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HISTORIAS DE ESPANTO

En "Las vidas de Tirofijo", el viejo guerrillero le cuenta a Arturo Alape que, a pesar de todo, no está curado de espantos.

26 de junio de 1989

Que los comunistas violan monjas, comen niños y matan sacerdotes es una creencia que no ha perdido arraigo en algunos sectores populares. Tal vez es esta una de las razones que llevaron al escritor Arturo Alape a intentar "la" biografía de Manuel Marulanda Velez, cuyo verdadero nombre es Pedro Antonio Marín pero a quien se conoce a lo largo y ancho de la geografía colombiana como "Tirofijo"."Don Manuel",como empezó a llamárselo desde que el gobierno de Belisario Betancur decidio sentarse a la mesa de las negociaciones con las FARC el más viejo movimiento guerrillero del continente,es uno de esos comunistas legendarios en torno al cual se ha tejido toda clase de historias y de mitos. No en vano ha "muerto" decenas de veces y otras tantas ha probado que sigue vivito y coleando.
Arturo Alape desempolvo muchas de esa muertes y en 358 páginas recogió los momentos más importantes del viejo guerrillero en el libro "Las vidas de Tirofijo" editado por Planeta y que acaba de ser publicado.
SEMANA ha considerado de interés para sus lectores publicar apartes de la obra de Alape. Pero más que la narración del papel de "Tirofijo" en la constitución de la "República Independiente de Marquetalia" o en los combates de El Pato y Guayabero o en las diferentes treguas pactadas entre gobierno y FARC, se reproducen algunas de las historias de espantos que "Tirofijo" le contó al escritor. Constitúyen una faceta totalmente desconocida del hombre al que se atribuyen toda clase de horrores.

I
Ustedes han oído la historia del duende, ¿sí o no? El duende, según los viejos, es una posible persona del tamaño de un metro, pelo largo como crin de caballo, una nariz puntiaguda y los ojos bien adentro para esconder la mirada, que por naturaleza hace infinidades de maldades y crea todo género de dificultades en todo el mundo. Mucha la destreza en su imaginación para hacer picardías. Resulta que en esa época, porque yo no creo en espantos, cada hombre crea sus espantos, se dice que emproblemaba a los aserradores perdiéndoles la madera lista que tenían para embarcar por el río; a los campesinos les escondía el machete en el momento de estar rozando la maleza, a otros el canasto en que recogían el café, a otros el hacha cuando la necesitaban para partir la leña, a otros les embolataba el sombrero que finalmente encontraban en cabeza de prójimo desconocido, a otros el guarniel en el instante de pagar la cuenta, a otros los zapatos cuando se disponían a coger camino, a otros les perdía sus vacas que resultaban ordeñadas por manos invisibles, a otros el caballo que amanecía amarrado de su cola a una cerca con nudo difícil de encontrar sus puntas con las manos. Bueno, el duende hecho un carambas, haciendo diabluras para divertirse. Las gentes dicen que su existencia era un fenómeno real. Cuando algo se perdía de fijo se decía, fue el duende que anduvo por ahí.
Entonces las gentes antiguas daban la manera o fórmula de cómo atrapar al duende. Así está escrito en mi memoria. Se hace una chipa de bejuco y luego se le saca una cruz. Entonces para quitarse el duende de encima y para que entregue el artículo perdido, uno se mete la chipa por la cabeza y la deja caer lentamente por todo el cuerpo hasta los pies y saca los pies de la chipa y da tres pasos hacia adelante. El duende clava su vista en la chipa y va rodeando el círculo con su mirada hasta cansarse, dado que él es malo por naturaleza, se hipnotiza solo, solito de tanto girar su cabeza en las vueltas del círculo y se olvida de la prenda. Uno regresa y encuentra lo perdido.
