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Luto en las montañas: la muerte de Julián Sáenz conmovió al país

El caso se registró en el nevado del Tolima. Esta tragedia dejó en evidencia los enormes riesgos del turismo de aventura en Colombia y la soledad que se vive cuando la tragedia acecha.

13 de enero de 2018

El 31 de diciembre, en Cartagena, Julián Sáenz Galvis celebraba con su familia la llegada del nuevo año. El ingeniero civil de 25 años, graduado hace poco de la Universidad de los Andes, estaba emocionado por lo que venía en 2018 y en esa reunión les contó a todos que quería comenzar esta nueva vuelta al sol con una aventura: subir el nevado del Tolima. No lo haría por primera vez. El joven era un viajero consumado, de esos que disfrutan el ascenso de la montaña y conquistar la cima. Sin embargo, ese sueño se desvaneció de la peor manera y Julián dejó su vida en esa cumbre.

Los montañistas suelen contar con orgullo el placer y la sensación de plenitud de adentrarse en esas cumbres. Julián organizó todo para que el ascenso al Tolima fuera perfecto. De las dos formas para subir a las nieves perpetuas que cubren su cima, Julián eligió la del Valle del Cocora en Salento (Quindío). Una ruta menos pendiente, más segura, pero más larga.

El avión proveniente de la Heroica aterrizó en Bogotá al mediodía del 4 de enero. Julián llegó a su casa, descargó maletas y las volvió a hacer. A las cinco de la tarde lo recogieron sus amigos Camilo Peña, Diana Rodríguez y Juan Pablo Malaver. Condujeron hasta Armenia. Llegaron a la una de la mañana del 5 de enero y esa misma madrugada salieron para Salento donde se encontrarían con otros ocho excursionistas en un hostal.

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Allí esperaba un viejo Willys que los llevó hasta la entrada del Valle del Cocora. Entraron al Parque Los Nevados por ese tradicional camino sin que nadie registrara sus datos de ingreso, acompañados de tres guías contratados por Outlanders, una organización especializada en este tipo de recorridos y de la que se perdió el rastro en redes sociales.

Con sus morrales en la espalda, comenzaron a ascender hacia la cumbre. Caminaron todo el primer día. Julián era uno de los más rápidos y les sacó ventaja. Pasaron la primera noche en un hospedaje llamado Primavera. Julián se acostó en su camarote hasta que lo despertaron sus amigos para decirle que era hora de cenar. No comió. Se sentía cansado y se quedó en su cama hasta la madrugada siguiente.

Cuando todos estuvieron listos, tomaron camino hacia el segundo campamento, cerca de El Calvito a 4.800 metros sobre el nivel del mar, con un recorrido de 12 kilómetros. Julián nunca llegó a su destino.

En el primer kilómetro el joven se quejó de cansancio. “Entonces, el grupo se dispersó y atrás quedamos Camilo, Diana, Julián, yo y uno de los guías”, cuenta Malaver. Julián paró para recuperar fuerzas. Camilo y Diana se quedaron con él. Malaver continuó subiendo y llegó al segundo campamento. Empezó a llover y armó su carpa, luego llegó Camilo acompañado de su amiga, pero sin Julián.

“Le pregunté si lo esperaba y el me respondió que no porque iba a ritmo lento, se quedó con el guía Edwin Niño y otra mujer del grupo de los 12”, asegura Camilo Peña. El segundo guía Iván López, que estaba con el grupo de Malaver, se comunicó con Edwin Niño. Dijo que Julián iba a paso lento, que se sentía cansado, e informó que se habían detenido en las carpas de unos excursionistas ajenos al grupo de los 12 iniciales.

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Pero Julián ya no aguantaba más el frío y el dolor. Así que Iván López autorizó desde el radio a su compañero Edwin Niño para que comenzaran el descenso. “A las nueve de la noche Iván nos dijo que eso estaba muy raro, y por eso decidió bajar. Le mandamos ropa seca a Julián con él. Cuando se encontraron le preguntó que si tenía fuerzas para subir al caballo y dijo que sí”, narra Peña. Iván llamó a Primavera para que mandaran un caballo, que llegó dos horas y media después a donde se encontraban Niño y Julián, es decir, a las once de la noche.

Iván volvió a bajar a esperar al animal con Niño y Julián. Iván dice que estaba muy débil, pero consciente. Julián, Niño y el campesino que llevó el caballo comenzaron a bajar. Iván subió de nuevo hacía El Calvito y llegó a las doce.

Sujetado al caballo, con el poco oxígeno que tenía aún en la cabeza, débil y con frío, Julián Sáenz bajó durante unos minutos. Hasta que no pudo más y cayó. Su cerebro se quedó sin oxígeno y perdió la conciencia.

El viaje a Cartagena pudo causar lo que sucedió. “Estaba cargado de oxígeno porque días antes estaba sobre el nivel del mar, supongo que el esfuerzo le jugó una mala pasada y no pudo más” cuenta su padre, Jorge Enríque Sáenz.

Cuando Julián se desvaneció, Edwin Niño alcanzó a sostenerlo antes de caer al suelo. Intentó reanimarlo, pero no fue suficiente. Julián dejó de respirar y su corazón dejó de latir.

Subir a un nevado en Colombia es una actividad tan excitante como riesgosa. No solo porque con la altura el cuerpo pierde oxígeno y tiene menos capacidad de responder a lo que sucede, sino porque si algo falla es casi imposible salir de allí rápidamente. Si un deportista sube con dificultades, bajar un enfermo o un herido es una odisea.

