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¿Impunidad en la para-política?

Varios congresistas decidieron renunciar a su investidura para hacerle el quite a la Corte. ¿Dejará la Fiscalía morir el proceso?

31 de marzo de 2007

El proceso de la para-política se le está saliendo de las manos a la Corte Suprema de Justicia. No porque sus magistrados hayan sido incapaces de sacarlo adelante, sino porque los congresistas que están bajo su investigación por presuntos vínculos con grupos paramilitares empezaron a desfilar hacia la Fiscalía en busca de un camino más favorable para enfrentar las acusaciones. Se sienten más tranquilos en el búnker que en el Palacio de Justicia. Si crece la fila de transeúntes se producirá un giro que abre grandes interrogantes sobre el futuro de las investigaciones.

Para empezar, se siente un evidente frenazo. La Corte Suprema venía embalada. Había creado una unidad especial de investigación y había tomado decisiones que demostraban una actitud severa e inflexible: metió a la cárcel a seis congresistas, sin escucharlos en versión libre, y llamó a declarar a todos los firmantes del Pacto de Ralito entre un grupo de políticos y los principales jefes paramilitares en julio de 2001. Iba con todo. La Corte había asumido muy en serio su papel de examinar el tercero de los grandes escándalos de penetración de la mafia del narcotráfico en la sociedad colombiana, después de la lucha contra los carteles de Medellín y Cali en los años 80, y del proceso 8.000, en los 90.

Un eventual traslado hacia la Fiscalía, si más congresistas involucrados optan por esta alternativa, podría bajar el ritmo de los procesos mientras se definen los nuevos métodos de trabajo y se hacen los traslados de las pruebas acumuladas. Hacia el futuro podrían aparecer demoras adicionales por la acumulación de casos en el gigantesco búnker. Y eso sin tener en cuenta la susceptibilidad de los antiuribistas radicales de que se 'active la demora' por parte de una Fiscalía comandada por un jefe que proviene del gobierno -Mario Iguarán fue viceministro de Justicia durante el primer período de Uribe- y que deberá investigar a miembros del Congreso que en su inmensa mayoría forman parte de la bancada uribista.

De otra parte, si la Fiscalía decide acusar a los congresistas, entrarían a actuar jueces de sus regiones para dar el fallo final sobre su culpabilidad o su inocencia. Lo cual genera prejuicios sobre la capacidad de los parlamentarios para ejercer presión, sobre la dilación de los procesos en el tiempo y sobre las conocidas demoras de la justicia ordinaria para actuar. En el caso de Dragacol, para citar sólo un ejemplo, las investigaciones llevan siete años y todavía no hay sentencias definitivas. ¿Se frenó la para-política? ¿Se acabó? ¿Cuáles son las perspectivas si la antorcha de la justicia pasa de la Corte a la Fiscalía?

El giro de la para-política empezó el pasado 27 de marzo. La sesión plenaria del Senado fue interrumpida en forma sorpresiva con la lectura de una carta del senador Álvaro Araújo, actualmente preso en la cárcel La Picota de Bogotá por decisión de la Corte. Su objetivo principal era anunciarle a la presidenta de la corporación, Dilian Francisca Toro, que renunciaba a su curul. Con esa decisión, Araújo busca dejar de lado el fuero que establece la Constitución para los congresistas acusados de haber cometido algún posible delito: el privilegio de ser juzgados por la máxima entidad de la justicia, la Corte Suprema. Al perder esa prerrogativa, deberá someterse al mismo procedimiento que tendría que seguir cualquier ciudadano: presentar sus argumentos ante la Fiscalía General para que avalúe si debe llamarlo a juicio o no. Y en caso de que lo haga, acudir con su abogado defensor ante un juez común que, después de oír a las dos partes, definirá su inocencia o su culpabilidad.

La carta del ex senador Araújo está llena de quejas. Argumenta que le hace el quite a la Corte, en contra de su voluntad inicial, porque ha llegado a la conclusión de que en esa dependencia no tiene garantías. Dice que la sala penal, que estudia su proceso, no ha practicado pruebas solicitadas por él (básicamente recibir algunos testimonios), que se apresuró a meterlo a la cárcel sin oírlo previamente, y que ha escuchado testigos en su contra sin su presencia. En síntesis: se va para la Fiscalía, y tomará el camino normal que se aplica a todo el mundo, porque cree que allí tiene más asegurado el debido proceso. Araújo también había pedido que su caso fuera tratado en forma independiente, pues hasta ahora los parlamentarios acusados de para-política están siendo juzgados en bloque. Como la Corte no aceptó separarlo y juzgarlo en forma individual, él lo hizo mediante su decisión de irse para la Fiscalía.