Pero ocurrió que el duende fue a una casa donde nadie lo aguantaba. Volteaba de espaldas los espejos y nadie se veía en persona; a los cuadros de las almas del purgatorio los puso patas arriba y olvidaron sus dominios en los milagros; el fogón dejó de prender candela porque le dio por esconder el humo. Hasta que los dueños de la casa se aburrieron y dijeron en reunión de familia: lo mejor es irnos para que el duende haga lo que quiera de esta casa. Dejémosle la casa por su cuenta y nos vamos. De seguro sentirá alegría en su soledad. Comienza el trasteo y a tres horas de camino, el dueño de la casa se percata de que le faltaba el pilón para moler el maíz y decidió que debía regresar. De camino se encontró con el dicho duende, y le preguntó el dueño de la casa al dicho duende:
¿ Usted para dónde va con el pilón?
El duende respondió: "Luego, ¿para dónde es que nos vamos? Yo voy con el pilón para allá..."
II
Mire, nosotros vivíamos en un lugar llamado El Alto del Carmen y por el frente de la casa pasaba el camino real, de donde uno veía venir a las mulas con sus cargas, sin mucha dificultad, y sin alzar digamos la vista, también se veía con facilidad a una persona no demasiado pequeña. Era muy visible mirar hacia el camino que le cuento. Pero llegó el momento en que fue tan célebre la historia de La Candileja, que después de las siete de la noche hasta las cinco de la mañana, ningún hombre por arriesgado que pareciera se atrevía a andar por ese camino. En la noche se volvió un camino desolado.
A uno de niño se le despiertan los ojos cuando comienza a conocer cosas de la vida. Sucedió una noche, estábamos en el comedor con mi papá, mis hermanos y unos trabajadores en conversación diaria del campo. Eran, por ahí, pienso las nueve de la noche, y de pronto sin que existiera aviso de ninguna naturaleza, vimos en realidad a La Candileja al otro lado del camino. No apagamos los ojos por el susto. Parecía La Candileja como si fueran en junta cuatro personas cargando al hombro un cadáver sobre una camilla y en cada esquina de la camilla, una esperma prendida, especie de lámpara de cuatro luces. Al andar no se sabía si andaba o flotaba el cadáver cubierto por una sábana, alumbrados por las espermas, lenguas quietas de fuego, bien prendidas en su luz, cocuyos amarillentos. Y esa visión que nos dejó lelos y fríos de miedo, producía un ruido espantoso, terrible tormento para los oídos. Le digo, sonaba como el galope de caballo en la lejanía. Era la realidad vista por los ojos de nosotros y así como la vi yo, de la misma manera la vieron los otros y en tal circunstancia, nos encargamos de regar la especie ya asegurada de verdad.
Era un camino real por donde se movían por lo menos de 400 a 500 personas y 200 a 300 mulas diarias. Y esa fue la causa para que la gente abandonara el camino en las noches. Si un enfermo estaba en las últimas queriéndose morir, nadie cogía camino, porque se decía que posiblemente no sería un muerto el cargado, sino un muerto acompañado de otros muertos, que poco antes habían sido sus dolientes en vida, por culpa de encontrarse en el camino con la tal Candileja. El corazón podría dejar de funcionar en una correría nocturna.
Resulta que una vez, salieron tres carabineros y cogieron el camino real para ir a capturar a un sujeto dañoso en la región. Ellos que sabían el cuento, se fueron mordiéndose los labios por temor a pesar de sus armas. En una vuelta del camino, divisaron un largo recorrido y vieron a La Candileja, caminando en vaivén, lentamente como si flotara el dicho cadáver bien alumbrado, que venía hacia el sitio donde estaban ellos.
Uno dice en arranque sincero: "Virgen del Carmen, nos llevó el diablo, ahora sí nos tragó la tierra..."
Los tres quedaron perplejos, confundidos en sus ánimos y en sus decisiones.Dijo otro con solución en la boca: "Devolvámonos y busquemos un desecho y la dejamos pasar..."
Dijo otro muy convencido: "Esto sí que está verraco, ¿qué vamos a hacer... ?".
