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| Foto: archivo Semana.

CRÓNICA

Los habitantes de la calle del remordimiento

Entre 500 y 800 habitantes de Cartagena viven en la calle, la mayoría por las drogas.

Julia Alegre
1 de agosto de 2014

Dairon Martínez Leresma no apartó la mirada en ningún momento, pero sus ojos se encharcaron. “¿Sabes lo que es que otra persona te mire por encima del hombro?, aunque uno no sea una persona mala; aunque uno no se meta con los demás”. Tiene 30 años, cara de niño dicharachero y es adicto a la cocaína. Cada noche acude al centro Lazos de Amor y Esperanza, en el barrio El Prado, para buscar refugio. Es uno de los cientos de habitantes de la calle que sobreviven en Cartagena.

Lleva dos meses acudiendo al ‘hogar de paso’, que gestiona la fundación del mismo nombre. Entra a las seis de la tarde y sale a las ocho de la mañana, tras calmar el hambre con la cena y el desayuno que le sirven. Durante el día, el tétrico albergue con aspecto de prisión y las altísimas vallas que lo cercan se mantienen cerrados.

Le está terminante prohibido consumir ahí dentro. Normas de la casa. “Se les registra al entrar y salir. Si les encontramos con droga en el interior, son sancionados con dos o tres días sin poder venir. Todos vuelven a pedir perdón, la calle es muy dura”, cuenta Wilberto Valdelamar, fundador de la institución.


Su coqueteo con las drogas comenzó en la adolescencia, cuando probó la marihuana animado por los amigos del barrio y una situación familiar difícil. “Yo no alcancé a conocer a mi madre. Mi padre la mató por celos. Fueron nueve puñaladas. No le metieron en la cárcel porque mi abuelita le dejó su muerte a Dios”. Resignada con la muerte de su hija, ella fue quien le crió hasta los 14 años; hasta que los gastos de su manutención le ahogaron y tuvo que echarle.

Leresma volvió al hogar familiar, donde el presunto asesino convivía con su nueva mujer. “Yo le guardaba resentimiento por lo que le hizo a mi madre. No le respetaba. Me sentía libre de hacer lo que quisiera y probé las drogas. Al principio no le veía ningún problema, pero la ilusión que te aportan es un puente para probar las demás”.

Dos años más tarde, con un hijo a sus espaldas (ahora tiene tres, uno de 15 años, otro de nueve y el último de nueve meses), una relación inestable de idas y venidas con la madre del pequeño, un trabajo como vendedor ambulante y una adicción acentuada a la cocaína, acabó haciendo de la calle su hogar. Tenía 16 años. “La vida es complicada. Quería ser abogado, era mi sueño, pero yo mismo me afecté al hacer cosas que no debía; ignorancia de niño”, dice sin dejar de mirar a los ojos.

Leresma es uno de los 510 indigentes que vagan a diario por las calles de Cartagena, según el último censo de 2012 que maneja Milciades Osorio, coordinador del Programa de Habitantes de la Calle.

Valdelamar, quien gestiona los fondos (30 millones de pesos mensuales) que recibe de este departamento dependiente de la Alcaldía para mantener el centro y atender a los que ahí se resguardan, habla de entre 700 y 800 indigentes. De estos, el 98% son hombres. El resto son mujeres.

Los barrios que rodean la zona histórica de Cartagena, a excepción de Bocagrande, son los mayores “productores” de indigentes de la ciudad (un 55%), según Osorio. El resto proceden de la Costa o del interior del país. Sólo un 1 % son extranjeros. En su mayoría, provienen de hogares disfuncionales, de una realidad familiar ligada a la pobreza, la precariedad y, en algunos casos, a la violencia intrafamiliar. Las drogas se convierten en la salida más lógica para superar los problemas, y la más accesible. Es la causa que más se repite para explicar por qué estás personas acaban viviendo en la calle. Solo el 20 % logra reinsertarse a la sociedad y superar la adicción.

“Mi casa es la calle. Vuelvo al refugio a dormir y regreso a la calle. No podría vivir sin la calle. Donde he aprendido a ganarme la plata es en la calle”, explica el indigente mientras mueve nerviosamente sus piernas. Es ahí, más concretamente en la Avenida Pedro de Heredia, donde ha trabajado la mayor parte de su vida de limpiavidrios, su trabajo más duradero hasta el momento, durante años. Cada día, conseguía reunir entre 20.000 y 30.000 pesos. Pero no importaba, “porque en la noche me quedaba sin nada, ni para comida”.

Ahora es vendedor de golosinas en los colectivos que recorren esta congestionada calle principal de este a oeste, y al revés. Su horario laboral coincide con la hora en el que el refugio Lazos de Amor y Esperanza cierra sus puertas. Su salario sigue siendo el mismo, solo que ya no lo invierte todo en droga. “Ahora me drogo, pero menos. Antes lo hacía con cocaína, ahora los últimos días solo con marihuana, que no te destruye como la otra droga”, se excusa.

La vida del cartagenero es una de las cientos de historias que se repiten en el refugio. Su compañero Harbey Ortiz Solís, también de 30 años, cuenta una historia prácticamente idéntica a la de Leresma. Pero lo hace bajo el influjo de las drogas, sin la lucidez del primero. “Consumo marihuana, cocaína, pastillas y, de vez en cuando, fumo bazuco, que se hace con los residuos de la coca. Me gusta la droga, me monta en otro mundo y me olvido de la realidad. Pero quiero cambiar de vida, tener un buen trabajo y una familia. Pero no tengo una mano amiga que me ayude”, explica con la mirada perdida. Lleva en la calle desde los 19 años.

Ninguno de los dos habla de felicidad. Pero coindicen en recalcar que el refugio de Wilberto Valdelamar es un paso que les acerca más a su objetivo. Por lo menos, “cuando estoy aquí encerrado no puedo consumir”, dice Ortiz. Leresma, por su parte, tiene la esperanza puesta en Dios: “Si él me ayudó a llegar a este sitio que me ha dado tranquilidad, será por algo”.
Pero la entereza que demuestra cuando habla de cambiar de vida le dura poco. Una lágrima le recorre la mejilla. Ya no mantiene la mirada. “Por las noches, el remordimiento de culpa no te deja en paz. Nunca te deja en paz".