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FISCALÍA“Íngrid me acarició la mejilla, pero yo lo sentí como una cachetada… y luego le agradeció a la tierra entera, pero nunca pronunció mi nombre”, escribió Juan Carlos Lecompte en su libro sobre el rompimiento con ella. | Foto: AP

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Íngrid y Juan Carlos, del amor profundo a la guerra total

Cómo una historia de amor que conmovió al país terminó en una batalla campal en los estrados judiciales. Reportaje de SEMANA.

25 de abril de 2015

El día que Juan Carlos Lecompte e Íngrid Betancourt se casaron se hicieron el mismo tatuaje. Entre cientos de motivos eligieron la tortuga, símbolo de un amor eterno. Él se tatuó la mitad en su pie derecho y ella en el izquierdo, de modo que cuando se unían ese reptil se veía completo. Ambos retrataron en sus libros el recuerdo de ese día en una playa de Tahití en la que sellaron el compromiso de estar juntos para siempre. “Nos casamos en pleno océano Pacífico y según el rito de la Polinesia: un matrimonio bíblico, fuera del tiempo en donde el futuro esposo surge al ritmo lento de una piragua, como si por espacio de un día se nos hubiera dado la gracia de remontar al origen de la vida, antes que los hombres traicionaran su inocencia”, escribió Íngrid en su libro La rabia en el corazón.

La guerra en Colombia acabó con ese idilio. Un disparo fulminante cayó sobre esa unión el 23 de febrero de 2002 cuando las Farc secuestraron a Íngrid. De los más de 13 años que estuvieron casados, seis años cuatro meses y nueve días ella los pasó en la selva, en un infierno de 2.321 días que conmovió a Colombia y al mundo. Durante ese tiempo Lecompte cargó un dummy de ella, que era su forma de decir que lucharía por ese amor que los unía. Por eso, en medio del espectacular operativo de rescate que le devolvió a Íngrid la libertad, el 2 de julio de 2008, a muchos les sorprendió su frío saludo, filmado por cámaras de televisión del mundo entero, con el que se podía vislumbrar en sus miradas que esa historia de amor casi épico no tendría un final feliz.

Betancourt y Lecompte llevan seis años enfrascados en un divorcio lleno de intrigas, ataques y acusaciones de infidelidades mutuas tanto en el monte como en la ciudad. La semana pasada, la disputa pasó a otro nivel cuando el publicista y su abogado, Helí Abel Torrado, fueron a la Fiscalía a denunciar a Íngrid penalmente por supuestamente haber ocultado los bienes en la liquidación de la sociedad conyugal. ¿Cómo una pareja que al parecer se quería tanto, que simbolizó la fuerza del amor en medio de la guerra, y que sobrevivió a la pesadilla de un secuestro eterno terminó en los estrados judiciales sacándose los trapos al sol?

La relación entre Betancourt y Lecompte está tan llena de pasión como la vida que tuvo  ella en la política. Según cuenta él, en su libro Íngrid y yo, una libertad dulce y amarga, hablaron por primera vez en 1995 en una cabalgata en una finca en las afueras de Bogotá. Como ella no tenía carro y estaba con su hijo pequeño, él se ofreció a acercarla a su casa. Una vez en Bogotá, Lecompte aprovechó para llevarla a dar una vuelta en moto. Pararon a tomarse un café y en la mesa él le escribió en un papel todas las razones por las que creía que ella había aceptado la invitación. Esa tarde se dieron el primer beso.

Lecompte, Betancourt y sus dos hijos de un antiguo matrimonio formaron una nueva familia. Se volvieron un equipo en todo. Pasaron vacaciones en el parque Tayrona y, según cuenta ella en su biografía, “hacemos castillos de arena, recogemos conchas, jugamos con los niños en las olas enormes”. Mientras en su vida personal había amor y complicidad, en la profesional imperaban la solidaridad y el esfuerzo: durante el escándalo del proceso 8.000, siendo ella una congresista combativa contra el presidente Ernesto Samper, él la ayudó con sus debates en el Congreso e incluso le mandó a hacer la camiseta del elefante que usaba en los peores momentos de ese episodio.

Pero el tenso ambiente político y los problemas de seguridad la hicieron tomar la decisión de enviar a los niños a vivir con su papá, un diplomático francés que vivía en Nueva Zelanda. En el viaje de regreso, Juan Carlos le propuso matrimonio. “¿Cómo podría él expresar mejor que está conmigo, enamorado, pero también solidario dispuesto a seguirme hasta el final del camino?”, escribe ella en su libro.

La pareja se casó en Moorea, una isla volcánica en la Polinesia francesa, el 30 de enero de 1997. Y luego por lo civil en Bogotá el 17 de octubre en una ceremonia en la que Íngrid lució el mismo vestido de novia de su madre, Yolanda Pulecio. “Ahí comencé una historia de amor con una mujer excepcional. Siempre fui consciente de eso”, escribe Lecompte en su biografía. Los años siguientes fueron dorados. Íngrid obtuvo la más alta votación al Senado y se convirtió en la estrella naciente de la política, una Juana de Arco criolla para algunos por sus batallas contra la corrupción. Mientras tanto él también tenía una carrera destacada como director creativo de Toro Publicidad.