Hasta que uno terminó con su voz diciendo: "¡Yo no lo aguardo!" Se tiró por un despeñadero y el hombre dando vueltas casi se mata, se descompuso las piernas, se descompuso los brazos del mamonazo tan violento que padeció su cuerpo. Los otros dos con el sudor helado por el temor, por cuestión militar resolvieron esperar a La Candileja bien parapetados.
Les llegó La Candileja y se les puso tan cerquita que los encegueció la luz de las espermas. Los carabineros obedeciendo la disciplina militar le gritaron a La Candileja el alto reglamentario y lo repitieron por tres veces, orinados y defecados en los pantalones. Y nada que escuchó La Candileja. Era cosa del otro mundo y cuestión de esta vida. Entonces ahí mismo le apuntaron con los fusiles y dispararon al unísono y el espanto siguió con su guando, su muerto y sus luces. Le largan una mano de tiros y siguen dándole más tiros hasta que dejaron descansar los dedos. Se desequilibró La Candileja, cayó uno que parecía hombre, cayó otro que parecía hombre y cayó un tercero que también parecía hombre y el cuarto muy humano huyó; al apagarse las espermas la sábana voló hasta juntarse con las nubes.
Eran cuatro ladrones que utilizaban ese sistema por el camino real, desde Santa Lucía hasta casi Tuluá, para robar cerdos, gallinas, caballos, vacas y así nadie los perseguía, nadie los perturbaba. Ya por la costumbre, de noche volvimos a mirar hacia el camino real y las luces de las espermas se habían inundado de oscuridad y la oscuridad esconde sus espantos para evitar que los ojos humanos en cualquier descuido los vean.


III
En un pueblito había un hombre que no creía en cosas que no vieran sus ojos, en cosas que no tocaran sus manos, en cosas que no pudiera masticar. Un hombre libre-pensante, un hombre sin amarres en los pies. Un ateo que no iba a misa, que prohibía a su mujer y a sus hijos asistir a la iglesia. Esa situación la aprovechaba muy bien el cura con sagacidad y constancia, en las misas de la mañana y en los sermones de la noche, para hablar mal y maldecir a los ateos y señalar al ateo del pueblo con nombre propio: Demetrio Rodríguez. Ese hombre, decía el cura en discurso infernal, cuando se muera se lo llevará el diablo en cuerpo y alma, y los creyentes de este pueblo que sigan ese camino de la equivocación humana, les acontecerá lo mismo.
El cura en el púlpito olvidándose de la palabra y en demostración de gestos, se despelucaba el cabello figurando en su cabeza enormes y agudos cuernos; alargando con las manos su nariz la hacía aparecer más afilada y agarrándose el mentón simulaba una larga barba hasta las rodillas y abría los ojos, volteándolos en un gran esfuerzo para dejar sus pupilas en blanco y la gente creía ver al final, dos llamitas de igual tamaño muy rojizas, en vez de la mirada cristiana del sacerdote. El monaguillo no quemaba incienso, el monaguillo quemaba azufre y al inundarse la iglesia de humo oloroso, la gente estornudaba llorando a gritos, pidiendo perdón por sus malos pensamientos. Al presentir que finalizaba la misa, al entrar la nave en calma, los oyentes religiosos sentían con pavor que alguien sin que ellos se dieran cuenta, los iba desnudando de su propia piel y también de su sombra, como queriendo desnudarlos de su alma. Y de común acuerdo, al mirar todos hacia la salida de la iglesia, petrificados se impresionaban porque el humo se había convertido en figuras humanas y sin pedirle permiso a nadie, se escapaba en vuelo clandestino.
Los hijos del hombre señalado como ateo, es decir, Demetrio Rodríguez, crecieron, se casaron y se fueron y quedó Demetrio ya viejo con su mujer ya muy vieja, los dos en soledad de ancianitud. Y como los dos eran maleza por cuestiones del pensamiento, nadie por temor los visitaba a la casa, nadie quería nublar la cabeza de perversidad antirreligiosa, nadie quería que su alma lo abandonara en vida. Feroz la labia del cura.