A pesar de que estos acontecimientos tienen un tinte leguleyo y técnico, sus implicaciones son de alcance largo y profundo. SEMANA pudo establecer que otros de los congresistas detenidos están considerando asumir la misma posición de Araújo y también renunciarán a sus curules para salirse de las manos de la Corte y cobijarse, más bien, en las de la Fiscalía. Hasta ahora sólo Juan Manuel López y Reginaldo Montes han manifestado que no renunciarán al fuero. Sobre todos los demás hay una incógnita. Desde diciembre pasado ya había hecho lo mismo el representante Jairo Merlano, de Sucre, actualmente detenido en la cárcel de Zipaquirá. Hay varias razones procesales que conducen a la conclusión de que esta alternativa es más favorable para los acusados, y que ese punto de vista lo comparten los abogados que han asumido las defensas de los congresistas.

La Corte y la Fiscalía actúan con dos sistemas totalmente diferentes. En realidad, que la Corte Suprema juzgue a alguien es sólo una posibilidad excepcional. Su papel natural es actuar como última palabra en los casos de los ciudadanos que ya han sido juzgados, en primera instancia, por jueces y, en segunda, por Tribunales Superiores. Pero la Constitución establece un fuero especial para los congresistas y para los más altos funcionarios del Ejecutivo y del Poder Judicial: que los juzguen los magistrados de la Corte. Un privilegio, justificado en la majestad de los altos cargos, porque se trata de un cuerpo colegiado -y no de un juez que actúa en forma individual- y por el alto nivel profesional, ético y técnico que suelen tener los magistrados de la Corte Suprema. En el caso de los congresistas, este privilegio les fue otorgado por la Constitución de 1991 en reemplazo de otra figura, muy controvertida, que contemplaba la Carta de 1886: la inmunidad. Ningún senador o representante podía ser juzgado a menos que así lo estableciera la mayoría de sus colegas en el Congreso.

El fuero, sin embargo, también tiene desventajas. La más protuberante es que por tratarse de la máxima autoridad, no existe otra ante la cual se puedan apelar sus fallos. Sólo hay una instancia. Y existe otra dificultad: el carácter inquisitivo que tiene la Corte. El mismo grupo de magistrados decide si abre un proceso, si el afectado debe estar preso durante la investigación, reúne las pruebas, llama a juicio y finalmente dicta la sentencia. En el sistema ordinario cada una de estas etapas las hace una entidad diferente: la Fiscalía investiga y acusa, los jueces fallan, y estas decisiones son apelables ante tribunales superiores y finalmente, ante la Corte. Lo contrario les sucede a los congresistas que dejan su destino en manos de la Corte. Consideran que una vez esta tomó la primera decisión -detenerlos mientras los investiga-, ya definió su criterio sobre sus conductas y lo seguirá aplicando en los dictámenes que faltan, hasta llegar a la condena, pues al fin y al cabo, en cada instancia las mismas personas toman las decisiones. Eso hace que se sientan sentenciados desde ahora. En cambio, por el camino ordinario, cada vez que se cumpla una etapa, otras personas volverán a calificar las pruebas.

Es muy probable que más congresistas renuncien a sus curules. Pagarán un precio político al perder sus investiduras y asumir una imagen de manipuladores de la justicia que le hicieron el quite a la Corte porque tenían rabo de paja. No obstante, para alguien que está en la cárcel, y en riesgo de ser condenado, estos aspectos pierden importancia. Compensan la pérdida de imagen al asegurar una doble instancia, es decir, la posibilidad de apelar cada uno de los fallos. También lograrán demorar los procesos para que las decisiones de fiscales y jueces no sean tomadas al calor del momento más álgido del escándalo de la para-política ni en el momento de mayor expectativa de los medios de comunicación. Y finalmente podrían aspirar a que los jueces de sus regiones -en la justicia ordinaria los casos van al lugar donde se cometieron los hechos- tengan en cuenta a su favor sentimientos de coterráneos.

