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En diferentes ocasiones, brigadas de Bienestar Familiar tienen que ir en helicóptero hasta los resguardos indígenas para socorrer casos extremos de desnutrición. Los niños son trasladados a hospitales de Quibdó y en casos de vida o muerte, como el de Sorgelio, deben ser remitidos hacia Medellín

DRAMA

'Infanticidios' en Chocó

Un defecto físico se puede convertir en una condena a muerte para un bebé indígena. En los aterradores casos que SEMANA registra se revela que no se trata sólo de una tradición. También por la miseria sus padres los abandonan a la ‘madre tierra’.

17 de octubre de 2009

Porcelina comenzó a llorar frente a las enfermeras y a ocultarse los senos que tenía llenos de leche materna. Quería salir del hospital de Quibdó y dejar a Dérmison, un bebé de un año, solo en la camilla: “Yo no querer hijo, yo no querer hijo”, repetía enfadada con el escaso español que aprendió en su comunidad de Pizarro en el Alto Baudó. Dérmison también lloraba. Había nacido con retardo mental, estaba con desnutrición crónica y apenas podía moverse de un lado para otro sobre la sábana de urgencias. Todo el personal de pediatría completaba ocho días insistiéndole a la mamá que lo alimentara, lo cargara y le diera un abrazo. Pero la escena del lloriqueo se repitió hasta hace 12 días, en el aeropuerto de la capital chocoana, cuando trasladaron al niño hacia el Hospital San Vicente de Paúl, de Medellín. El médico había dado la orden de intervenirlo de manera urgente para salvarle la vida.

Hoy está en recuperación en la habitación 210 del San Vicente. Tiene una madre sustituta que lo visita a diario y está pendiente de su salud. Se sabe poco sobre su futuro. Porcelina regresó a su comunidad y es muy posible que no quiera recordarlo. Para algunos padres indígenas engendrar un hijo con labio leporino o sin un brazo o con una pierna más corta que la otra o bizco o con problemas mentales es una condena, un castigo de los dioses, que no pueden aceptar. Bienestar Familiar de Chocó está acostumbrado a este tipo de situaciones y una muestra de ello es que las 50 cunas de sus centros de recuperación nutricional (CRN), donde llegan los niños menores de 6 años en estado crítico, están ocupadas un 80 por ciento por indígenas.

Según Tulia Paz, trabajadora social de Bienestar, a la semana llegan dos o tres niños indígenas desnutridos que son rechazados por tener defectos físicos. Y a pesar de los esfuerzos de los médicos y las enfermeras, algunas veces los llevan en un estado tan lamentable, que mueren en poco tiempo. En otras ocasiones las mismas creencias ancestrales de las comunidades no permiten que se intervengan a los niños con la medicina tradicional. Fue el caso de Sorgelio, un niño de la comunidad del Bajo Baudó con casi 2 años de edad y en la fase terminal de desnutrición. Para poder salvarlo, tuvo que ir en helicóptero hasta el resguardo una comisión integrada por la Comisaría de Familia, el Ejército, Bienestar Familiar y nutricionistas del hospital. Estaba a pocas horas de morir. Finalmente la mamá cedió sólo porque el gobernador indígena la convenció. El niño fue trasladado a Medellín y logró salvarse.

Para Omaira Cabrera, indígena embera y coordinadora del programa de salud indígena del departamento, el problema más grave ahora es que las mamás indígenas están acostumbradas a tener hijos y regalárselos a Bienestar Familiar. Todas las semanas la llaman al teléfono desde las regiones más escondidas de la selva chocoana para informarle casos críticos de bebés abandonados. “Me timbran y me chantajean porque me dicen que si no voy por el bebé, lo dejan morir”. Esta práctica es ancestral y tiene que ver con las creencias cosmológicas de algunas comunidades, según Omaira, antes los padres revisaban al niño tan pronto salía del vientre materno y si le veían algún defecto, lo acostaban bocabajo sobre la placenta hasta que se ahogara. El trabajo educativo de enfermeros y otros especialistas de la salud ha hecho que ahora se eviten algunas muertes pero aumenten los casos de adopción. “La madre tierra fue reemplazada por la madre Riquilda”, dice Omaira, para referirse a la mujer encargada de las adopciones en la sede de Bienestar Familiar en Quibdó.

También ocurre que a las enfermeras del hospital o de los CRN les toca hacer las veces de vigilantes ya sea porque las madres sienten tal rechazo hacia sus hijos que tratan de escaparse o porque se las ingenian para entrar a sus propios chamanes o hierbateros para que recen, soben y les den brebajes a los niños. “En ocasiones –cuenta la doctora Marcela Rentería– para que no se lleven a los bebés nos toca ceder y dejamos que entren los hierbateros, pero con una condición: que sólo los recen y nos les den nada de beber”. Es la única forma, cuenta ella, de que las mamás se calmen un poco.

Aunque en Chocó no llevan un registro juicioso de las muertes infantiles por hambre, algunas nutricionistas y enfermeras que viajan cada mes en la unidad móvil por los pueblos y caseríos del departamento, sostienen que el subregistro de muertes en las comunidades indígenas es dramático. Hay comunidades tan afincadas en la selva a dos, tres y hasta cuatro días de camino de un casco urbano, que es prácticamente imposible llegar hasta ellas.

Hace tan sólo tres meses fue entregado en adopción Dilan, un niño de la comunidad de Tutunendo que nació sin un brazo y con los dedos de las manos pegados. Sus padres pensaron que era un enviado del demonio y, según la trabajadora social que atendió el caso, iba a ser quemado en agua caliente. Dilan se salvó gracias a una profesora que trabaja cerca de la zona y que logró advertir a la Policía para que lo rescataran. El niño, aparte de sus limitaciones físicas, presentaba un alto grado de desnutrición. Hoy Dilan vive en Suiza.

Pero no todos corren con buena suerte. A comienzos de este año un papá indígena llegó a CRN de Tambo, Chocó, con su hijo de brazos. Al niño se le estaba cayendo el cabello y presentaba heridas en la piel, síntomas de una desnutrición severa. Además, según los especialistas que lo atendieron, sufría de retardo mental. El niño tuvo que ser remitido de inmediato al centro hospitalario de Quibdó. A los tres días, el papá decidió retornar a su resguardo con la excusa de que debía casar a su otra hija, de 12 años, quien se había quedado con la mamá. Alegaba que debía regresar con su niño cuanto antes. Los médicos tuvieron que llamar a la Defensoría del Pueblo y al gobernador indígena para que fueran testigos del estado del menor y de la decisión del papá. El señor nunca regresó y, a los pocos días, el niño murió desnutrido en su comunidad.

Sin embargo, un grupo de investigadores especializados de la Universidad de Antioquia, que han trabajado este tema considera que dentro de todos los problemas que aquejan a las comunidades indígenas en el país, el del ‘infanticidio’ es el que menos importa: “Es muy delicado pensar que porque el indígena, por su cultura, busca darles ventaja a los niños dotados y más aptos para sobrevivir, entonces se piense que son comunidades salvajes”, dice una de las investigadoras. Lo más importante, agrega, es saber cuáles son las condiciones en las que viven, por qué cultivan menos, por qué cazan menos y por qué nacen hoy más niños con deficiencias físicas que antes. “No podemos limitarnos –puntualiza la investigadora– a satanizar a estas familias”.

Historias con final feliz como las de Dilan, Sorgelio o Dérmison, infortunadamente no son la mayoría. Hay comunidades alejadas que no sólo siguen practicando esta tradición por cultura, sino por necesidad.