Un día cualquiera el tal Demetrio se enfermó, se agravó de cuerpo y murió pensando en sus pensamientos. Nadie en el pueblo se atrevió a darle a la viuda un saludo de pésame, nadie le envió un ramo de flores. Muerto Demetrio, la mujer levanta de la cama el cuerpo muerto de su marido y con gran esfuerzo lo acuesta sobre una mesa y lo arropa con una sábana, le prende cuatro espermas y se pone en función de velarlo y se hace hacia una esquina de la mesa a llorarlo. Fue toda una tarde de llanto. Después, sentada la mujer en una butaca, en la puerta de la calle, con su triste y bien arreglado cabello largo, su vestido de luto muy triste, sus manos cruzadas y colocadas tristemente sobre las rodillas y sus ojos hundidos por el llanto amargo, sentada la mujer viendo la quietud de la calle, con la tristeza que solamente deja la muerte, llorando la lejanía del cuerpo ya ausente de su marido.
Casualmente pasa por la calle, un paisa de arrestos y le dice:
-Oiga, mi señora, ¿por qué llora?
Responde la mujer: "Ay, señor, cómo no voy a llorar, se me murió mi esposo. Un hombre gente buena, sabe, sólo con problemas en el pensar, según el cura. Por eso dijo el señor cura que cuando mi marido se muriera, el diablo vendría a llevárselo en cuerpo y alma. Ay, señor, estoy muy atemorizada, de pronto en realidad viene el diablo. Yo no sé si será cosa cierta".
Resulta que como se trataba de un paisa borracho y arriesgado, le dijo:
-Señora, si quiere yo la acompaño. Pero lo primero que tiene que hacer es conseguirme una botella de aguardiente y yo seré su sombra esta noche.
-Con tal que me acompañe señor, yo le consigo el aguardiente. Yo no quiero verme sola en la tragedia de ver cómo el diablo desenjalma el cuerpo de mi marido.
La señora se levantó ya más animosa y fue a la tienda, trajo la botella de aguardiente y un paquete de tabacos.El hombre se echa al guarguero el primer trago, prende su tabaco y hace figuras con el humo alrededor de su cabeza, se quita el sombrero y espanta las volutas en espiral del humo que estaban ya asemejándolo a un santo de pueblo, se sienta al lado de la señora y sigue en ese estado más o menos de aguardiente.
A medianoche, los dos escucharon ruidos por los lados del jardín, pasos arrastrados como si alguien encadenado a otro mundo, caminara con cansancio. La mujer se puso nerviosa y dijo:
-Ay, señor, oigo pasos que no son de hombre. Estoy segura. Yo no sé...
-Cómo va a ser- dijo el hombre.
Aguarde un poco mi señora, no se me alebreste en el nerviosismo. Para darse valor, el hombre cogió la botella y bebió un trago de largo tiro y salió a la calle y claro, preciso, vio que venía el diablo, muy grande el tipo, vestido de capa negra y una cola muy verraca que arrastraba dejando mucho polvo; unos cachos grandes de cabro ya anciano y un tabaco en la boca tres veces mayor del tamaño del común que se fumaba en la región. Dijo el hombre:
-Hasta aquí llegó la historia del paisa. En realidad, mi señora resultó ser el diablo. Pero perdone mi señora, que un borracho puede cometer cualquier imprudencia.
Sacó el revólver de la pretina y dice el hombre a darle bala al diablo... Sonaron seis disparos. Bebió otro trago y le dio a la señora la botella para que bebiera también y los dos esperaron a que hiciera de nuevo presencia el diablo y el diablo no hizo presencia.
En la sala de la casa, sobre la mesa Demetrio ahora difunto, con la sábana cubriéndole hasta la mitad del pecho, su bigote más crecido y las llamas de las espermas consumiéndose en la prisa del viento sin puerta para salir; Demetrio ya difunto cuando en vida su cuerpo alcanzaba un metro sesenta y cinco centímetros, ahora en descomposición acelerada.
