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Hora de relevos

Dada la gravedad de la crisis con Venezuela, crecen los interrogantes sobre si el Canciller y el embajador en Caracas son los gallos para enfrentar lo que se viene.

12 de enero de 2008

Cuando el presidente Álvaro Uribe nombró a Fernando Araújo ministro de Relaciones Exteriores, en febrero del año pasado, muchas personas la calificaron como una jugada maestra. En primer lugar, redujo el impacto de la salida de María Consuelo Araújo, quien a pesar de que era una muy buena funcionaria, se vio obligada a renunciar a la Cancillería por los problemas judiciales de su papá y su hermano. Segundo, y no menos significativo, se decía que no había alguien más representativo para defender la seguridad democrática que Fernando Araújo, quien un mes antes se había fugado de las garras de las Farc. Y tercero, por su misma condición de héroe de los colombianos, era casi un imposible criticarlo. Incluso quedaron mal los pocos que se atrevieron a recordar el escándalo de Chambacú cuando era ministro de Desarrollo en el gobierno de Andrés Pastrana. No parecía apropiado atacar a un hombre que había sufrido seis años de secuestro.

Hubo algunos que cuestionaron si no era una irresponsabilidad darle las riendas de la política exterior del país a una persona que había tenido una experiencia tan única y devastadora y que había estado desconectada tanto tiempo del mundo. Muchos consideraban que era demasiado pronto el nombramiento por el normal traumatismo y el ajuste que deben afrontar las víctimas de ese flagelo.

La designación de Fernando Marín como embajador de Colombia en Venezuela a finales de 2006 tuvo mucho menos eco. Este empresario de Santander había sido también el representante del país en Malasia en 2002 y 2003. Al presentar credenciales ante el presidente Hugo Chávez, en abril pasado, Marín dejó claro su énfasis comercial: dijo que su prioridad sería trabajar conjuntamente en áreas como construcción, energía y agricultura. Dada la tranquilidad por la que atravesaban las relaciones entre Bogotá y Caracas y el hecho de que su predecesor, Enrique Vargas Ramírez, había mantenido un perfil muy bajo, el nombramiento de Marín logró pasar inadvertido. No así el de Araújo.

Por rango, el Canciller es el más importante ministro del gabinete; después del Presidente, es la voz cantante y sonante de Colombia en el exterior. Sus palabras siempre son recibidas como la posición oficial del gobierno ante la comunidad internacional. Y punto. Incluso es inusual que un jefe de Estado desautorice en público a su ministro de Relaciones Exteriores, por la señal equívoca que podría dar a otros países. Que Araújo hubiera sufrido esta indignidad a las pocas semanas de asumir el cargo, cuando el presidente Uribe lo regañó por haber comentado en Washington que los guerrilleros de las Farc que lo tenían retenido simpatizaban con Chávez, fue interpretado en ese momento como el resultado de su inexperiencia y de la costumbre poco diplomática del primer mandatario de rectificar a sus subalternos en vivo y en directo.

Pero lo que sí es insólito es que un consejero presidencial sea quien desautorice a un Canciller ante el mundo, como ocurrió esta semana. El alto comisionado Luis Carlos Restrepo salió a aclarar unas declaraciones que había dado Araújo el domingo pasado sobre la comitiva internacional que iba a acompañar la liberación de los rehenes a finales del año pasado.

El Canciller colombiano dijo que esa delegación estaba "conformada por personas que no conocen la situación colombiana ni a las Farc. Llegaron con un discurso cargado contra el gobierno y muy favorable a las Farc. El resultado de esta gestión fue malo". Agregó que el gobierno no aceptaría más misiones humanitarias a menos que fueran convocadas por Bogotá. Con sus palabras, logró ofender al ex presidente y primer cónyuge de Argentina, Néstor Kirchner; y a los gobiernos de Ecuador, Brasil, Venezuela, Bolivia, Cuba y Francia, que habían enviado un delegado cada uno. Todos reaccionaron indignados y pidieron explicaciones. Argentina manifestó su "asombro y sorpresa" y que era contradictorio con lo dicho por Uribe a las delegaciones el 31 de diciembre. Una fuente de la Cancillería argentina le comentó a la prensa local que Araújo representaba la línea intransigente del gobierno en el tema del intercambio humanitario.

Por su parte, el asesor especial para Asuntos Internacionales de la Presidencia brasileña, Marco Aurelio García, dijo que "no corresponde a las posiciones del presidente (Álvaro) Uribe. Creo que falta entendimiento dentro del gobierno colombiano". Frente a este pequeño tsunami político, Uribe le pidió al comisionado Restrepo corregir el camino y calmar las aguas. Lo logró, pero a un costo altísimo para la credibilidad del Ministro ante sus pares en el concierto latinoamericano, en momentos en que Colombia necesitará adelantar una ofensiva diplomática por toda la región para contrastar a Chávez. También ha sido evidente en estos días que su relación con su homólogo venezolano, Nicolás Maduro, nunca cuajó: el mismo Canciller colombiano se quejaba hace unas semanas de que Maduro no le devolvía las llamadas.

De igual forma, hay indicios de que la relaciones entre Araújo y la embajadora de Colombia ante la Casa Blanca, Carolina Barco, tampoco fluyen, después de la controversia sobre las labores que ejercía el hijo del Canciller en Washington y el despido de la consejera de prensa por parte del ministro. Dado el papel esencial que podría jugar Estados Unidos en la disputa con los venezolanos, esta falta de comunicación entre dos funcionarios clave no es exactamente un generador de confianza y preocupa en momentos críticos para la aprobación del TLC.

Durante su tiempo en la Cancillería, Araújo ha demostrado ser un hombre inteligente y trabajador y se adaptó mejor de lo que esperaban algunos. Su nombramiento tenía una sola dimensión: ser el símbolo de las atrocidades de las Farc y transmitirle al mundo entero su extraordinaria experiencia. Esa función ya se cumplió a cabalidad.

Sin embargo, dados la gravedad de la crisis con Venezuela y los episodios que han ocurrido los últimos meses, hay que preguntarse si es la persona más indicada para esta delicada coyuntura.

Igual ocurre con el representante en Caracas, el embajador Fernando Marín. Su discreción y posiblemente falta de experiencia diplomática lo han hecho invisible ante la opinión pública en estos momentos, cuando el país entero tiene sus ojos puestos en el vecino país. En las circunstancias actuales, ese cargo es de calibre ministerial o hasta de ex presidente. En la diplomacia, la representatividad de la persona es tan importante como su gestión.

En los difíciles días que vienen por delante, Colombia necesita al frente de la diplomacia con Venezuela personas con amplia experiencia y peso propio. Hay cargos en el Estado que permiten un largo período de transición para los nuevos ocupantes; la cancillería y la embajada en Venezuela no son precisamente dos de ellos.