Independientemente de estas consideraciones, el giro del escándalo tiene mala presentación y debilita el funcionamiento de la justicia. Frente a la comunidad internacional, que sigue con lupa el proceso, los cambios en las reglas de juego despiertan sospechas de manipulación y tropicalismo. Sin embargo, desde el punto de vista de los intereses de los acusados, el cambiazo de la Corte por la Fiscalía tiene toda la lógica del mundo. No están violando ninguna norma y se están acogiendo a procedimientos legales en los que tienen más juego.

Desde el punto de vista jurídico, no es absurdo que los congresistas sigan el mismo proceso previsto para los demás ciudadanos. La propia Corte Suprema ha contribuido, con sus decisiones, a definir que los parlamentarios que renuncian a sus curules pierden el fuero y deben ser juzgados por la justicia ordinaria. En diciembre pasado sentenció que Luis Carlos Ordosgoitia, ex representante conservador por el departamento de Córdoba que firmó el pacto de Ralito, debía ser investigado por la Fiscalía por el hecho de que ya no es congresista. Falta ver si ahora, en el caso de Araújo, la Corte vuelve a dar esa misma interpretación. Más de uno piensa que con esta medida les abrió la puerta a los demás para irse al búnker, pues no era totalmente claro que la renuncia a la curul significara en forma automática la pérdida del fuero. El tema había sido tratado en otros escenarios. El año pasado se alcanzó a estudiar un proyecto que establecía la doble instancia para los casos de congresistas que tuvieran que ser juzgados por la Corte. Se hundió, en medio de comentarios de prensa que criticaban la medida como demasiado favorable para los padres de la patria. Paradójicamente, una reforma de esa naturaleza los habría podido mantener en manos de la Corte Suprema. Lo cierto es que no es totalmente coherente que se conserve el procedimiento inquisitivo excepcional para los altos funcionarios justo cuando en forma gradual se está poniendo en marcha el sistema acusatorio cuya columna vertebral, precisamente, es la separación de la entidad que investiga y acusa -la Fiscalía- de las que definen la libertad o la detención de los procesados y dictan las sentencias, que son los jueces.

La Fiscalía, además, tiene algunas ventajas. Su enorme aparato implica que tiene más personal disponible. Su capacidad de investigación es más sofisticada y fuerte que la de la Corte Suprema. Y podría, con mayor versatilidad, trasladar pruebas y testimonios de algunos casos a otros en los que pueden ser relevantes. A diferencia de los magistrados de la Corte, los fiscales que se asignen pueden tener un manejo más directo y no lo delegarán a magistrados auxiliares, como sucede en la Corte. No es una coincidencia que el abogado de Álvaro Araújo, Carlos Gálvez, salió de esta última, de la cual fue magistrado hasta hace seis meses.

Tampoco se debe olvidar que hace una década, durante el proceso 8.000, se presentó una situación semejante a la actual. María Izquierdo renunció al Congreso con argumentos muy parecidos a los que acaba de esgrimir el ex senador Álvaro Araújo. Lo paradójico es que ella, y otros que la siguieron, al final fueron condenados. En sus procesos obtuvieron beneficios a cambio de información que el fiscal de la época, Alfonso Valdivieso, pudo utilizar contra otros congresistas procesados. Esta fórmula es impracticable en el régimen inquisitivo de la Corte.

Naturalmente, el giro en el proceso de la para-política significa un descomunal desafío para la Fiscalía y para su jefe máximo, Mario Iguarán. Nunca, como ahora, había estado realmente en juego su independencia frente a un gobierno del cual formó parte. En todo caso, la presidencia de Álvaro Uribe, en sus últimos tres años, de alguna manera dependerá de las definiciones judiciales sobre las relaciones de los miembros de la bancada gobiernista con grupos paramilitares. En la Casa de Nariño siguen con ansiedad y atención los avatares de la para-política. Y ahora todo dependerá de alguien que un día fue subalterno del Presidente.

Se ha producido un revolcón inesperado en uno de los procesos judiciales más trascendentales de la historia reciente. Lo cual despierta temores y suspicacias. Puede ser prematuro desecharlas, pero tampoco sería prudente firmarle partida de defunción al escándalo de la para-política. Lo que sí es un hecho es que los protagonistas y los libretos están cambiando. La Fiscalía puede llegar a ser más determinante que la Corte. Y hasta ahora existía la percepción de que esta última había puesto un punto muy alto. ¿Dará, la Fiscalía, la talla?