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El porte y el consumo de la dosis personal está permitido en Colombia. | Foto: minuto30.com

TESTIMONIO

La noche que no pasé en la UPJ

Un joven que fue sorprendido fumando marihuana en la calle narra cómo la Policía lo subió al camión, le dio un paseo por la ciudad, lo amedrentó y luego lo extorsionó.

24 de julio de 2015

El 19 de julio, a la 1 de la madrugada, les propuse a mis amigos que saliéramos de la tiendita que frecuentamos para fumar un porro cerca a mi casa.
 
Ellos, escépticos ante la propuesta de fumar en la calle, me preguntaron si era una buena idea. “Por aquí no molestan”, les dije. Entre chiste y chanza, se mofaron de cómo a los ‘ricos’ no les caía la ley, y tal vez lo que vino después fue la manera del universo de decirnos que en este país con la ley nos pueden hacer caer a todos.
 
En un muro a 50 metros de la puerta de mi edificio lie el cigarrillo prohibido que encendió esta alharaca. Fumamos. Tosimos. Reímos. Y cuando ya estaban en camino los taxis que llevarían a mis cómplices de vuelta a sus latitudes, frenó frente a nosotros un camión de esos de la Policía Nacional que hasta entonces sólo me topaba en tráfico.
 
De aquel furgón bajó un ‘señor agente’ que con agresividad nos increpó, solicitó que le diéramos la marihuana y nos pidió nuestras cédulas. Teníamos la ‘colilla’ de un porro que compartimos entre seis personas, cosa que le manifestamos al villano de la historia, además de dejarle claro varias veces que mi lugar de residencia estaba a una cuadra.
 
Yo tenía el cuerpo del delito cuando llegó mi captor y por eso sólo se fijó en mí. Afortunadamente, no me exalté en demasía y con calma me ofrecí a una requisa, pues sabía que era el procedimiento en esos casos, y además porque tenía la tranquilidad de no estar portando nada ilegal, ni siquiera marihuana. En este punto vale mencionar que estudié derecho, incluidas las normas sobre consumo de drogas en este país, lo que me llenó de una falsa tranquilidad.
 
El agente me ordenó subir al camión con la amenaza de llamar refuerzos si me negaba. Le manifesté que estaba a una cuadra de mi casa. Que me llevara allá, pues así se debe hacer la conducción de quienes consuman sustancias psicoactivas en espacios públicos. Debió haberme preguntado mi dirección y escoltarme a mi hogar, y únicamente decirme “pal camión” si me rehusaba. No lo hizo. Repetí una vez más la cercanía a mi lugar de residencia, pero el criminal fosforescente tenía otros planes para mí.
 
Subí al galpón móvil, evitando los empujones del mencionado policía y haciéndole un llamado a la calma. Incluso llamé la atención de un par de mis amigos que pasados de copas podían agravar la situación. Accedí en parte porque me dijo que hablaríamos en el CAI que hay a dos cuadras de la escena del crimen. Pensé ingenuamente que bastaría, una vez en la estación, con recitar el Código de Policía y la Constitución, para asegurar mi libertad.
 
En la jaula rodante había una pareja con la que conversé y que me preguntó dónde estábamos. Les dije la dirección y que seguramente iríamos al CAI más cercano. Ellos, casi en llanto por la risa, me hicieron saber que el CAI era sólo una escala rumbo a la UPJ.
 
Estábamos parqueados sobre la ciclorruta frente al CAI cuando el policía bajó, posiblemente a orquestar el delito con uno de sus secuaces. Ante su regreso a la cabina, en pánico por la nueva información obtenida, intenté estérilmente razonar con el uniformado criminal que me ignoró y encendió el motor. Siempre escudado en ese aura de honradez y rectitud que fingía con tanta naturalidad.
 
Mis amigos montaron la persecución del furgón desde un taxi. Me siguieron al CAI de la calle 77, al de Lourdes y finalmente a la 60, donde la jaula paró por casi dos horas. En el camino me proponían llamar a mi papá para que fuera y les pagara, pero para mí no era una opción. Mi papá me inculcó siempre el respeto por la ley y hasta ese día, con la tristeza que me causa haber caído, no le había dado un peso a un policía corrupto. Les dije que esperaba que me soltaran o si no “me la bancaba” (me la montaba). Hasta imaginé mi noche en la UPJ y en las infinitas crónicas que haría sobre la experiencia.
 
El valor artístico de mi captura se esfumó cuando llegamos al CAI de la 60. Ahí mi amigo policía subió una mezcla de borrachos y delincuentes al camión, a quienes despojaron de sus cordones y sus correas antes de entrar. A mí no me habían quitado los míos y cuando miré al piso, nadie más tenía los suyos. Pensé en ese momento que sería tal vez porque a golpe de vista se ve que no soy agresivo, pero después se hizo evidente que jamás tuvieron planes de llevarme a la UPJ.
 
Fue ahí donde subió un hombre con acento paisa. Mi celular sonó, con mis amigos preguntando por la siguiente parada del Tour de CAI, y cuando colgué me pidió un minuto. Me negué en principio, pero un “¿vos creés que te voy a robar, parcerito?” fue suficiente para rendirle mi celular. Me lo devolvió, me agradeció y al ver mi cara de susto me aseguró que él no iba a dejar que me pasara nada en la UPJ. Que me calmara. Y me calmé. Había aceptado que me iba a la UPJ, según la pericia de unos de mis compañeros de celda, por lo menos hasta el día siguiente a las 5 de la tarde. Incluso llamé a mis amigos para que me llevaran comida, para asegurar la lealtad del ‘parcero’.
 
En esas, el villano de nuestra historia gritó: “¡Usted! ¡Venga para acá!” Me hizo salir y me llevó con su esbirro para que éste me hiciera el “comparendo pedagógico”, es decir, la extorsión.
 
Dentro de la estación, el segundo policía corrupto me hizo saber muy pronto que eso lo podíamos arreglar y de sólo pensar en la pijamada en la UPJ, estaba pávido, aliviado y dispuesto “transar”. Intenté cotizar con él, a lo que respondió que pensara en cuánto valía mi noche en la UPJ y que no diera boleta con mi billetera, que por mi novatada tenía en las manos. Me dijo: “Dígame usted y yo confirmo con mi compañero” (el que me montó). Una estrategia bien lucrativa porque la zozobra y el terror hacen que uno piense dos veces antes de ser tacaño con esa valuación.
 
Una vez acordada la suma, se reunieron los dos policías afuera del CAI. Ahí, el primero ordenó para que oyera toda la cuadra que me dejan ir con la advertencia y el comparendo. Luego se montó al camión y arrancó. El segundo policía me escoltó de vuelta al CAI, donde di mis datos, firmé el reporte y luego de contar el fajo sucio que le pasé con disimulo, me dejó salir.
 
Me fui a dormir con la ira de saber que el derecho no sirve de nada frente a un policía corrupto. Y como buen abogado, desempolvé mi Código Penal en busca de respuestas.
 
Me privaron de mi libertad ilegalmente porque no siguieron el procedimiento de conducción. No me leyeron mis derechos, tampoco me ofrecieron llevarme a mi casa. Me encerraron por más de dos horas con criminales y delincuentes para infundir en mí zozobra y terror que luego usaron para hacerme inducir en el error de creer que podían hacerlo, a tal punto que perdí de vista que no era así. Todo lo anterior, desde el principio, para sacar un provecho ilícito. Y fue así como me di cuenta de que fui secuestrado, estafado y extorsionado por dos agentes, si no más, de la Policía Nacional.


*Nombre no revelado por solicitud de la fuente.