La vida de la pareja cambió nuevamente en 2002 cuando ella se lanzó a la Presidencia y él renunció a su trabajo para acompañarla. Lecompte le montó una campaña polémica, en la que ella repartía Viagra “para parar a Colombia, a los corruptos y a la violencia” , que se acabó cuando el Invima le prohibió usar el medicamento. Ante ese tropezón, juntos armaron una chiva, la llenaron de bombas de colores y se fueron a recorrer Colombia con la esperanza de que Íngrid llegara a la Casa de Nariño.

La guerra acabó de un tajo con esa aventura. Parodiando a José Eustasio Rivera, Íngrid jugó su corazón al azar y se lo ganó la violencia. La excandidata viajó al Caquetá, al corazón de la zona de distensión, dos días después de que el presidente Pastrana terminara con el proceso de paz. Mientras iba en carro rumbo a San Vicente del Caguán –pese a la advertencia de muchos– un retén de las Farc la paró y se la llevó a las entrañas de la selva.  Juan Carlos había despedido a su esposa en la madrugada. Ella había salido tan rápido que dejó una peinilla en el baño y el reloj Cartier que le había regalado su exmarido francés en la mesa de noche. Según relata él en el libro, durante el secuestro nunca movió esos objetos, para que todo estuviera “como si nunca se hubiera ido”.

El secuestro de Íngrid adquirió tal dimensión mediática y simbólica que se convirtió para él en un trabajo de tiempo completo. Lecompte no solo diseñó el dummy con el que Colombia lo identifica, sino que desplegó toda una campaña estratégica, junto con la familia de ella, para presionar su liberación. Desde una avioneta tiró a la selva más de 25.000 fotos de los hijos de Íngrid de modo que ella pudiera ver cómo habían crecido. Se tatuó el rostro de su mujer en el brazo. Lo llevaron preso por tirarle boñiga al Congreso. Se fue a buscarla a la selva brasileña cuando las Farc engañaron al gobierno francés con una liberación falsa. Y en una columna de prensa hasta le ofreció a la guerrilla canjearse por ella.

Mientras el mundo registraba el clamor de su familia, y la lucha incansable de su esposo, de Íngrid se sabía muy poco. En la primera prueba de supervivencia, ella le envió un mensaje a su marido. “Juanqui: te amo, y el amor como el agua siempre encuentran su ruta y su sendero”. El segundo portador de noticias fue John Frank Pinchao, el soldado que logró escapar del cautiverio. “Él me dijo ‘espérala’. Me contó que Íngrid recortó mi foto de un periódico y que tenía como un altarcito con esa imagen”, contó Lecompte en un reportaje en SoHo.

Pero todo cambió en los últimos años del cautiverio. En la conmovedora carta que ella le envió a su madre incluyó a Juan Carlos en los saludos de “aquellos seres que son mi luz, mi oxígeno, mi vida”, pero luego no hizo ninguna mención de él. Al final remata diciéndole a su mamá “también he pensado que si mi apartamento está vacío y si no se pagan las cuotas, por qué no te vas para allá? Por lo menos eso sería una preocupación menos”. Esa escueta frase desde la profundidad de la selva fue interpretada como un indicio de que algo se había roto entre ellos.

Lecompte ha contado que una psicóloga de País Libre le ayudó a entender que recuperar su relación con Íngrid iba a ser muy difícil. Le había advertido que un secuestro puede dañar hasta el más fuerte de los compromisos porque reúne a dos personas que por cuenta del sufrimiento ya no son las mismas. El día del memorable reencuentro entre los dos, luego de la Operación Jaque, él recordaría esa advertencia como si fuera un relámpago en el alma.

La imagen de ambos ante los ojos del mundo aún da de que hablar. “Íngrid me acarició la mejilla, pero yo lo sentí como una cachetada… y luego le agradeció a la tierra entera, pero nunca pronunció mi nombre”, escribió él en su libro. Esa noche la pareja se fue para la casa de la mamá de ella, y solo hasta la madrugada ambos pudieron hablar media hora. Ella le entregó una pulsera que le había hecho en cautiverio y le pidió que le trajera alguna ropa. Desde ahí nunca más volvieron a estar solos. “La separación con mi esposa fue fría como un glaciar. Sin emoción. Brutal”, escribió él a propósito de ese momento.

Pasaron muchos meses para que Betancourt contara sus razones para esa ruptura. Luego de su rescate la excandidata presidencial se fue a vivir a Oxford para estudiar teología y ha sido muy prudente y discreta con su vida privada. En una entrevista al diario The Guardian cuenta que en el momento del reencuentro, su exmarido le preguntó “¿Puedo seguir viviendo en tu apartamento?” (aunque él siempre ha negado esto). Agregó que mientras estaba en cautiverio escuchó a varios periodistas referirse a Lecompte como su ‘exmarido’  y comentar de su ‘nueva vida’. “Cuando volví de la selva, no sabía qué iba a encontrar. ¿Qué puedo decir? No puedo juzgarlo… Es un gran hombre lleno de vida que perdió a su esposa y ella solo regresa seis años después. Claro que sufrí mucho y se me rompió el corazón, pero no creo que podamos culpar a nadie, más que a la situación que vivimos. Me gustaría ser amiga de él porque no creo en transformar un gran amor en una pelea”, dijo.