La una de la mañana, las dos, las tres de la mañana, en los patios de las casas cantan los gallos un canto extraño como de presagio, canto afónico, desgarrado. Llega la hora de sonar las campanas y no sonaron las campanas, no repican con la angustia de siempre. Las cinco de la mañana y el pueblo se iluminó de día. El cura no está en la iglesia. Nadie sabía de su paradero. Dieron parte a las autoridades, que el cura se perdió y anoche escuchamos unos disparos junto a la casa del ateo muerto. Fueron al sitio y vieron al cura disfrazado de diablo. Era un diablo anciano, recién afeitado, doblado en su gordura, la sotana desabotonada y se le veía el ombligo muy salido; a un lado de su cara, los cachos se desprendían de la cabeza y sus ojos abiertos tenían el color de la ceniza.
La mujer le devolvió su tristeza a la muerte y acompañada por todo el pueblo enterró el cuerpo de su marido. Y por cosas del destino, el cura fue enterrado junto a la tumba del ateo. Diariamente la gente va al cementerio y reza por la salvación del alma del sacerdote. Ya se ha vuelto una costumbre, incluso depositan sobre su tumba ramos de flores blancas.

IV
Después de la Segunda Conferencia Guerrillera constitutiva de las FARC, realizada en un lugar del Meta,con un comando salimos rumbo al Guayabero. Ya en plena selva, región adentro, al acercarnos al río Papamene, río grande que le caen las aguas del Guayabero, le caen las aguas del Platanillo y del Tigre y lleva sus aguas por los llanos del Yarí para encontrarse un día con las aguas del Guaviare, y como se había producido ya una operación militar contra nosotros, por precaución enviamos la exploración para que fuera a ver qué se veía, a explorar rastros, señales de paso de tropas. Regresaron los muchachos de la exploración ya de tarde y dejamos descansar el cuerpo, al otro día le caeríamos a la vega. Entre perplejo y confuso me quedé dormido, pensando en la información de la exploración. Mi perplejidad se relacionaba con el hallazgo que habían hecho. Ellos estaban asustados y sorprendidos:
-Mire, camarada sólo encontramos los rastros de la Patasola.
-¿ Cómo así, el rastro de la Patasola, hombre?
-Sí, camarada, el rastronón de la Patasola y bien pisado -lo repitieron afirmativos los cuatro.
El Guayabero es una selva inmensa de cielo verde, en las copas de la arbolada, las manadas de monos traviesos aúllan, saltan y juegan, como si estuvieran haciendo piruetas en la frondosidad de las nubes.
-La Patasola no existe, no me vengan a convencer con esos cuentos. Estoy llegando a viejo -tenía más de treinta y pico de años-, y ustedes ahora hablándome de Patasolas. Quedó la duda sembrada en los cuatro.
A las seis de la mañana del otro día, organizamos la salida, y los muchachos de la exploración en un tono de advertencia, me dijeron:
-Queremos repetirle, que nosotros sí encontramos los rastros de la Patasola. En eso no se equivocan los ojos. Pero, como ustedes no creen en la existencia de la Patasola, cuando lleguemos a la vega del río, van a encontrarse con la realidad de sus huellas.
-Por favor hombre, ni viendo sus rastros bien dibujados en la tierra, no me van a meter en la cabeza su existencia. Esa historia es una vieja invención de los viejos más antiguos -les dije.
Ya cerca de la vega del río, uno de los muchachos me llama y me muestra un rastro de pie limpio, bien marcados sus cinco dedos, como si el dueño de la pisada calzara por lo menos zapatos número 50. Una huella grande y hundida en la tierra con fuerza y muchas ganas. Ellos me insistieron:
-Se da cuenta, mire el rastro.
-Pero, si es el rastro de una persona.
-No camarada, no es rastro de una persona. No ve la grandura. Ese es un rastro cinco veces más grande que el rastro de una persona y bien alta. Además, por aquí no viven hombres o mujeres que les falte una pierna. No es región para andar con una sola pierna.