“A la 1:30 de la mañana llegó corriendo el campesino que había subido el caballo a decirnos que Julián se había caído y que estaba inconsciente”, relata Malaver. Se alistaron en dos minutos. Los acompañaron un gringo llamado Dadin y un colombiano, Gustavo. Armaron un morral con agua, galletas y linterna, y corrieron. A las tres de la mañana se encontraron con el cuerpo de Julián en el regazo del guía Niño. Ya era tarde. “Me hice encima de Julián, le puse mi bufanda, le amarré la chaqueta, le puse un ‘sleeping’, pero no respondía ni respiraba”, narra Peña.

Varias personas ajenas a los hechos lloraban a su alrededor. Ya llevaba una hora muerto.

Los jóvenes llamaron a Primavera para que mandaran otros caballos. Se sentaron en el piso desde las tres hasta las cuatro de la mañana, y a esa hora llegaron otros dos animales y un campesino. Pero para colmo este les dijo que no podían moverlo porque hacía un tiempo había ocurrido algo parecido y el campesino tuvo un problema por manipular un cadáver.

Peña, Niño, Dadin, Gustavo y Malaver caminaron hasta Primavera, el único lugar con señal. López y uno de los campesinos se quedaron con el cuerpo. Les tomó dos horas llegar y desde las seis de la mañana llamaron a todo el mundo para ver cómo podía subir la Policía. Ahí decidieron buscar al papá de Julián.

Sonó el teléfono y el padre comenzó allí el peor viaje de su vida. Tomó a las 10:20 de la mañana un vuelo hacía Pereira y cuando aterrizó buscó el primer transporte que lo llevara a Salento. No podía creer lo que estaba viviendo. Se comunicó con el comandante de la Policía y le dijo que el cuerpo de su hijo ya había bajado de los 3.600 metros y clamó por ayuda para sacarlo de allí. Del desespero, alcanzó a subir durante una hora con tal de encontrarse lo más pronto con su hijo. Llegó hasta un sitio llamado La Cascada, pero no lo dejaron seguir.

Arriba, los jóvenes llamaban a las autoridades, que en una ocasión les contestaron que “no podían mandar un helicóptero a recoger un muerto”. Como nadie llegó, horas después las autoridades permitieron que sus amigos y los guías bajaran el cadáver para realizar el levantamiento en el Valle de Cocora. Según ellos, nadie los ayudó.

Conseguir un caballo fue una tortura. Como era época de turistas, les dijeron que las mulas estaban comprometidas con viajes de maletas. “Nos dijeron que si un muerto se subía a la mula, se secaba y dejaba de servir. Pura superstición”, cuenta Peña. Al final consiguieron –con la ayuda de John Freddy, un hombre del lugar– una mula en una finca vecina. Los amigos tuvieron que meter el cuerpo en dos bolsas para dormir y bajarlo hasta Primavera, el lugar donde habían parado por primera vez. Llegaron a las 11:30 de la mañana. Solo entonces llegó la mula. Los tíos de Malaver consiguieron unos caballos para terminar el descenso de Julián.

Mientras tanto, Jorge Enrique Sáenz esperaba desolado en las faldas del nevado del Tolima. Llevaba 40 minutos mirando atento hacía el camino por donde bajaría el cuerpo, acompañado por Policía, el CTI y la Cruz Roja. Cuando llegó la comitiva, Jorge se desmoronó. Abrazaba el cuerpo de su hijo y le tomaba la cara. Nadie creía que ese fuera el final de un sueño que no se cumplió.

La tragedia del joven montañista conmovió al país en el puente de Reyes. Sus allegados lo recuerdan como un hincha a morir de la Selección Argentina, camiseta que tenía puesta durante su ascenso. Como el “chico orquesta y por el que todas las viejas se derretían”, como dice su hermano Nicolás. Como un baterista que se tatuó un chimpancé con sus primos y hermanos, con quienes tenía una banda de punk, como un pacto de honor. Como un aventurero que se fue de este mundo haciendo lo que más le gustaba.

“La vida es maravillosa si no se le tiene miedo” 

Dice la madrina de Julián que en la mayoría de fotos del Facebook de su ahijado aparecía siempre con una sonrisa acompañado de su familia. Su melliza Daniela era su alma gemela, su amiga inseparable. 

Era independiente. Cuenta su padre que una vez en un viaje a Roma se extravió de su familia y con toda la autonomía salió a recorrer la ciudad mientras su papá y sus hermanos lo buscaron durante seis horas. Su hermana, como si tuviera una conexión especial con él, dijo “tenemos que ir a un McDonalds”, y ahí estaba Julián.

Era ingeniero civil y se especializó en Gerencia de Construcción. Trabajaba en la misma empresa que su papá, pero nunca tuvo ninguna preferencia por el jefe, se ganó su puesto siendo trabajador y viendo las cosas de una manera diferente. “Él siempre veía cosas en los proyectos que nosotros no veíamos y eso hacía que quedaran mejor, era una habilidad innata”, recuerda uno de sus compañeros.

“Hacía de todo. Cuadraba el regalo de una amiga, organizaba planes, llamaba a todo el mundo hacía chistes y bromas”, recuerda su hermano Nicolás. También su corta vida le dio el placer de tocar la batería. Armó banda con su hermano y sus primos, aunque fuera solo por diversión. Y terminó convirtiéndose en algo que los unió hasta en la piel. Se llamaban Los Primates y se tatuaron un mico. Julián tenía su chimpancé con unas baquetas en su pantorrilla. 

“Él decía que el cine que yo veía era aburridísimo, pero le empezó a gustar el cine por iniciativa propia”, recuerda Nicolás. 

Hincha furibundo del Barcelona F.C. y de la selección Colombia, pero si no jugaba Colombia se ponía la albiceleste de Messi y le declaró amor eterno. “La vida es maravillosa si no se le tiene miedo” es una frase de Chaplin que recita su hermano y dice “eso fue Juli”.