay correctivos para la crisis del Pacífico. Es previsible que surjan tensiones. El viernes, en reunión especial del Consejo Permanente de la OEA, el organismo regional conminó a los dos países a mantener sus buenas relaciones.

Fronteras narcotizadas

De hecho, la frontera colombo-ecuatoriana no es la única que enfrenta un desafío tan complejo. En el Catatumbo y en otros sectores de la frontera colombo-venezolana también se han presentado conflictos entre grupos ilegales –el ELN, el EPL y los Pelusos– que quieren copar los espacios donde estaban las Farc. En el Catatumbo, por ejemplo, hay un paro armado hace 40 días. El comandante de las Fuerzas Militares, general Alberto José Mejía, visitó la zona la semana pasada y dijo que el 80 por ciento de la gente reclama mayor presencia del Estado. Las comunidades fronterizas con siembras de coca se sienten abandonadas a su suerte. La Defensoría del Pueblo también ha lanzado alertas. Y en vecindades de la frontera con Panamá, incluida Buenaventura, hay brotes similares de violencia generada por la confrontación entre grupos armados de diverso origen.

Según Jorge Restrepo, director del Cerac, “las fronteras constituyen el mayor desafío del posconflicto”. Al fin y al cabo, la fortaleza de la acción del Estado durante la seguridad democrática había desplazado a la periferia a las guerrillas del ELN y de las Farc. No es una coincidencia que, al terminar la guerra con las Farc, los desafíos para asegurar la presencia del Estado y el imperio de la ley se concentren en las zonas de frontera. Más aún si estas coinciden con lugares en los que hay recursos de rentas criminales, como el narcotráfico –lo cual ocurre en el sur y en el Catatumbo– y la minería ilegal –que prolifera en el Chocó–.

Por eso, el caso de Guacho en el sur del país no puede verse como un asunto aislado. Forma parte de una problemática más amplia, en la que está en juego la capacidad del Estado colombiano para consolidar su presencia en todo el territorio. La crisis en la zona pacífica del sur es la más grave, pero no es la única. Guacho se ha convertido en el símbolo del reto que surge del fin de la guerra con las Farc. Su captura y el castigo de sus actos terroristas son un imperativo para detener una ola que puede llegar muy lejos, y para que los colombianos recuperen la fe en la acción del Estado y en las oportunidades que se abrieron con el proceso de paz.

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Guacho encarna la nueva violencia del país: un exguerrillero de las Farc que no se acoge al proceso de paz, crea una disidencia, se dedica al narcotráfico, trata de tener control territorial y tiene fuertes vínculos con el cartel de Sinaloa en México. Tampoco es un fenómeno de dimensiones que puedan poner en tela de juicio la presencia del Estado. De hecho, las autoridades colombianas tienen resultados que mostrar, aunque sean insuficientes. El vicepresidente Óscar Naranjo señalaba hace poco que por primera vez, en un largo lapso, hubo 18 días seguidos sin homicidios en Tumaco. La semana pasada cayó capturado Brayan, uno de los principales cabecillas de la organización de Guacho, acusado de volar la torre que dejó sin luz a Tumaco, entre otros. Pero más allá de estos hechos puntuales, el gobierno ha invertido millonarios recursos en el Pacífico y hasta ha creado consejerías presidenciales para Buenaventura y el Pacífico. Solo que además de voluntad política y presupuesto, se necesita capacidad de gestión para que todo el esfuerzo no quede ahogado en la arena movediza de la burocracia y la corrupción.

Estos avances solo serán importantes en la medida en que tengan continuidad, que le lleguen a la gente y convenzan a los colombianos que la fragilidad institucional no es mayor que su capacidad de acción. Pero se necesita un plan estratégico mejor pensado para el Pacífico, con capacidad de sobrevivir la etapa de transición de gobierno que se avecina. Y que no quede capturado por los tentáculos de la atávica corrupción local y regional, o por los carteles nacionales que sobrevuelan esos presupuestos como aves de rapiña y aprovechan la burocracia del gobierno para sacar tajada, como quedó en evidencia con la implementación del proceso de paz.

Porque desde ya se sabe que poner orden en el sur del país –y en todas las fronteras– será una prioridad del nuevo gobierno. El país ha avanzado en muchos problemas fundamentales y ha mejorado sus indicadores de seguridad, sobre todo en el centro. Pero la consolidación no está asegurada y todavía hay amenazas vivas contra la presencia del Estado, que podrían darles origen a territorios convertidos en tierra de nadie. El sur del país es el primero de ellos.