A la revista alemana Der Spiegel le agregó otro dato: “Todos los días oía a mi madre y, dos días por semana, a mis hijos... Y, sin embargo, al único que no oí hablar fue a mi exmarido. Tuve que esperar dos años hasta cuando él dio una entrevista tras publicar su primer libro. Dijo que quería recuperar su vida. Yo supe inmediatamente lo que eso significaba”.

Y lo que eso significó para ella no fue otra cosa que la decisión de pedir el divorcio. El 29 de noviembre de 2008 Íngrid comenzó a buscar la manera de terminar su matrimonio con Lecompte. Según ha contado él, tuvieron algunos contactos por mail y ella lo invitó para que se vieran en otro país. “Mi papá estaba agonizando y yo no tenía cabeza para nada. Le pedí que me diera un tiempito. Tres días después murió mi papá y me llegó su demanda de divorcio. Ese día se me acabó el amor por ella”, dijo en ese momento en una entrevista con María Isabel Rueda.

Ese episodio desencadenó la guerra judicial que han mantenido los últimos cinco años. Como sucede en todos los divorcios que salen mal, ambos se han dicho de todo.  Finalmente, el 30 de noviembre de 2011, un  juez les concedió el divorcio por mutuo consentimiento y declaró “disuelta y en estado de liquidación la sociedad conyugal” que habían formado ese 17 de octubre de 1997 cuando se casaron.

Pero lejos de haberse terminado una pelea, ese 30 de noviembre comenzó otra. La pareja entró a debatir lo hasta ahora irreconciliable: el dinero. El último capítulo de esa telenovela llegó la semana pasada, cuando Lecompte y su abogado Torrado radicaron ante la Fiscalía una “denuncia criminal” en contra de Betancourt.

La excandidata es señalada en la demanda de tres delitos: alzamiento de bienes, falsedad en documento privado y fraude procesal. En el escrito, Torrado acusa a Betancourt de haber “ocultado” los bienes durante el proceso de divorcio. Esto porque en un documento que envió el abogado de la excandidata para hacer el inventario de bienes se señala que respecto a Íngrid Betancourt Pulecio “no existen activos sociales” (ver facsímil).

La denuncia interpuesta ante la Fiscalía enumera los bienes que adquirió la pareja mientras estaban casados. El primero es un apartamento en París, situado a pocas cuadras del Jardín de Luxemburgo, que Betancourt donó a sus hijos en 2010. Según el documento su valor comercial es de 700.000 euros, es decir unos 1.900 millones de pesos. El segundo es una casa campestre y dos lotes en Idaho, Estados Unidos, que estarían avaluados en cerca de 300.000 dólares, es decir, unos 700 millones de pesos. Esta propiedad no estaría a nombre de ninguno de los dos, sino de una sociedad en Panamá que Betancourt habría constituido en el pasado.

En la denuncia también se habla del apartamento de la pareja en el barrio El Castillo de Bogotá. Lecompte argumenta que entre ambos pagaron el crédito por este inmueble al Fondo Nacional del Ahorro. Sin embargo, aclara que este no haría parte de la sociedad conyugal pues fue excluido en unas capitulaciones que firmaron antes de casarse. En esas capitulaciones  Íngrid y Juan Carlos pactaron que para que los bienes no entraran en la sociedad conyugal tendría que existir un acuerdo por escrito firmado por ambos, cosa que según la defensa de Lecompte no se hizo sino para el apartamento en el que vivían.

Y ahí podría haber una gran disputa. Como legalmente a la sociedad conyugal entran todos los bienes, lo que recibió la excandidata presidencial producto de sus libros y premios durante el secuestro técnicamente también haría parte del proceso de divorcio a pesar de que moralmente son de Íngrid. Y eso no es poco. Aunque se han manejado muchas cifras, y todas son especulativas, en la denuncia se establece que los montos podrían ser los siguientes: 1) 1.360 millones de pesos por las regalías del libro La rabia en el corazón con las editoriales Grijalbo y Planeta. 2) 16.494 millones por las regalías y anticipos del libro No hay silencio que no termine en Europa, Estados Unidos y América Latina con las editoriales Gallimard y Santillana, Aguilar Altea Taurus Alfaguara.  Lecompte también tiene dos libros y estos también entrarían en el proceso.

El caso está en la Fiscalía General de la Nación y si ese organismo decide adelantar ese proceso seguramente este divorcio podría convertirse en el más polémico de la historia de Colombia. Independientemente de quién tenga la razón, lo que nunca nadie sospechó es que esa “rabia en el corazón” que sentía Íngrid ante la corrupción y la injusticia y que la lanzó a la fama, terminaría siendo el título perfecto para su propia historia de amor.