-Dejen la fiebre en la imaginación y marchen hacia la vega con cuidado, no sea que la Patasola esté disfrazada de hombres atrincherados, esperándonos en la orilla del río. De pronto la huella sea un señuelo. Los cuatro arrancaron, refunfuñando:
-Está bien que ustedes no crean en estas cosas, pero uno tiene el derecho a tener sus propias creencias. La verdad es que vamos a seguir encontrando los rastros de la Patasola. Eso no tiene vuelta de engaño.
Cuando de pronto, uno de los muchachos de la exploración se devuelve un poco agitado, en sus ojos una mirada extrañada.
-Compañero, que localizamos a un tipo. -Yo me reí padra mis adentros; ellos, de verdad muy serios.
-Ah, por ahí va a estar la Patasola. -Nos desplegamos por unas piedras por unos barrancos, evitando dar blanco, en disposición de responder al fuego. Luego del ajetreo, dijeron los muchachos en comunicación:
-El hombre nos vio y se escondió.
Ordene que saliera un guerrillero hiciera una señal con las manos, evitando que le fueran a acertar un tiro.El hombre comenzó a hacer lo mismo sacaba la cabeza, la escondía, salía por la izquierda de la piedra, aparecía por la derecha de unos arbustos, como indagando, como queriendo comunicarse, para acabar por fin con la duda de su existencia. El guerrillero y el hombre siguieron el intercambio de señales, que duró un largo rato, y el hombre resolvió salir de su escondite y venir hacia donde estaba el grupo, sin ademanes ofensivos con armas de fuego. Era Morales, un guerrillero que andaba en comisión por el Huila; Morales más conocido como el "aparecido", por que una tarde al intentar cruzar el Guayabero embravecido en sus aguas, en una balsa llena de armas, una de las cosas con que jalaban la balsa otros guerrilleros, desde una de las orillas, se rompió y Morales se enviajó sin quererlo al vaivén de las corrientes y duró hasta la madrugada viendo crecer el agua que salpicaba espumas, cuando dos grandes piedras como fuertes brazos aprisionaron a la balsa. Morales siguió impávido en la mitad del río sin saber qué hacer, porque no sabía nadar, ya a la espera de su destino; subieron las aguas en sus corrientes, cubriendo sus piernas,Morales adormilado por el cansancio, como hipnotizado por esa fuerza natural, que lo envolvía y parecía llamarlo por su nombre y las aguas en un arranca de compasión le golpearon la espalda y lo lanzaron ileso, a las riberas del río. Morales duró cerca de quince días para volver a la zona, y cuando apareció, por su amarillez de muerto -sobreviviá comiendo frutas salvajes, tubérculos y raíces-, por su ropa raída, por el desgonce de su cuerpo, por el ansia que demostró al comer la sopa caliente, por la misma noticia que ya había corrido de que Morales había muerto ahogado, se comenzó a decir que Morales se había "aparecido" estrenando pie de nueva vida. Nos saludamos con Morales. Entonces, le pregunté a Morales:
-¿ Quién subió hasta aquel sitio donde está la piedra grande?
-Yo fui a hacer un reconocimiento de terreno y subí hasta donde usted dice.
-¿ Ustedes dónde encontraron la rastros? -le pregunté a los muchachos.
-En la parte alta, donde está la piedra grande,cerca del barranco que sobresale, y seguimos sus rastros hasta aquí, ya cerca de las playas del río.
-Ese rastro era yo -dijo Morales. Resulta que me fui sin zapatos, porque iba en un reconocimiento. Entonces para no dejar rastros en la arena que me fueran a delatar, hice saltos largos, tan largos que solamente alcanzaba a encaramar un pie en el aire y dejaba caer otro sobre las piedras o sobre la arena y con el impulso de la caída, la huella se iba agrandando. Yo quería marcar un sola huella para despistar al enemigo.
Los compañeros con su brava conversa, ya habían convencido a otros guerrilleros de la existencia de la Patasola: Entre ellos se habían comunicado sus temores secretos. Los vi luego, desilusionados, creo que para ellos hubiera sido importante encontrar la veracidad de las huellas de la Patasola. En la cabeza existen historias que en verdad, a uno le gustaría un día verlas en la realidad.